Siempre quise ser periodista de guerra.
—Aquellos que queráis ser periodistas de guerra, tened cuidado porque cuando se vive una guerra, una parte de ti queda ahí para siempre –Gervasio Sánchez (periodista de guerra que ganó el premio Premio Ortega y Gasset de Fotografía en 2008).
—Todos los corresponsales de guerra que conozco, hombres y mujeres, han tenido algún problema con la figura del padre –Ramón Lobo (periodista de guerra que trabajaba para el diario El País, ha cubierto conflictos en casi todos los continentes).
—Voy a hablar de percebes, y de hasta qué punto un periodista puede ser imbécil, como es mi caso–, David Beriain (uno de los pocos reporteros capaces de entrevistar al líder de las FARC).
–Iara, no seas tonta, coge la maleta y vete de España. Hay mucho mundo ahí fuera –Adolfo Salvador (redactor jefe de las secciones de internacional, nacional y sociedad del Grupo Joly en Andalucía).
–Papá me voy a Palestina –Yo.
–Hija, de ésta no vuelves con vida –Mi padre.
La vida no me había dado un buen padre. Pero sí muy buenos maestros. Caprichos del destino.
De los seis meses que estuve en Palestina mis editores y amigos periodistas me llamaron varias veces, mi padre ninguna. Mis editores sabían donde estaba a cada momento y quizás fueron los únicos que se leyeron, uno a uno, todos mis textos. Mi padre ni siquiera se molestó en averiguar el nombre de mi Kibbutz en Israel, ni del teatro palestino en el que trabajé.
Así era la vida. Ni buena ni mala, simplemente de esa manera.
Mi primo solía decirme que siempre buscaba las olas de cuatro metros, nunca nada era suficiente. Había decidido convertirme en una corresponsal de guerra. Lo tenía metido entre ceja y ceja, aunque no me paré a preguntarme a mí misma por qué. No sé si porque era una lucha personal por un sueño –que parecía sacado de una película de heroínas de Hollywood–, o porque era mi vocación. ¿A quién le podía entusiasmar ir a una guerra? ¿Quién es tan despreciable para grabar el dolor humano y contarlo en los medios como si fuera un carnicero?
Yo era una de esas personas. Contaba los segundos para estar en el campo de batalla con mi bolígrafo.
Tenía razón Beriain cuando comentó que los periodistas éramos imbéciles. Siempre esperando nuestro momento de gloria, nuestras palmaditas en la espalda, el correo electrónico de nuestros editores diciéndonos: “precioso reportaje”. Sí, muchos de nosotros estábamos sedientos de reconocimiento. En mi caso buscaba aquello que me fue negado desde que era niña: que mi padre se sintiera orgulloso de mí.
Volver a España y vivir en Madrid tras haber estado años viajando, escapando de mi casa, aquel nido roto, era hacer un constante ejercicio de inmersión. Cada vez que escuchaba a los músicos del metro, cada vez que veía mareas de cabezas avanzar por las grandes avenidas de la capital española –una dama ingrata con aires de grandeza que pese a tener siglos de historia tenía poco mundo en sus aceras–, me sentía como si estuviera nadando en la superficie de un lago con el agua tan clara que se podría usar para hacer el café de la mañana.
Sí, eso era, la superficie. Pero por suerte o por desgracia, la mente tiene memoria, una memoria llena de recuerdos. Era pasar el abono de transporte en la máquina del bus 114 que me llevaba desde Avenida de América hasta Luca de Tena (sede de mi actual máster en Madrid), mirar las manchas de ropa de los otros pasajeros, y comenzar a recordar, comenzar la inmersión. Era entonces, mientras la voz robótica del bus anunciaba el nombre de la siguiente parada cuando me tomaba unos segundos para escapar de la realidad, del mundo en el que estaba, y volaba a las realidades que había vivido meses o incluso años atrás. Empezaba así mi proceso de inmersión.
Prefería recordar la mirada verde del joven Motaz en Yenín (Palestina) cuando me despedí de él en el check point de Afula, o lo mucho que lloraba cuando un soldado israelí me apuntaba con un arma y me pedía el pasaporte para cruzar la “frontera” mientras hacía autostop en un coche árabe que me recogió de la carretera, o las veces que iba a correr por las praderas de mi Kibbutz Ein Hashofet en Israel, un paraíso encarcelado, viendo los atardeceres rojos de Oriente Medio, o cuando conocí al soldado israelí más noble y bondadoso que jamás hubiera encontrado, un soldado que no aparecía en las crónicas de los periódicos extranjeros –demasiado ocupados en rellenar sus historias dejando claro quién era el bueno y quién era el malo del complejo conflicto árabe-israelí–, o cuando la niebla blanquecina de la mañana coloreaba la cima rectangular, plana, de Table Mountain (Montaña Mesa), en Ciudad del Cabo (Suráfrica). Sí, esos recuerdos se me hacían más apetecibles que escuchar la música del mp3, o la voz inerte que anunciaba la próxima parada, o abrir un periódico matutino, lleno de tinta, vacío de historias.
