Uno encuentra en Tito Vilanova fogonazos del contemplador de Venecia. El entrenador de Barcelona, porque el entrenador es un contemplador, no tanto de la belleza, aunque también, sino de la fuerza, de la resistencia, de la técnica o de la estrategia. Tito contemplaba desde el césped el combate adolescente entre Jaschu y Tadzio mientras la enfermedad se abría paso en su interior.
Viéndole en las últimas ocasiones sólo le faltaba la manta de espectador sobre las rodillas, recostado en la tumbona, casi maquillado en su demacración (que no demarcación, una pena), como Gustav Von Aschenbach, observando “con una expresión que apenas si era sonrisa y revelaba más bien una curiosidad distante, una afable condescendencia”.
Pero no era esa mirada la del maduro y torturado escritor, que, entre remordimientos, ansía encontrar la inspiración en la vida de los mejores tiempos, sino la del joven y consolado deportista que espera a que la enfermedad, como el aire espeso y el bochorno de los canales, se disipe.
Tito triunfó de la mano de Guardiola, o a su sombra alargada de ciprés para acabar ocupando una silueta que aún guardaba el estertor de la victoria: la inercia como una luz que se iba apagando. El fin de Vilanova metaforiza caprichosamente, siniestramente también, el fin del sueño culé, presa del calor insano, del siroco, el clima opresivo, los vapores y los destellos de una epidemia que se debate entre la embriaguez y el deseo, derivado en tragedia.
Gustav observa a Tadzio jugar en la arena y le diagnostica enfermizo, “probablemente no llegará a viejo”, como Tito, que no tenía el alma agotada sino nada más, y nada menos, que la salud. Al final, el óbito en Barcelona ha sorprendido al contemplador y al contemplado, fundidos ambos en un solo personaje atrapado entre la mocedad y la senectud de una novela corta y crepuscular: “… aquel mismo día, un mundo respetuosamente conmovido recibió la noticia de su muerte”.