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La moral de las estatuas. ¿Qué queda del socialismo en el Berlín del siglo XXI?

 

El parque berlinés empieza en mí, la estatua de Ernst Thälmann, líder del partido comunista alemán asesinado un verano de 1944 en Buchenwald. El parque se expande como un campo de esquirlas donde crecen 1.332 pisos para 4.000 residentes. Cientos de hombres firmes y con casco de obrero demolieron la IV Berliner Gasanstalt, una de las 33 Berliner Gaswerken, para demostraros que todo podía hacerse por los trabajadores socialistas. El 750 aniversario de la fundación de Berlín os presentamos un lugar donde los trabajadores no tendrían que salir del recinto para divertirse. Os anticipamos los lugares que acogen a vuestros hijos del siglo XXI, niños helados al borde de piscinas heladas y protegidos por cámaras de seguridad.

 

Detrás de mi cuello de granito ucraniano de 50 toneladas están mis tesoros, los edificios del parque, algunos de 20 plantas. Antes de que cayera el muro, allí dentro los trabajadores se contaban chistes sobre panales, cemento y comités políticos de señoras de la limpieza. Fueron la primera línea de la propaganda que os convenció de que nos saltaríamos las décadas. Pero el muro se derrumbó en 1989, y los trabajadores los deshabitaron, y bailasteis como ratones, y os reísteis cuando el suelo comenzó a apestar, y culpasteis al socialismo de todos los males. Ese olor os recordaba sobre qué se hacía la reunificación alemana.

 

Yo, la estatua de Ernst Thälmann, anhelo la DDR, República Democrática Alemana, la república de los números. También lloro por ver a estos jóvenes a mi alrededor. No porque parezcan neofascistas, ni porque me rayen con sus graffitis, sino por ser trabajadores sin fe. Beben sus cervezas en botellas de plástico y se pasan las horas mirando. A los inmigrantes turcos o españoles que quieren dejar embarazada a una alemana en las clases de bailes de salón. A los pobres viejos que esperan entre los árboles a que ellos tiren las botellas de plástico, para llevarlas a máquinas recicladoras horribles y luminosas del Kaiser’s, a cambio de euros.

 

Me fijo en los pocos balcones habitados, decorados por ricos bohemios del nuevo Berlín, y evoco una y otra vez el socialismo para que, de tanto pensar que fue, sea otra vez. Miro insistentemente los senderos con maleza. Si seguís uno, veréis un lago con un cartel que pide no alimentar a los animales. Pero en el lago no hay ni siquiera insectos. Os fijáis en el dibujo del cartel: Una vieja tachada en rojo lanzando comida a los peces y a los cisnes, que la comen y mueren. Os molesta no entender por qué vuestra comida debería matarlos, si lo putrefacto es el lago, más bien una charca verde en un parque abandonado. Os decís, jactanciosos, que eso ha quedado del socialismo, que eso mató a los peces y a los cisnes.

 

Entonces yo os indico con mis ojos de granito una de las explanadas, con sus sauces, y las hijas de quienes creyeron en la DDR paseando a sus perros, y a sus padres maduros haciendo footing, y a tres viejos nudistas, y os tenéis que decir que algo ha quedado del socialismo en el Berlín del siglo XXI. Esa congelación amable es una libertad inusual en una capital europea. Y sé que dejé hijos de piedra en cada militante y los uní en un acero que nadie doblará, y mi estatua sigue aquí, a pesar de la caída de la DDR, a pesar de lo ridículo que os suenen mis eslóganes. Me sobrepasará la maleza. Los pobres husmearán con sus linternas buscando más botellas de plástico. Los creyentes en lo que sustituya al comunismo caminarán, con una luz en su corazón, sin detenerse ante mí, sin saber quién soy. No importará. Yo me alegro de la rebelión. 

