El director de esta revista nos invitó a los colaboradores cuando estalló la pandemia a enviarle historias de personas fallecidas que hubiéramos conocido. No pude satisfacer tal petición, pero opté a cambio por reanudar mi blog. A mí hasta ahora no me ha golpeado la catástrofe, aunque sospecho estar en la categoría de los asintomáticos, ni tampoco a ninguno de mis familiares directos. Es verdad que hay casos de conocidos o antiguos colegas de trabajo que se encuentran entre los 23.521 de fallecidos a día de hoy en España.
La muerte es un fenómeno que jamás ha entendido mi mente racional. Hay quien piensa al contrario que sin ella no se entendería la vida. La acepto, pero me resulta de una crueldad e injusticia extremas. No le tengo teóricamente miedo, pero sí miedo al dolor que le precede. He frivolizado con ella. Muchas veces creo que ya he vivido suficiente y que la vida me ha tratado bastante mejor que lo que yo a ella. En Aragón hay un dicho que con retranca baturra anuncia a aquel que ya ha cumplido los cincuenta que se ha comido la mitad de la cosecha. Yo sospecho que llevo ya más de dos terceras partes consumidas alegremente en el cuerpo. Cuando fui adolescente y joven pensaba que mi cuerpo y mi mente eran eternos, que si me enteraba de la muerte de un vecino, de un conocido lejano, de una figura pública nacional o extranjera, de un artista o de un deportista era un accidente que no iba conmigo, un error que no se produciría en mí. Si se trataba del padre o de la madre de algún compañero del cole no sabía cómo actuar, lo miraba como un niño extraño del que me alejaba porque mi olfato me aseguraba que olía a cadáver. Y eso le hacía ser distinto a mí y me infundía miedo.
Conforme transcurrió el tiempo descubrí obviamente lo equivocado que estaba cuando empecé a enterarme de gente de mi generación que moría y sobre todo cuando tocaba directamente a un familiar. Recuerdo que la primera ocurrió a principio de los ochenta cuando desde la cabina de un avión me comunicaron regresando de un viaje a China que me pusiera urgentemente a la llegada a Madrid en contacto con mi familia por un asunto grave. Se trataba de un tío mío hermano de mi madre. Luego ya vinieron otras como las de mi padre, un hermano, mi madre y un largo y doloroso etcétera.
La muerte es lo que más nos iguala a humanos y animales. Unas nos afectan más que otras lógicamente, pero todas ellas me impactan, me mueven a apenarme por la víctima en primer lugar y a solidarizarme también con sus seres queridos. Siento, yo que no soy católico creyente, compasión, tristeza e incomprensión especialmente si es la de una persona joven. En ocasiones, como la del momento presente, mis sentimientos son de rabia e injusticia por cómo ha sobrevenido. Rabia por la soledad con la que la recibieron tantos ancianos y la impotencia y frustración de sus familiares de no poder despedirse de ellos. Se han convertido los muertos en una simple estadística que debo comparar a diario con el número de contagiados y curados. Y hacer cálculos. En realidad, es como los muertos por accidentes de tráfico. Qué bien que decrezcan.
No necesariamente las muertes de las personas más allegadas son la que nos apenan más. Es obvio que la de mis padres la sentí por ellos y por mí. Me daba cuenta de que me hacía si no más maduro, al menos más mayor, más curtido para afrontar los avatares de la vida. Me igualaba con otros individuos que habían sufrido antes ese trance al tiempo que sabía perfectamente que les tocaría indefectiblemente a quienes aún no lo habían experimentado y anhelaban que eso, de llegar, ocurriera mucho más tarde.
Recuerdo con especial pena la de un compañero periodista muy amigo mío, que falleció en 1982 en un accidente aéreo cuando volvía de Madrid a Nueva York. La consideré como una injusticia máxima pues tenía apenas 35 años y dejaba viuda y un hijo que, por cierto, lleva mi nombre. Más dolorosa fue por proximidad la de una joven catalana con la que tuve una intensa relación en Washington. Había logrado salir de la droga, pero años después, casada con otro periodista, murió en Londres seguramente como consecuencia de ese pasado feo.
Hay dos de estas que ha provocado el maldito virus que me han entristecido bastante. La del escritor chileno Luis Sepúlveda, a quien me hubiese gustado tantísimo conocer, y la de mi colega Josemari Calleja, con quien no tuve un trato directo pero sí compartimos compañeros y amigos comunes.
La otra noche releí ese precioso libro de Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor. El protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, no sabía escribir pero sí leer historias de ese amor, decía, que duele. Son envidiables la sabiduría y el respeto por la naturaleza y los animales que muestra ese anciano de la Amazonía. Tan actuales y tan necesarias hoy en día. No sé si fue después de leer esa novela hace años cuando odié más que nunca la caza mayor y entendí un poco la dignidad de la fauna salvaje. Tuve ocasión de viajar hace cinco años de excursión a Botswana a participar en un safari, por supuesto bastante más modesto y para nada incruento a diferencia de los que realizaba nuestro Emérito. Me impresionó una leona herida que no quería desprenderse de sus crías. Soy de los que cree que los animales tienen también sentimientos y a menudo más nobles que los que tenemos los humanos. Esa leona me lo demostró como también los mastines que tuve durante mi autoexilio extremeño o los elefantes y gorilas que se entristecen con la muerte de uno de su especie y le acompañan en el trance final.
La muerte de Calleja es de una gran crueldad. Amenazado por ETA tuvo que ser el Covid-19 quien ganó lo que no pudo conseguir la banda terrorista. Siento mucho no haber podido conocer más profundamente a Josemari, un individuo de gran calidez humana. De lo que decía y escribía aprendí mucho para tratar de entender el inentendible problema vasco, la barbarie que durante 40 años perpetraron unos fanáticos asesinos para tratar de lograr con las armas una independencia que no podían conquistar con el voto.