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¿La Multitud como sujeto constituyente mundial?

En este artículo se pretende apuntar las debilidades del concepto de Multitud, que Hardt y Negri elevan a nuevo sujeto constituyente. Analizaremos, en primer lugar, el alcance teórico-político de un concepto que pretende ser más útil para la práctica que el cosmopolitismo supuestamente abstracto, idealista y burgués de Habermas y que revela una especie de biopolítica que lo abarca todo (1). En segundo lugar, trataremos de mostrar las debilidades de un concepto posmoderno que a duras penas sirve para entender la realidad social, jurídica y política (2). Finalmente, trataremos de apuntar, con Habermas, hacia dónde debe caminar una integración política que se precie, desde conceptos jurídico-políticos sólidos que no prescindan del disenso, tan consustancial a la democracia (3).


1. Una democracia de multitudes

 

Es sabido que Michael Hardt y Antonio Negri son muy críticos con el ideal del consenso: “consenso es un nombre y una idea ligados los de pueblo y representación: consenso es adhesión y alienación, identificación con el representante” (Negri, Hardt, & Zolo 2004, p. 120). Ellos, lejos de aspirar al consenso (ni como ese ideal trascendente que concede al otro al menos la oportunidad de ampliar nuestra perspectiva –descontando en todo caso lo que venga determinado por estructuras sistémicas–) sostienen una propuesta de democracia agonal, a horcajadas entre un realismo maquiavélico y un materialismo spinozista. Y con estos mimbres, acabarán proponiendo algo que entrevera el análisis de Marx con el posmodernismo de Foucault:

 

 

“Siempre hay un momento en el que la decisión de lo fuerte y lo nuevo hace erupción: qué placer ser capaz de terminar con las pequeñas ficciones de lo moderno, con los Rawls y los Habermas. Qué entusiasmo reconocer con Maquiavelo (¡y todos los demás!) que la lucha de clases, mutatis mutandis, gobierna por sobre el pensamiento” (Hardt & Negri 2007, p. 41).

 

Desde sus premisas, la democracia cosmopolita sería pura ideología que distorsiona la realidad conflictiva de la política y que oculta, bajo un manto universalista, la explotación de la clase obrera. Como siempre sucede con este tipo de corrientes posmodernas, la preponderancia de la crítica negativa desencadenará la enmienda a la totalidad de toda institución, por su incapacidad de representar lo universal (Bonnie Honig 2006, pp. 116 y 162-263). Puesto que lo universal es lo encarnado por la institución más lo-que-ésta-todavía-no-encarna-pero-Dios-sabe-que-algún-día-lo-encarnará, mejor nos mesamos las barbas y caminamos desnudos… o esperamos sentados… o damos una patada en la puerta para que vaya corriendo el aire.

 

En esta línea, aunque también ellos aboguen por una fraternidad universal contra el nacionalismo (Hardt & Negri 2002, p. 61), criticarán al cosmopolitismo burgués por servir de coartada al poder imperial que hoy está rigiendo el mundo. (Contra el nacionalismo sí; pero sin prisas, que el enemigo es otro). Esta es la tesis de su libro Imperio, nombre con el que califican al Sistema Mundo y que nada tiene ver con ninguna suerte de incipiente cosmopolitismo que algunos pretenderían vislumbrar.

 

Del mismo modo que Marx analiza cómo el desarrollo de las fuerzas productivas dibujan nuevas estructuras socioeconómicas, para Hardt y Negri la internacionalización de la economía (globalización) va menguando la centralidad de los Estados, arrumbando el paradigma westphaliano (el sistema de Estados soberanos debidamente reconocidos en sus fronteras por la comunidad internacional), e incluso el sostén del imperialismo estadounidense (Negri 2004, p. 30), y va haciendo aparecer un nuevo poder soberano mundial (Imperio), que todo lo abarca: una mezcla de poder económico, político, social, cultural y militar. Un conjunto de Estados con distinta influencia, diversas organizaciones internacionales y grandes empresas privadas que la lex mercatoria ha erigido en sujetos jurídicos de primer orden, constituyen, juntos, las estructuras de un nuevo poder mundial, para el que ya no existe un fuera (como existía en el análisis clásico del derecho internacional), que se escaparía incluso a la soberanía estadounidense, y que de algún modo controla (o lucha por controlar) un mercado que en ningún caso funciona solo. El nuevo paradigma explicaría la existencia de inmensas fortunas en África y del naciente tercer mundo en el centro de las metrópolis occidentales. En sus ensayos, Saskia Sassen (2007; 2015), por poner un ejemplo ideológicamente cercano, trata de reconstruir una sociología de la globalización con categorías aprehensibles, en torno a “ciudades globales” a favor de las cuales van perdiendo soberanía material los Estados (que, pese a ser atravesados por nuevas desigualdades a causa de sucesivas desregulaciones perversamente adaptativas a mercados y regulaciones internacionales, no dejan de ser la fuente más determinante de riqueza o pobreza de unos ciudadanos y otros). Sin embargo, para Hardt y Negri, todo esto se subsume bajo un mismo magma. 