 

No puedo moverme, así que siempre os veo caminar de perfil. Es 1981 y un berlinés corre para adelantarse en la delación a un envidioso que quería denunciarle. Otro comprueba que sí ha metido la carta dentro del libro para su hermano, pero sólo lleva en el bolsillo las monedas justas para pagar a un carcelero. A otra que cruza la calle se le ha caído el paquete de tabaco y un niño que la sigue lo recoge y va directamente al mercado negro. El que sigue a ambos duda si denunciar a quien se ha quedado el paquete de tabaco, porque, al no distinguir que es un niño, no sabe si es un superior político (no denunciable) o un subordinado (denunciable). Una madre apoyada en el semáforo increpa con la mirada a su hijo, que repite algo que escuchó en inglés americano y que a ella le suenan a palabras mágicas que son inútiles en el lametón gris de la DDR. Un padre de familia conduce su Trabant e imagina que el cinismo primero abre las puertas y luego las sella.

 

Después está hoy. Es 2014 y un berlinés trajeado y musculoso acude en bicicleta a un trabajo donde nunca tocará un objeto ni verá a quienes hundirá. Un grupo de turistas se ha perdido buscando la Karl-Marx-Allee y, a medida que caminan, están más contentos y más perdidos. Un joven, feliz de beca en beca, no sabe ni qué día es hoy. Un tranvía lleno de mujeres preciosas y capitalistas, y de hombres derrotados y capitalistas, y de jóvenes esperanzados y olvidadizos y capitalistas. Un conductor de tranvía que fue tan comunista que, como protesta, su hijo se volvió ávido de riqueza. Y ahora es al revés: el conductor de tranvía se muere del susto al descubrir que siempre odió el comunismo, y su hijo empieza a sentir la pesadez en los ojos del exceso de dinero. Una extranjera cerca de mí lee una biografía de la Baader-Meinhof y sonríe lúgubremente, como si hubiera encontrado una salida a su laberinto moral. Y veo a Erich, el hijo de un viejo amigo, que parece haber olvidado que estuvo en el Partido. Yo sí lo recuerdo:

 

El himno cesó y los estudiantes se sentaron. El presidente de los estudiantes les pidió que volvieran a levantarse a la entrada del secretario. Los estudiantes se levantaron y uno de las últimas filas empezó a cantar el mismo himno, pero los que estaban a su lado le pidieron que se callara. El secretario se aclaró la garganta y dijo que iba a hablar del mañana, de lo gris que era rojo y que pasaría a ser un fulgor en el que todos participarían, porque iban a necesitar la mano de uno, la pierna de otro y el cuello del de más allá. Los estudiantes se sentaron. Erich se imaginó pilotando uno de los cazas que, como moscas, acompañarían al nuevo cuerpo político. El carraspeo del secretario le sacó de su vuelo; miraba a los estudiantes como si del techo fueran a caer mesas, sillas y artículos de primera necesidad que podrían matarles, dependiendo del peso. Erich vio a la señora de la limpieza pasar fugazmente por el pasillo, una mujer mayor que no creía en la revolución, con el cinismo que en esas circunstancias pasa por inteligencia.

 

Volvió a escuchar las palabras del secretario. Esta vez hablaba de miles de Trabants que hacían cola para que los berlineses los compraran y de un muro que los occidentales ayudaban a desmontar y que cada berlinés enmarcaba en su casa como señal de pureza. Friedrich el ortodoxo le dijo a Erich que atendiera a lo que decía el secretario si quería pasar los exámenes y no tener problemas. Friedrich glosaba en voz baja lo que decía el secretario y añadía para sí un torrente de cifras. De repente le preguntó a Erich si no preferiría matar al causante de una injusticia que morir para no presenciar más injusticias. Erich no quería morir, pero estaba seguro de que en el Berlín Este, antes de poder matar al causante de una injusticia, lo torturarían a él por una injusticia de la que no sería responsable. Friedrich siguió con sus loas, pero un murmullo surgió de la fila de delante y acabó ahogando sus palabras. El secretario elevó la voz y habló de niños y de las culpas de los mayores, pero también de que no se podía ser indulgente con los niños por el hecho de ser menores de edad. Friedrich musitó que eso era justo para la supervivencia de la DDR. Erich se preguntó si el futuro del Estado podía decidirse en ese salón, donde la luz de una bombilla parpadeaba bajo un cable desnudo que se balanceaba al menor movimiento de los estudiantes, y se dijo que sí, que el futuro de ese Estado y de todos los Estados se podía decidir en lugares así, aunque de una manera retorcida, como en oleadas. El secretario se miró los zapatos que acababa de comprarse en el mercado negro y el presidente de los estudiantes se miró los suyos, nuevos pero tristes y, poco a poco, los estudiantes se miraron sus zapatos cochambrosos, hasta un punto que los zapatos competían con la luz de la bombilla.