Mi cuerpo estaba en la superficie, mi mente en lo más profundo de un océano sin fondo. A veces mi mente subía a encontrarse con mi cuerpo, pero prefería escaparse de él. Ese, ese era el proceso de inmersión. Tenía razón Gervasio cuando decía que una parte de ti queda en la guerra para siempre, o pertenece a los lugares por los que has transitado, y que han formado parte de ti. La pregunta clave que me hacía, siendo un don nadie del periodismo, una mediocre reportera de 27 años, era si en algún momento esa ansia, esa energía, esa hambre de mundo, de aventura, de ponerme en situaciones extremas, de mostrar a todos que yo era capaz de llegar a lugares a los que nadie se atrevía –como si fuese una heroína de un libro de Tolkien (autor de El Señor de los Anillos) enviada a una misión demente– cesaría en algún momento, se iría, desaparecería de mi vida, como desaparecieron el palestino Motaz, el soldado israelí, y los atardeceres viendo la cima de Table Mountain.
Era estúpido hacerse una pregunta cuando tienes tan claro la respuesta: no. El hambre de mundo siempre estaría presente en mi vida, compañera de viajes. Lo estaría por la simple razón de que determinados periodistas, personas, seres humanos, hemos nacido con una idea, destino, brújula enquistada en las venas, que nos dice que tenemos una misión distinta, única.La misión de contar las cosas que vemos, la misión de escribir, de dar vida a un texto armado con palabras que siempre hemos llevado dentro.
Sí, era esa falsa creencia de misioneros lo que nos llevaba, o en mi caso me llevaba, a explorar cada esquina de este mundo, de esta vida, de las personas que me encontraba a mi camino, que me rodeaban, de los pasajeros del bus de la mañana, de las fotos de mi ordenador, de los perfumes de las señoras que paseaban por las avenidas madrileñas, de la rumana que vivía en la explanada de la Avenida de Asturias (La Ventilla, Madrid), cerca de mi última casa, que se ganaba la vida vendiendo pañuelos en el metro, que un día, al verme por decisiones del azar en el vagón de metro por el que ella vagabundeaba arrastrando la pierna, me reconoció y me regaló un paquete de pañuelos blancos, simplemente porque le saludé, porque me acerqué a ella, cuando nadie quería sentir su cercanía. Esos detalles, ese saber ver donde nadie quiere ver y contarlo, era la misión de la que hablaba, y la continua inmersión en un mundo de historias reales que llevaba dentro.
Acabo este post con una fotografía del Mar de Galilea, también conocido Mar o Lago de Tiberíades y Lago de Genesaret (en hebreo כִּנֶּרֶת , “Kinéret”, del hebreo “kinor” debido a su forma de arpa primitiva o lira). Tomé la foto desde la cima de una montaña redonda cuyo nombre nunca averigüé, cubierta de una mata verde, en Tiberias, Israel. La Biblia dice que Cristo caminó por las aguas de Galilea haciendo uno de sus primeros milagros.
6:16 Al atardecer, bajaron sus discípulos a la orilla del mar,
6:17 y subiendo a una barca, se dirigían al otro lado del mar, a Cafarnaúm. Había ya oscurecido, y Jesús todavía no había venido donde ellos;
6:18 soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse.
6:19 Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, ven a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca, y tuvieron miedo.
6:20 Pero él les dijo: «Soy yo. No temáis.»
6:21 Quisieron recogerle en la barca, pero en seguida la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigía.
6:22 Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar, vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había montado en la barca con sus discípulos, sino que los discípulos se habían marchado solos.
(Evangelio de Juan 6:16-22.Traducción Biblia de Jerusalén-1976)
En el Evangelio se narra cómo Jesús va al encuentro de sus discípulos caminando sobre el mar turbulento, los discípulos al recibir a Jesús se postran ante Él diciéndole: «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mateo 14:33).
Desde los tiempos de Jesús hasta el casi recién nacido 2013 el hombre ha heredado una necesidad innata de contar historias. Hermosa forma de definir la misión literaria, de contar un milagro, sueño o imagen para atraparla y hacerla inmortal a través de la palabra.
Para que no se pierda en el agujero del olvido, la gran despensa del tiempo.