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ArpaLa mujer de chocolate

La mujer de chocolate

 

Prólogo. Una novela de crisis obsesivas, por Gheorghe Glodeanu 

Gib Mihăescu es una figura destacada de la literatura rumana en el periodo de entreguerras. Este escritor nació el 23 de abril de 1894 en Drăgăşani y falleció el 19 en octubre de 1935 en Bucarest. Debutó en la revista Luceafărul en febrero de 1919 con el relato breve ‘Primera línea’, inspirado en los sucesos de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como combatiente, al igual que otros escritores rumanos importantes de la época, como Camil Petrescu y Vasile Voiculescu. Desde que debutó, constatamos que el destino literario del escritor está totalmente unido al periodo comprendido entre las dos guerras mundiales. Es esta una época de máximo florecimiento cultural, cuando la novela rumana logra sincronizarse (tanto desde el punto de vista de la calidad como por las fórmulas narrativas utilizadas) con la gran literatura europea. Ello fue posible gracias a unos escritores excepcionales, como Liviu Rebreanu, Camil Petrescu, Mircea Eliade, Hortensia Papadat-Bengescu, Mihail Sebastian, Anton Holban, Max Blecher, Mateiu Caragiale, Gib Mihăescu y otros. Aunque minado por la tuberculosis, enfermedad que acabó con él cuando solo contaba cuarenta y un años, Gib Mihăescu fue un prolífico escritor, dotado de una extraordinaria fuerza creativa. Aprovechando su educación profundamente religiosa (su madre se crio en un monasterio de monjas), el autor se acercó a la revista tradicional Gândirea y figura entre los fundadores de esa conocida publicación. En solo unos pocos años, Mihăescu logró imponerse como uno de los escritores rumanos más destacados de su época. En primer lugar, publicó dos volúmenes de relatos breves, En la Grandiflora (1928) y Visiones (1929). Más tarde, como también ocurrió en el caso de otros escritores, a la prosa breve le siguieron proyectos literarios más amplios, para ser más exactos, la novela. Si bien fueron recibidas con reservas, las novelas son las que otorgan a Gib Mihăescu un merecido puesto en la historia de la literatura rumana. Se trata de obras como El brazo de Andrómeda (1930), La rusa (1933), La mujer de chocolate (1933), Días y noches de un estudiante retrasado (1934) y Donna Alba (1935). El escritor destacó por la calidad de sus investigaciones psicológicas, la apertura a lo fantástico y la forma insólita con que trató una serie de temas como el amor y el drama de la infidelidad conyugal, la guerra que mutila las almas, el fracaso social, el pecado, etcétera. En ocasiones, al igual que ocurre con Hortensia Papadat-Bengescu, el escritor insiste en describir obsesiones y casos patológicos. La obra cumbre de Gib Mihăescu es la novela La rusa. Por desgracia, durante los tiempos del totalitarismo, el libro estuvo prohibido casi medio siglo. Es la novela de una espera larga y vana, de un ideal nunca alcanzado, tema que puede compararse con El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati. Incluso el bovariano teniente Ragaiac tiene una serie de rasgos que anticipan a los personajes del escritor italiano. 