 

Erich pensó en su padre arreglando con orgullo radios en su taller, y se acordó de su tío diciendo que él conocía un taller en Dresde donde arreglaban mejor las radios, y de su padre respondiendo que ninguno de sus conocidos iba a ir a Dresde a que les arreglasen una radio, que le preferían a él, a su conversación, a sus cuidados, y de su tío diciendo que el socialismo significaba que daba igual dónde arreglar las cosas, todo era una sección de la misma fábrica, y su padre negaba con la cabeza, en desacuerdo, pero sin querer discutir más. Erich le susurró a Friedrich que en una ciudad como Dresde sí podría construirse el socialismo, pero que Berlín, a pesar del muro, estaba demasiado en contacto con la parte occidental. Friedrich respondió que eso de que el socialismo puede construirse en una ciudad como Dresde y no en Berlín era como decir que el socialismo es bueno para los otros y no para ti, y Erich respondió que el socialismo era bueno para él, sin duda, y Friedrich dijo que si lo quería para él debía quererlo para su familia, para sus amigos, para cualquiera que le importara. Erich pensó en su juicio político retransmitido por la radio y se disculpó, él no había querido decir eso, sino que el socialismo parecía más fácil en unos lugares que en otros. Friedrich acentuó su tono amenazadoramente didáctico y le aclaró que era tan fácil como uno quisiera y si todos lo vieran fácil sería lo más fácil del mundo. El secretario había levantado la voz de nuevo y Erich se avergonzó y se quedó quieto, apretando los dientes y el secretario volvió a su tono suave. Hablaba de un militante que había organizado un proyecto de recogida de residuos y había convencido a cien berlineses y después había creído que, tras persuadir a esos cien, podía descansar. El secretario dijo que, en cierto sentido, ese militante tenía razón, pero, en un sentido más profundo, estaba muy equivocado.

 

Entonces, el secretario preguntó al presidente de los estudiantes si de verdad ese militante había actuado en la línea del Partido y el presidente fue como si abriera la boca y sacara la lengua y sobre ella hubiera un hombrecito de cal, así de sorprendido se quedó. Pero el secretario hizo un chiste sobre el capitalismo como un pez muerto en las aguas del socialismo y el presidente de los estudiantes añadió un comentario cínico y todos rieron, media sonrisa de paz, media sonrisa sostenida por ganzúas.

 

Erich pensó que si hubiera algo que no le convenciese del socialismo no lo diría a nadie y se dio cuenta de que sí había muchas cosas que fallaban, pero después se consoló diciendo que todo fallaba, en cualquier sitio, y ni socialismo ni capitalismo tenían importancia. Le preguntó a Friedrich si pensaba que el muro iba a caer alguna vez, es decir (añadió tras ver la cara de asombro de Friedrich), si el Berlín occidental iba a ser alguna vez comunista y Friedrich le pidió que se callara. El secretario hablaba de vigilancia, de autocrítica y de la vigilancia a los críticos. Friedrich se sonreía, imaginando ojos, hombres-ojo, armas-ojo, suelo de ojos, pero se estremeció porque también le asaltaban imágenes de esos ojos aplastados. Miró de reojo a Erich.

 

El secretario dijo que iba a terminar y vio las caras de los estudiantes, aplanados en una identidad exhalada, decenas de labios aplanados, y vio que sus caras eran transparentes y arengó: La DDR marcha hacia adelante, a pesar de todo y salvo nada. Dijo que las conspiraciones no eran fruto de un individuo, sino de muchos enemigos, y que la teoría de las conspiraciones llevadas a cabo por un solo individuo se divulgaban para confundir. Que ser comunista en la DDR no era fabricar comunistas, sino mantenerlos. Habló de la riqueza futura y del muro de Berlín bajo tierra y de militantes hermanados para siempre. De los hijos que se hacían anarquistas o capitalistas para combatir a sus padres, sólo para combatir a sus padres, y que  por eso mismo volverían al regazo. El secretario se despidió y los estudiantes lo ovacionaron hasta que el presidente, con un gesto claro, provocado por uno sutil del secretario, dijo basta.

