Cuando el ordenador fallece de golpe, (o desaparece de tu cuarto porque ha debido ser ingresado en un taller técnico apropiado, para que se le reconfigure correctamente), en la casa no sólo hay una ventana menos; el tiempo vuelve a establecerse con sus medidas naturales sobre todos los elementos domésticos, y ya no da igual que sea día o noche, para trabajar en esta pantalla-imprenta.
En medio de la pereza inactiva de este accidente informático, las ventanas sueñan con su baba de nicotina, de los cientos de cigarrillos fumados en este cuarto. Igualmente, comienzan a reclamar su puesto en la casa, su tiempo de atención tras la larga espera, todo aquello que nos entretenía, cuando del ordenador aún no éramos esclavos. No sólo los libros, que tanto nos acompañan y enseñan, sino hasta los viejos vídeos pornográficos nos muestran lo que fijaron los ojos de sus cabezales, emitiendo mensajes de que ellos aún sirven para algo. E incluso los cuadernos en los que nadie ha escrito, comienzan a movernos sus cejas blancas, llamando nuestra atención acerca de que no todo está perdido, que al menos quedan ellos y los rotuladores furiosos para devolvernos a esa insana obsesión por querer fijarlo todo en palabras.
¡Ay, ay, ay! del tiempo que pasa, del tiempo sobre los seres humanos y las cosas que les rodean. Lástima que sea un tema literario tan trillado.
Sin la presencia del teclado y la pantalla, por fin puede uno recuperar la anchura de su mesa, toda para los antebrazos desplegados en plena acción de escritura a mano. Las ventanas del balcón parecen haberse quitado las legañas de un sueño que ha durado más de un año.
¡Cuántas cosas hicimos y qué felices parecíamos (¿éramos?) cuando el ordenador no se había convertido en la brújula de nuestra vida de escritores vocacionales, amenazando con transformarse en el único corazón y memoria de nuestra terrenal existencia.
¿Influirán ellos en que nos muramos antes, para tomar por sí solos todo nuestro protagonismo?