La novela corta La mujer de chocolate se cuenta entre las creaciones más representativas de Gib Mihăescu. Inicialmente, la narración se publicó en las páginas de la revista Gândirea en 1925. Más tarde, el hilo épico de la novela se amplió con una serie de episodios nuevos y dio origen a la novela homónima, que vio la luz en 1933. El relato no apuesta por lo épico, sino por la investigación psicológica, pone de relieve las obsesiones vividas por un enamorado al que corroen los celos. No es casual que numerosas peripecias tengan carácter teatral, pues los acontecimientos suceden a lo largo del año 1924. Aunque el contenido épico del libro sea bastante escaso, Gib Mihăescu utiliza en su relato una serie de elementos sensacionales que consiguen mantener despierto el interés de los lectores. Al principio de la novela aparecen los principales protagonistas de los acontecimientos. Se trata del triángulo erótico formado por Lucian Negrişor, Eleonora y Modreanu. Los sucesos se narran desde la perspectiva de Negrişor, un conquistador frustrado, un donjuán fracasado. Auténtico antihéroe, un hombre sin cualidades al que nada le sale bien, está atormentado por los celos y tiembla ante la idea de que Modreanu le robe a su amada. Negrişor está enamorado sin esperanzas de la señorita Eleonora, encarnación de la mujer ideal. Paradójicamente, una cosa poco corriente contribuye a producir esos sentimientos: el color achocolatado de la piel de la muchacha, al que se le asocia también un sabor tentador. Ella es la mujer de chocolate que se menciona en el título. No es casual que su ídolo femenino también sea motejado como Cleopatra. El chocolate es la encarnación de la tentación, la promesa suprema. En consecuencia, Negrişor mira a su amada con avidez, tal como mira un niño un pastel. Es una “dulce fantasía de confitería”, pero una fantasía con alma. La falta de personalidad del personaje ya la sugiere su propio apellido, un diminutivo de la palabra negro, uno de los colores de la muerte. Por otra parte, el eros y el thanatos coexisten a lo largo de todo el relato. Al no ser una persona de acción, Lucian Negrişor se enfrenta a la mediocridad cotidiana refugiándose en el mundo de la imaginación. De ahí el giro fantástico que, a veces, recibe la narración. La novela describe detalladamente las convulsiones del hombre enamorado y que se siente amenazado por la presencia de su rival. Ante los fracasos en el plano de lo real, él se refugia en la esfera de lo imaginario. Rememora su existencia, que le parece una larga ristra de fracasos. 

Sintiéndose marginado, el personaje trata de impresionar a su amada haciéndole ver que está dispuesto a morir por ella tirándose por la ventana. Pero no es más que un sacrificio inútil que nadie le pide. 

La mujer de chocolate es la historia de un antihéroe incomprendido en el mundo en el que vive. 

 

La mujer de chocolate 

Ese estremecedor precipicio tenía para Negrişor algo magnético. Siempre que visitaba a la señorita Eleonora, sentía una extraña necesidad de acercarse a la ventana y de suspender la parte superior del cuerpo en el vacío. Entonces, un diablillo se ponía a hacerle cosquillas en las plantas de los pies y eso le hacía dar saltitos con uno o con otro. A veces, se apoyaba solamente sobre un dedo del pie y dejaba caer los brazos a lo largo del muro, como si fuera a tirarse a nadar. 

Tan solo la señorita Eleonora podía apartarlo de la ventana. Lo encontraba con medio cuerpo apoyado en el alféizar y lo metía adentro. Desde hacía un tiempo, le reñía cuando lo veía dirigirse a la ventana y él se contentaba con lanzar una mirada furtiva al vacío que ahora no tenía ya posibilidad de husmear hasta el fondo. Y eso enfadaba a la señorita Eleonora. 

—¡Pero deje en paz esa ventana de una vez, hombre! ¡Se va a romper la crisma contra el suelo! 

Y él sonreía con afectada modestia y la prevenía lleno de seguridad: 

—Yo solamente me caigo al vacío si quiero. 

Y cuando la señorita Eleonora tenía invitados, le decía a Negrişor que se alejase de la ventana, salvo que entre aquellos estuviese Modreanu. 

¡Qué curioso! Modreanu era más bajo, más delgado, incluso estaba encanijado, y no tenía un semblante verdaderamente hermoso como el de Negrişor, con su piel ebúrnea, cabello gris y la sombra verdosa del bigote afeitado debajo de la nariz. Es cierto que Modreanu tenía una cabeza varonil, pero alzada sobre unos hombros y un cuerpo de niño. Tenía la boca grande, arqueada sobre la barbilla como un acento circunflejo, y una lengua larga y afilada como la de un camaleón. A Negrişor le parecía un arco con una flecha. Hablaba con un tono lánguido que solo podía ser falso. 

Cuando alguien no compartía sus opiniones o lo interrumpía, la punta de su larga lengua se abalanzaba como la trompa de un tábano. Negrişor comparaba aquella boca y aquella lengua con muchas cosas reales e irreales. No podía comprender que quienes escuchaban se tronchasen de risa cuando Modreanu la tomaba con uno de ellos, puesto que nadie escapaba de sus puyazos. Pero para Negrişor esas puyas no estaban mojadas con ningún tipo de ingenio. 