 

Ahora, en el Berlín capital de la República Federal Alemana, un día del siglo XXI, Erich se sienta debajo de mí, la estatua de Ernst Thälmann, y se pregunta si su hijo habrá comido en casa o no. Le envía un whatsapp para saberlo y como a los diez minutos no le ha contestado le llama y encuentra el móvil apagado. Sus dos ojos y su boca se convierten en tres agujeros perfectos, y se pone aún más nervioso. Se vuelve a sentar debajo de mí, ignorándome, y piensa en la visita de la mañana al Museum für Naturkunde y eso lo lleva a la última vez que fue allí con su hijo. Se imagina el esqueleto del Brachiosaurus brancai como un instrumento que tocara un dios de ocho brazos, como una estantería donde encajar restos de meteorito. Pero también piensa en que, cuando estuvo con su hijo, ambos subieron al último piso, y vieron, confusos, las réplicas de los animales, y su hijo dijo que era siniestro y que ni siquiera estaban muertos. Ni vivos, ni muertos. Erich respondió que muchas cosas son siniestras, pero necesarias. Sobre todo, en política, pensó. Y vio al fondo de la sala una réplica que se había caído, y le pidió a su hijo que llamara al encargado. Su hijo preguntó por qué. Erich señaló la réplica, que parecía de una serpiente, aunque con una especie de gran ojo en uno de sus extremos. A lo mejor era la réplica de una solitaria. El encargado llegó y se puso a arreglar esa serpiente extraña. Erich jamás dirá a nadie que, aun en los mejores momentos de la DDR, comparaba a la república socialista con una solitaria.

 

Erich y su hijo dejaron al encargado y salieron sin hablarse. Caminando, su hijo empezó a quejarse de que necesitaba más ropa, y Erich dijo que se lo dijera a su madre. Su hijo lo miró asombrado y le preguntó, señalándose las zapatillas, si eso tenía que ser así. Repetía: “Mira mis zapatillas, papá”. Erich vio unas zapatillas blancas aparentemente intactas y le preguntó si tenía hambre. Su hijo respondió que sí, pero que iba a comer con sus amigos y añadió que se tendría que destruir Berlín y construir una réplica de New York. Erich le preguntó si también había que convertir a los berlineses en norteamericanos y su hijo respondió que podían seguir aquí, si cambiaban de estilo. Erich le preguntó qué quería decir eso. Su hijo respondió que deberían cambiarse de ropa, por ejemplo. Erich no quiso discutir más. Caminaron por la Karl-Marx-Allee y Erich se embriagó de lo que quedaba de la arquitectura estalinista y relacionó la decadencia de la antigua Stalinallee con su propia edad. Durante unos minutos, su hijo y él, sin hablar, eran como ratones caminando por el esqueleto del Brachiosaurus brancai. Caminaban por lugares donde las paredes desconchadas amortiguan, como pueden, la desaparición de todo lo que pudo ser. Erich contó edificios colmenas, estatuas de trabajadores, casas oscuras, oficinas abandonadas, centros ocupados. Contar, contar y recordar.

 

Yo soy la estatua de Ernst Thälmann y veo cómo Erich se levanta y camina por la Greifswalder Straße. No se gira hacia mí. Me deja atrás, como vosotros. Cruza la calle y entra en el Kaiser’s. Elige entre estantes de comida y piensa que, años atrás, algo le mordió hasta los huesos. Sin roerlos, le marcó. Le dejo en el corazón el recuerdo de una charca verde. En ella no podía nadar, pero hacía pie.   

 

 

 

 

Jesús Pérez Caballero (Gandía, 1981) es escritor y jurista. Ha vivido en Berlín (Alemania) y Covasânt (Rumanía). Acaba de volver de Guadalajara (Jalisco, México), donde repasó unos textos y acabó su tesis doctoral sobre crímenes contra la humanidad y crimen organizado. En FronteraD ha publicado Geopolítica de las conspiraciones. Lectura del Euromaidán ucranianoEl muro de 2017 y las pasiones de Transnistria, un país arbitrario y Pueblos prendados de fantasmas: Cioran en España, yo en Rumanía

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