Pensaba encontrarme con un ser depravado y retorcido, pero me di de bruces con un gran moralista y un teórico brillante de la democracia. Estaba preparado para confirmar la desalmada frialdad que se atribuye a sus análisis, pero no para sorprenderme con la palabra inspirada de quien coloca la poesía en la base de la política. Quiero decir que, cuando leí, hace bastantes años, El Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, descubrí a un Maquiavelo muy poco “maquiavélico”, radicalmente distinto al de la leyenda negra que se ha ido tejiendo en torno a su memoria a lo largo de los siglos. A un personaje sorprendentemente moderno, cuyo magisterio sigue teniendo plena vigencia y ayuda a combatir con buen ánimo las perplejidades de la vida pública en el momento actual.
Un pensador y un hombre de acción, que se permite la insolencia de afirmar (¡y todavía en la Edad Media!) que una persona de baja condición está capacitada para juzgar al gobierno de los príncipes e incluso darle normas. Entre otras razones, porque es capaz de expresar, con insuperable plasticidad, el juego de perspectivas diversas, forzosamente encontradas y alejadas, entre quienes ostentan el poder y quienes son gobernados. Lo hace en la dedicatoria de su Príncipe a Lorenzo de Medici, al afirmar que, “de la misma manera que los que dibujan paisajes permanecen abajo, en la llanura, para contemplar el aspecto de las montañas, o bien suben a éstas para mejor observar los lugares bajos, considero que, para conocer perfectamente el modo de ser de los pueblos, es preciso ser príncipe, mientras que para saber cómo son los príncipes, es conveniente ser del pueblo”.
Pocas dudas puede haber del fondo ético de quien nos dejó escrito que “en una república nunca debería suceder nada que obligara a gobernar con medidas excepcionales”; o que “si se instituye el uso de romper la legalidad para bien, bajo esa apariencia podrá romperse para mal”; o que “no creo que exista cosa de peor ejemplo en una república que hacer una ley y no observarla, sobre todo si el que no la observa es quien la ha hecho”; o que “un hombre prudente no debe rehuir nunca el juicio popular en las cosas particulares, como la distribución de los cargos y las dignidades”; o que “el pueblo, engañado por una falsa apariencia de bien, desea muchas veces su propia ruina”; o que “una república no puede pasarse sin ciudadanos prestigiosos y sin ellos no puede gobernarse bien, pero, por otro lado, el prestigio de los ciudadanos es el origen de las tiranías que surgen en las repúblicas”; o que “una república bien organizada debe … abrir caminos … a los que buscan reputación por los procedimientos públicos y cerrarlos a los que la buscan por vías privadas”.
Reflexiones de este carácter surcan de principio a fin la obra de Maquiavelo y nos hablan de un hombre de convicciones profundas y firmes, un honesto servidor de los intereses generales; que defiende la racionalidad de las instituciones republicanas como garantía de estabilidad, frente a las fórmulas personalistas de gobierno, de consecuencias peligrosas e imprevisibles para el futuro de una comunidad. De quien alerta sobre los peligros del populismo y de la exaltación sin medida de los “hombres providenciales”. De quien trata en todo momento de preservar lo público y los principios de legalidad del acoso de apetencias privadas de diversa índole.
¿De dónde le viene entonces a Maquiavelo su perpetua mala fama? ¿Por qué, y es un ejemplo, cuando uno visita la basílica de la Santa Croce, en Florencia, y se para ante su monumento fúnebre, recibe por toda explicación de la guía local: “Éste es el que dijo que el fin justifica los medios”? ¿A qué se debe que todo su pensamiento haya quedado simplificado de tal forma? ¿Tal vez a que la Iglesia Católica no ha perdonado a quien la acusó de haber sido el mayor obstáculo para la unificación de Italia? ¿O a la venganza hipócrita contra quien, sin andarse por las ramas y yendo al grano, habló del poder sin reverencias cortesanas? ¿Se pretende castigar al cronista que despojó a los gobernantes de su tiempo, y de todos los tiempos, de su aureola sagrada, para retratarlo en los paños menores de sus ambiciones y miserias?
Sea por la razón que sea, lo cierto es que probablemente no haya otro personaje histórico tan perjudicado por el adjetivo que su nombre ha dejado y que, según todos los diccionarios, viene a ser sinónimo de persona taimada que actúa con doblez y malicia. De ahí que el caudal de sabiduría que Maquiavelo nos proporciona haya quedado interesadamente reducido a una frase lapidaria, más interpretada que citada en su literalidad, y cuyo alcance podría matizarse al ponerla en contacto con otras afirmaciones suyas, no menos categóricas. Ésta, por ejemplo:
“… en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad”.