Mas a la señorita Eleonora le gustaba mucho escucharlo y entonces se olvidaba por completo de Negrişor, quien se balanceaba con la barriga en el alféizar de la ventana como un jinete de circo que se levanta sobre el lomo de un caballo lanzado a una loca carrera. 

Cierto día, estando en la ventana mientras la señorita Eleonora estaba entretenida con Modreanu, Negrişor descubrió en el fondo rectangular y asfaltado del abismo una sierra mecánica que chirriaba de forma desgarradora. El motor rugía a intervalos regulares por los respiraderos mientras los trabajadores, con las mangas de la camisa subidas por encima de los codos, levantaban unos gruesos maderos, los colocaban en la plataforma y los empujaban hasta el disco dentado, el cual se movía tan rápido que únicamente se veía el círculo que describía. Los maderos se hacían pedazos en un santiamén y, debajo, se acumulaba una montaña de serrín como la harina en un molino. 

Resultaba interesante verlo, pero lo que Negrişor no podía soportar era el chillido mecánico y ensordecedor de la sierra cada vez que un madero se acercaba al círculo fatal. Lo que más lo sacaba de quicio era la indiferencia de los propios maderos, conducidos uno tras otro al suplicio: en lugar del grito justificado de las víctimas, el que chillaba era el mismísimo verdugo. 

Negrişor contemplaba absorto la voracidad de aquel Moloch metálico. Y, tal y como le sucedía siempre que veía algo nuevo e impactante, su imaginación se apresuró a colocarlo fuertemente atado a la tabla de la terrible máquina. Los músculos del rostro se esforzaban inútilmente por gritar, pues una mordaza muy apretada le tapaba la boca; en cambio, al ver su aterrado aspecto, y antes de agarrarlo con sus colmillos, la sierra soltó un chillido estridente y espantoso de alegría. 

Negrişor se estremeció de horror, pero justo entonces el motor comenzó a disminuir el traqueteo y amainó su intensidad. La rueda dio varias vueltas y, mostrando sus largos y afilados dientes como los de un jabalí, se quedó inmóvil y siniestra como un rictus paralizado. 

Liberado de esa alucinación, Negrişor la contemplaba desde lo alto con horripilante atención. Había visto ya antes innumerables veces ese tipo de sierras, pero jamás se le había ocurrido quedarse mirándolas como los papanatas de abajo que se apretujaban entre sí para observar cómo se contraían los bíceps de los operarios cuando levantaban un tronco. 

El tronco pesaba mucho, como si opusiera resistencia. No obstante, redoblando sus esfuerzos y gritos compungidos, los leñadores lo colocaron en el cadalso asiéndolo valientemente para que no escapara a su cruel castigo. El motor comenzó a traquetear de nuevo y la horrible rueda dentada se puso a chillar con alegría salvaje mientras penetraba ferozmente en las entrañas del madero. 

Por primera vez, Negrişor se apartó él solo de la ventana, asustado. Si Modreanu no hubiera estado en casa, ese gesto se habría considerado un acontecimiento importante y se habría recibido con aplausos. Pero pasó casi inadvertido. Negrişor salió a hurtadillas del saloncito de la señorita Eleonora y, como solía hacer cuando estaba triste, se marchó a deambular por calles largas y sinuosas de barrios alejados. 

Un pensamiento implacable lo obsesionaba desde que apareció la sierra. A partir de entonces dejó de ir a la casa de la señorita Eleonora y decidió que no volvería. Y en sus interminables paseos por los arrabales de la ciudad, le gustaba imaginarse a Modreanu atado de pies y manos delante de los dientes de metal. Le atraían mucho sus ojos de niño, ahora casi fuera de las órbitas por el terror, y su lengua de reptil jugueteando como una lagartija en la boca y gritando de un modo espantoso. Negrişor lo contemplaba desde arriba, con el cuerpo como una pértiga en el alféizar, en tanto que la señorita Eleonora le reñía: “¡Quítate de ahí, hombre, que te vas a romper la crisma!”. 

 

Este texto corresponde a la novela del mismo título, La mujer de chocolate, que, con traducción de Joaquín Garrigós, ha publicado la editorial Báltica.

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