Yo soy de una absoluta torpeza con la tecnología. Yo uso el móvil, por ejemplo, pero prefiero que me lo dejen listo para usar. Todas las puestas en marcha de los aparatos me sacan de mis casillas, así como los inconvenientes. Me rebelo contra los trabajos forzosos que exigen las modernidades. Me pierdo entre los soportes y las aplicaciones. No entiendo cuando leo las instrucciones y tampoco entiendo cuando me las explican. ¿Qué clase de modernidades son esas que exigen trabajos forzosos? Yo soy más de que me llegue la modernidad ya hecha, o medio hecha, que para eso, en parte, es modernidad.
Que el inventor haga rápido y sencillo el manejo de la modernidad podría ser una asignatura pendiente. La fregona es un ejemplo de invención (en su día) sin inconvenientes de aprendizaje ni dudas de utilización. La rueda. El cascanueces, el abrelatas. Prodigios de la modernidad incomparables. Los avances tecnológicos adolecen de la sencillez de las grandes cosas, aunque no descarto que sea mi propia sencillez, por decirlo de un modo amable, la que me incapacite en buena medida para el dominio completo de las últimas modernidades.
Mi hija de dos años, al contrario, sí posee ese talento innato. Pero lo que más me asombra es la sangre fría con la que a su cortísima edad se enfrenta a tabletas, teléfonos móviles o a cualquier otra clase de pantallas táctiles. Yo de primeras me vengo abajo. Me desmorono y pierdo toda esperanza ante el primer fallo o defecto de funcionamiento. Y a duras penas soy capaz de sobreponerme. Yo creo que es el reciclaje obligado el que me exaspera.
Uno se aviene estoicamente y cuando, después de incontables padecimientos, logra acomodarse y beneficiarse de esa modernidad, la propia modernidad le supera otra vez y le obliga a volver a sufrir sus rigores hasta el siguiente acomodo. Y así sucesivamente. Sin cesar. Una vez dentro no se puede salir. Es una especie de nomadismo electrónico inducido, como si le obligasen a uno a salir de casa con frecuencia en bata y zapatillas. Un peregrinaje continuo, una penitencia con efímeros picos de felicidad.
Tiemblo cuando anuncian nuevos sistemas operativos, nuevos «soportes», nuevas aplicaciones y formatos (todo ese extraño vocabulario provoca cortocircuitos en mí). La modernidad me persigue y no me deja descansar. Pregúntenselo a Facebook, que ahora no sólo me complica sino que también me amenaza: a cada momento me avisa de que fulano o mengano están cerca, como si fuera el invierno o los espíritus de Poltergeist. «Zutano está cerca», me advierte cada día de forma inquietante un Facebook maligno del que casi puedo escuchar a continuación su sonrisa diabólica. Son tiempos difíciles. Toda la modernidad parece haberse confabulado contra mí.