Algo que, entre finales del siglo XV y principios del siglo XVI, aludía a situaciones trágicas muy reales, como eran la muerte atroz y en masa y la ruina de poblaciones enteras en aquella Italia fragmentada, continuo campo de batalla de las potencias europeas del momento: el naciente imperio español y el reino de Francia. De esto es de lo que se deja constancia expresa en la exhortación final de El Príncipe, y que sitúa en el contexto adecuado algunas de las crudezas de la obra; sobre todo cuando, en demanda de un príncipe nuevo que redima a Italia de sus desgracias, se apunta que “Italia sigue esperando encontrar a aquél que sea capaz de poner freno a las devastaciones de Lombardía, a los pillajes de Nápoles y Toscana, a un hombre en fin que sea capaz de curar las llagas de esta Italia que desde tanto tiempo ya tiene abiertas”.
A partir de éstas y otras consideraciones semejantes, tal vez pueda reconocerse que algunos fines tal vez puedan justificar determinados medios; aunque este reconocimiento obligaría previamente a dotar a los fines de cierta grandeza. El perseguido por Maquiavelo –unificar Italia y dotarla de nuevas leyes e instituciones– era de la suficiente envergadura como para que tardara tres siglos y medio en hacerse realidad.
Resulta bastante evidente que el político y escritor florentino ha quedado interesadamente convertido en el símbolo del mal por lo que hoy podríamos considerar un titular de prensa injurioso o, cuando menos, descontextualizado. Tan evidente como lo es admitir que, asumiendo lo mejor de Maquiavelo, el ejercicio de la política saldría ganando, enriqueciéndose en humildad, sutileza, sentido del pacto, elasticidad, ausencia de dogmatismo, consideración del interés público, defensa inteligente de la democracia y, mediante el enraizamiento en la memoria, recuperación de un aliento épico sin el que la política se convierte en una actividad prescindible y carente de sentido.
Es precisamente ese aliento subyacente en todos sus escritos el que dota de atractivo y fuerza a la obra de Maquiavelo. Y también de actualidad, porque, al leerlo y releerlo, se palpan cuestiones del presente y pervive la impresión de estar en contacto, no con una colección de mármoles decorativos y gastados con el paso del tiempo, sino con palabras que son materia viva que sigue respirando; lagartijas vivaces que se filtran por los huecos de los avatares políticos de todos los tiempos. Porque esto es precisamente lo que tienen los clásicos: que, lejos de perder modernidad, la ganan con los años.
Y, como buen clásico, Maquiavelo ha alumbrado en su escritura palabras y juicios que plasman sus teorías políticas en una verdadera poética, de manos de sus propios héroes, que, a semejanza del homérico, son plenamente conscientes de su misión y se muestran dispuestos a llevarla a cabo hasta el final, en alianza o lucha permanente con los dioses hostiles o benévolos que les marcan el camino o se lo obstruyen; secundando a la fortuna, pero sin abandonarse jamás, pues “… como la fortuna emplea caminos oblicuos y desconocidos, siempre hay esperanza, y así, esperando, no tienen que abandonarse, cualquiera que sea su suerte y por duros que sean sus trabajos”.
Porque la verdadera grandeza del héroe político ensalzado por Maquiavelo no reside tanto en el hecho de haber triunfado en su acción, como en el de haberla llevado hasta sus últimas consecuencias, en beneficio de la república, independientemente de su éxito o fracaso personal; porque, a su entender, “… los hombres grandes son siempre los mismos, en toda situación en que los coloque la fortuna, y si ella cambia y unas veces los exalta y otra los hunde, ellos no varían, sino que siempre mantienen un ánimo firme, y tan acorde con su modo de vida, que cualquiera puede percibir fácilmente que la fortuna no tiene poder sobre ellos”.
El temperamento idealista de quien asegura tales cosas se vuelve aún más evidente en la carta que, desde su confinamiento en San Casciano, un Maquiavelo derrotado y desilusionado por el retorno de los Medici al Gobierno de Florencia escribe a su amigo Francesco Vettori, embajador de Florencia en la Santa Sede. Sobre todo, cuando en ella alude a sus estudios sobre los grandes hombres del pasado, con los que simpatiza hasta el punto de asegurar: “No siento ningún pudor al conversar con ellos y preguntarles las razones de sus actos; y ellos con toda humanidad me responden. Entonces, durante cuatro horas, no siento el más mínimo aburrimiento, olvido todas mis preocupaciones, no temo a la pobreza, la muerte no me espanta: fluyo por entero en ellos”.
Nos encontramos, así, con los ingredientes propios de un sentimiento poético, sin el cual se hace difícil entender del todo el pensamiento político de Maquiavelo: repliegue en la imaginación, exaltación de la memoria y una peculiar religiosidad, más o menos difusa, pero bien real, en la medida en que desencadena el entusiasmo que toda acción política necesita.
