Lo que más me sorprende es mi falta de sorpresa, de sentimiento. Desde niño llevo oyendo sus discursos, leyendo las biografías que se escriben sobre él, viajando a su isla una y otra vez para constatar mi pérdida de ideales, de compromiso, de ideología. Desde hace mucho me he preguntado una y otra vez cómo sería su muerte. ¿Qué pasaría? ¿Cambiaría el mundo? ¿Se hundiría Cuba como una colchoneta hinchable, con todos los cubanos dentro?
En 2001, la primera vez que viajé a La Habana, estuve a su lado en un inmenso e insoportable atasco provocado por su comitiva de seguridad. Yo era un joven iluso de pelo largo que llevaba boinas caladas para parecerme al Che. Sólo pensar que estaba cerca del guerrillero barbudo de Sierra Maestra me aceleraba el corazón.
Con trece años años me convertí en un mitómano. Quise ser como Bruce Lee, Michael Corleone y Jim Morrison. Pero sobre todo quise ser como el Che Guevara, un revolucionario melenudo y temerario. Tardé unos cuantos años más, demasiados, en darme cuenta que no valgo para la vida revolucionaria “ni la marxista, ni la leninista, ni la trotskista”, porque no soy valiente –ser temerario no significa ser valiente–, ni altruista, ni perseverante como el Che, ni tengo esa fe ciega y fanática en la causa. En ninguna causa.
En 2004, cuando se resbaló y se estampó contra el suelo sentí ganas de llorar. El gran ícono revolucionario aún conservaba su altura y su corpulencia, pero se estaba convirtiendo irrefrenablemente en un viejo torpe y frágil. En 2006, cuando fue operado y estuvo a punto de morir, sentí que una época tocaba a su fin. No me equivocaba. Poco después reapareció flaco, demacrado y enternecedor en su chándal Adidas, dando saltitos patizambos para demostrarnos que aún estaba en forma.
Nunca más fue Fidel. Desde entonces su vida fue la crónica de una muerte anunciada y prolongada. Tardar en irse fue su última impostura contra el mundo. Quién lo iba a decir hace diez años: sobrevivió a Chávez (su muerte sí que fue una conmoción, una brecha en el continente), sobrevivió al Gabo, a Galeano, a Bowie, a Cohen y a casi todos los grandes de su época, los sesenta, los años del boom, las drogas y el rock and roll.
Su isla cambio de piel la pasada primavera, a ritmo de Obama y Rolling Stones. No importa que llegue Trump o que su hermano Raúl pretenda perpetuar el inmovilismo una década: la inercia del cambio cultural y económico no frenará. La transición está en marcha como una peonza imparable.
Sobre él queda poco que añadir. El mismo Galeano dio la razón a sus enemigos, cuando dijeron que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, “porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces”. Los torpérrimos líderes izquierdistas de mi país pretenden dibujarle sin mácula, y se equivocan (ni siquiera sus votantes se lo perdonarán). La derecha mediática trata de empequeñecerle inútilmente (cualquiera de sus fotografías y sus discursos de joven es un canto a lo épico). Decir que fue el tipo más elocuente, influyente y carismático del planeta (con permiso de Mandela, el Che y Alí) es quedarse corto. Decir que se convirtió en un viejo dictador repetitivo y cansino, artífice de un régimen obtuso y anquilosado es igualmente cierto.
La indolencia que me provoca su muerte es, quizás, la constatación de que ya no soy un joven idealista. Quizás, a mi pesar, también he dejado de ser de izquierdas. Al menos como lo era antes. Con él se va parte del siglo XX, un siglo del que me perdí lo mejor. Con él se va parte del joven que fui. El que nunca volveré a ser.