La representación del misterio es el destello que captura el arte verdadero. Esta esbelta mujer japonesa, que hubiera vuelto locos a los pintores manieristas con su contorno de ola, fue retratada hace cuatro siglos y medio. La atracción que su figura sigue produciendo, eleva a esta obra por encima del tiempo.
Su kimono de huerto florido bajo la luna llena, compite en belleza con su larguísima cabellera negra. Una cascada de carbón líquido brota y cae de su cabeza. El río de los muertos -el Ganges- nace de la frente del dios Shiva. Así sucede con ella, aunque de su nuca brote el río del deseo.
Decidióse Faba a realizar una copia de esta pintura japonesa, sólo porque al final de uno de sus paseos, en una tarde ventosa de enero, un golpe de aire trajo volando hasta sus pies, a un pliego de papel cebolla inmaculado. El papel era tan pobre, tan frágil y tan viejo, que estuvo tentado, de ni siquiera agacharse a recogerlo. Aunque un ¡click! sonó en su cerebro, como si un hada hubiera golpeado una copa de cristal dentro de su cabeza.
– ¿Y ése formato tan alargado, a qué viene? , -se preguntó extrañado a sí mismo-.
No era capaz de imaginar en qué tipo de documento impreso o escrito, podía utilizarse una hoja de papel con semejante tamaño. Finalmente la recogió del suelo, con una inquietante sospecha rondándole la cabeza.
Al llegar a su estudio, sin quitarse la chaqueta, calculó las proporciones entre el cuadro de la japonesa, y las del pliego alargado de papel cebolla. No le sorprendió nada; ya lo sabía, estaba seguro de ello: eran exactamente las mismas.
Tras un advenimiento de tema y materiales tan portentoso, no le quedó más remedio que abandonar el trabajo en el que andaba, y entregarse por completo a transmitir, (más que reproducir), los caprichos de la bella del cuadro.
En la primera versión que realizó, ella sólo era una llama, una sombra blanca, un fantasma flotante de luz, que mordía un mechón de su larga cabellera. La japonesa dibujada montó en cólera, viéndose vestida tan simplemente. Comenzó a avergonzar al pintor, por no haber sido capaz de percatarse, de que lo insólito de su belleza, radiaba también en la riqueza de su vestimenta. Según ella, una mujer de su clase, vestida con ramas, flores trenzadas, y hasta telas de araña, resultaba mucho más turbadora que una joven campesina desnuda.
Entregose Faba como un esclavo a sus requerimientos, y perdió mucha vista reproduciendo uno a uno, todos los detalles del follaje de aquel jardín en movimiento. Cuanto más trabajaba en su kimono floral, más perfección le exigía aquella tirana del sol naciente. Dibujó y retocó tantas veces aquel lujoso kimono, hasta que el papel terminó quebrándose.
Tuvo que encerrarla en una carpeta de cintas, y esconderla en el fondo de un baúl, para librarse de aquella posesión tan funesta, que había realizado sobre su persona la terrible y hechicera japonesa.
Meses después, descubrió en una enciclopedia japonesa que se trataba de la esposa del pintor. Además el cuadro estaba pintado con el tamaño natural que tuvo el cuerpo de aquella mujer, que mordía sus cabellos como si fueran manzanas.
Y aunque sintió como una coz la llamada de volver a pintarla, (esta vez al óleo, sobre tabla, y con sus dimensiones reales), Faba la rechazó automáticamente, por el pavor que le dio volver a vivir tan absorbente y cruel relación, tiranizado por una mujer muerta hacía más de 400 años.