Quien ha sufrido en su propia carne la ruina política de Florencia y la pérdida de sus libertades, quien ha padecido cárcel y tortura por encontrarse en la nómina de sospechosos del nuevo poder político, toma sus distancias con un presente que le disgusta, se despega de lo inmediato que le circunda y asfixia, no para abandonarlo, sino para verlo con una mayor precisión, exactitud y perspectiva. No a ras de suelo, sino ganando altura. No desde lo real, sino desde las azoteas de la realidad.
Mirando así las cosas, incorporando a su propia circulación sanguínea el fluir de la corriente histórica, de algún modo resucitado al llegar a cimas tan exaltantes, nada tiene de extraño que Maquiavelo pierda el miedo a la muerte y, al mismo tiempo, nos sugiera cuál es la génesis real de las grandes obras propias de la actividad política. Y no es otra que el intento de superar el dolor y las limitaciones de lo humano por medio de aquello que pueda perdurar; de salvaguardar en cierta medida la existencia personal fundiéndola, por el acto de creación, con la existencia y el destino de todos.
Actitud esta que, por otra parte, caracteriza al político de raza de todos los tiempos, que valora su obra en función de una disyuntiva tan radicalmente personal como es la de salvar o perder el sentido de la propia existencia, salvar o perder el alma. Al fin y al cabo (Hannah Arendt en su libro Sobre la violencia), “Fue la certidumbre de la muerte lo que impulsó a los hombres a buscar fama inmortal en hechos y palabras y la que les impulsó a establecer un cuerpo político que era potencialmente inmortal”.
Impulsos que están en la base de la sabiduría de Maquiavelo; y que ayudan a entender que, sólo reenganchándose a la crónica del acontecer humano, será posible ofrecer dirección y sentido a las acciones del presente. De modo que, siguiendo con el florentino, “… a quien examina diligentemente las cosas pasadas, le es fácil prever las futuras en cualquier república y aplicar los remedios de los antiguos, o, si no encuentran ninguno usado por ellos, pensar unos nuevos teniendo en cuenta la similitud de las circunstancias”. “Pero –añade– como estas consideraciones son olvidadas o mal entendidas por los lectores, o, aunque entendidas, no son conocidas por los que gobiernan, se siguen siempre los mismos desórdenes en todas las épocas”.
Siglos después Napoleón comprobaría la solidez de estas advertencias por desgraciada experiencia personal. Y no precisamente por olvidar las enseñanzas del pasado, sino por cuestionarlas abiertamente. Basta leer sus comentarios, frecuentemente despreciativos, a determinados pasajes de El Príncipe, para comprender por qué el imperio napoleónico fue tan efímero. Particularmente, esos pasajes que se recogen en el capítulo que al entonces emperador más podía afectarle: el capítulo tercero, que habla de ‘Los principados mixtos’ y su método de conservación tras las conquistas de los mismos por los “príncipes nuevos”.
Porque allí donde Maquiavelo aconseja al príncipe conquistador la prudencia y el buen entendimiento con las poblaciones autóctonas, así como el respeto a sus instituciones y costumbres, Napoleón observa despectivo: “Simpleza de Maquiavelo. ¿Podía conocer él también como yo el dominio de la fuerza? Le daré bien pronto una lección contraria en su mismo país, en Toscana, como también en el Piamonte, Parma, Roma, etc.”. Y donde Maquiavelo dice que hay que evitar que el país ocupado sea saqueado por los funcionarios del príncipe, Napoleón replica: “Conviene ciertamente que ellos se enriquezcan, si por otra parte me sirven a mi discreción”. Y donde Maquiavelo advierte de que las ofensas a la población local hacen “enemigos peligrosos, puesto que permanecen, después de vencidos, en su propia casa”, Napoleón responde como respondería un tal Netanyahu: “No los temo cuando los fuerzo a quedarse en ella, y de la que no saldrán, a lo menos para reunirse contra mí”. Y donde Maquiavelo habla de la necesidad de ganarse el afecto de las poblaciones conquistadas para que se asocien por propia voluntad con el estado conquistador, Napoleón exclama: “¡Ganarlos! No me tomaré este trabajo; estarán obligados con mi fuerza a formar cuerpo conmigo, especialmente en mi plan de Confederación del Rhin”.
Sabemos cómo acabó Napoleón y a dónde condujo su prepotencia, centrada en la creencia absoluta en el ejercicio de la fuerza. Un desenlace que fue, en cierto modo, una venganza póstuma del clásico menospreciado por quien, en lo más alto de su grandeza, se burla del pasado en nombre de un presente radicalmente nuevo.
La venganza póstuma de quien supo ver que, por muchas alteraciones políticas y sociales que se produzcan a lo largo de la historia, hay cosas que no cambian. Porque no somos, los hombres y mujeres del presente, sustancialmente diferentes a quienes vivieron bajo el mismo cielo en los pasados siglos. Y el acto de imaginación que implica ponerse en su lugar ayuda a entenderlo, proporciona la indulgencia que hace posible evitar cataclismos totalitarios y constituye un antídoto recomendable contra los peligros recurrentes de la soberbia en cualquiera de sus formas, incluida la ideológica; una soberbia que, desconectada del factor humano, ha contribuido en el pasado reciente a malograr, o no potenciar suficientemente, las mejores causas. Y nos descubre, igualmente, que unir la voz del entusiasmo con la de la experiencia histórica es la mejor manera de recuperar con plena eficacia desde la acción política ciertos discursos que se quieren dar apresuradamente por superados.
Una recuperación que sólo será posible si se integra el impulso hacia nuevas empresas en la conciencia, y el sentimiento, de reanudar las antiguas. Y no hay que retrotraerse hoy a los tiempos de la vieja Roma, como hacía Maquiavelo, para reconocer cuál es la “empresa antigua” que nos sirve hoy de referencia para regenerar nuestras políticas. Tenemos la ventaja de disponer de otras antigüedades bastante más modernas, a la vista de la condensación de memoria histórica nada despreciable que nos han dejado los tres últimos siglos.
Somos, al menos como europeos, herederos de una utopía que ha marcado el progreso de nuestras sociedades. Una utopía que ha dejado tras de sí éxitos y fracasos, luchas heroicas y revoluciones fallidas, junto con avances trascendentales en derechos de las inmensas mayorías. Una utopía condensada en tres palabras: Libertad, Igualdad, Fraternidad. De ellas fueron brotando, las Constituciones, el sufragio universal, los derechos cívicos, las libertades, el diálogo social, la creciente igualdad entre hombres y mujeres, el Estado de bienestar… y una Unión Europea, aún en construcción, sostenida por unos valores democráticos compartidos. Y es esta cultura política, en cuanto movilizadora de objetivos de inclusión política y social, la que hay que salvaguardar como un bien de primera necesidad, sobre todo cuando entra en crisis y se halla abiertamente cuestionada desde diversos frentes.
Porque vivimos tiempos convulsos, en que se escuchan, cada vez con mayor nitidez, las piquetas de la demolición del mundo que hemos conocido, al menos en los países más avanzados. Nuestro “mundo del ayer”, casi podríamos asegurar recordando a Stefan Zweig. Porque existe demasiado interés en que la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad caminen enfrentadas, y no cogidas de la mano, cercados como estamos por una avalancha de acontecimientos simultáneos que parecen confirmar esos aires de regresión: fomento de guerras de ocupación y exterminio, fortalecimiento de las autocracias, enfrentamientos de religión que nos retrotraen al medievo, auge creciente de la extrema derecha en los países occidentales, discursos rampantes del odio y la insolidaridad, criminalización de los pobres de la tierra, levantamiento de fronteras y muros para que no entren los inmigrantes (en contraste con la libertad de movimientos de los grandes capitales) …
Y todos estos retrocesos brutales –de civilización, podríamos decir– empiezan a ser los configuradores de un nuevo “orden mundial”, caracterizado por ese desorden permanente que se ha dado en llamar geopolítica: un eufemismo que viene a indicar que la política ha muerto. Al menos la que puede abrir alternativas y caminos más transitables. Esto es lo que hay y a esto nos tenemos que adaptar, cada cual mirando a lo suyo como buenamente pueda. Éste es el mensaje. No están los tiempos para utopías.
¿O sí lo están y es precisamente esta situación la que a la postre favorece volver a las viejas utopías movilizadoras? Las que demandan políticos y políticas con memoria y con ideas. Políticos y políticas que sean conscientes de ser depositarios de una gran herencia: la que hizo posible, con aciertos y errores, que, por vez primera en la historia, los pobres de la tierra, los humillados y ofendidos de todas las épocas, empezaran a tener un protagonismo que siempre se les había negado y se les sigue negando. Conscientes, por eso mismo, de que ésa es la “empresa antigua”, e inacabada, de nuestra modernidad. Una empresa que es necesario retomar, en busca de la regeneración que necesita con urgencia, para recuperar, ampliándolo, el espacio perdido por las mayorías sociales.
Una empresa que están obligados a defender con tenacidad, en bien de la democracia y de la concreción efectiva de nuevas metas igualitarias, objetivos que, desde la Revolución Francesa, se han vuelto irrenunciables para el avance real de la humanidad. Trabajo no les va a faltar a esos nuevos políticos, en función de los desafíos que tienen que afrontar. Cabe desear, pues, que la mirada poética de Maquiavelo les acompañe en su empeño.