 

Se describe de este modo un inmenso poder, informe, compuesto por distintos actores que luchan por ganar posiciones. Esta es la clave en que habríamos de analizar las nuevas guerras, que pasan a ser “internas” (guerra civiles imperiales) en tanto la globalización deja inexistente un “fuera”; en tanto el capitalismo engendra una biopolítica que lo impregna todo, se hace más fácil comprender cómo es posible que los atentados del 11-S fueran perpetrados por “los mismos líderes de ejércitos mercenarios que fueron contratados para defender los intereses petroleros en el Medio Este” (Negri et al. 2004, p. 30). Se trata en definitiva, de ir abandonando el paradigma de la filosofía política moderna e ir colocando en el centro de las investigaciones futuras al nuevo sujeto político que se está creando y que aún es difícil de definir: “llamamos Imperio al no-lugar en el que se concentra la soberanía que garantiza el desarrollo capitalista sobre la escena global” (p. 45). “Imperio es un nuevo umbral teórico” (p. 22).

 

Claro que no es difícil ver que estamos, en realidad, donde siempre… pero barnizando ahora la cosa de esa pátina adánica que trae siempre malos augurios.

 

Ante el avance imparable del fenómeno que describen, en lugar de depositar sus esperanzas en un cosmopolitismo que asocian a una desviación idealista del internacionalismo, ambos autores, a pesar de su explícito rechazo de una dialéctica histórica o de cualquier tipo de teleología, se centran en desvelar, como una especie de “astucia de la razón”, las posibilidades que brinda el engendro político recientemente parido por el capitalismo, en lo que parecen entender como su etapa superior; ése que denominan Imperio y que sobrevive a base de guerras, más o menos encubiertas y cada vez más equiparables a guerras civiles (y que en este sentido eliminaría de raíz cualquier posibilidad de hablar de guerra justa).

 

Hardt y Negri atisban, a partir de ese engendro, la aparición de unas estructuras sociales que constituirían un correlato del Imperio: la Multitud. Este es un concepto que refiere al conjunto de la humanidad en tanto nadie queda fuera de una explotación que todo lo convierte en apropiación privada de lo común: “la Multitud es la carne verdadera de la producción posmoderna” (Hardt & Negri 2004, p. 129). Con tal concepto no se están refiriendo ni a la reduccionista unicidad del “pueblo” soberano, ni a las masas indiferenciadas y pasivas, ni a la clase obrera; se refieren a un nuevo sujeto político que se identifica ontológicamente como una clase global, caracterizada por su explotación laboral (de la que han tomado conciencia gracias a las revoluciones de los siglos XIX y XX), pero también por su actividad y por su ser “plural y múltiple” (127) que, no obstante, le permite actuar en común.

 

Negri, que sitúa el nacimiento de este floreciente sujeto político en la cumbre de Seattle, asegura –y aquí está la astucia de la razón‒ que constituye el sustento del Imperio pero que a la vez lo desborda (p. 27). ¿Por qué? Porque hoy el Imperio reclama cada vez más trabajo inmaterial. Esto significa que aumentarán los trabajadores especializados que usan el cerebro para aportar valor, sin depender ya de instrumentos que deba brindarle el capital (Negri et al, 2004 pp. 73-92); y, por ello, los trabajadores podrán organizarse de forma autónoma. Las nuevas fuerzas productivas determinarían las nuevas relaciones de producción. ¿Qué implicaciones tiene esto? Que el Imperio vive de la Multitud pero ésta, en una fase posmoderna, puede no vivir ya del Imperio si consigue funcionar de forma autónoma, si se despoja de un fuera que hasta ahora ha obligado a los trabajadores a abdicar de su libertad en defensa de su propiedad (Negri et al, 2004, pp. 113-130)[i]; eso sí, siempre y cuando se haya confeccionado un programa político con el que puedan identificarse (Hardt & Negri 2004, p. 249). De algún modo, Hardt y Negri confían en que el propio capitalismo engendre la posibilidad misma de confeccionar el nuevo proyecto político verdaderamente democrático (Hardt & Negri 2004, p. 401) que acabe con el capitalismo mismo y con su Imperio.

 

Puesto que el Estado-nación habría dejado de ser el paradigma dominante a favor del Imperio, que es global, lo que cabría esperar ahora sería el advenimiento de un proyecto político global anticapitalista, es decir, comunista o genuinamente democrático, que surgiría de la propia Multitud. A diferencia de otros autores que también sostienen teorías agonales de la democracia, como Rancière[ii], ellos no creen que las demandas de subjetivación tengan que quedar vinculadas a la existencia previa de un demos soberano;

 

 

El límite de la soberanía está en la relación misma entre quien manda y quien obedece. El poder de la multitud consiste no tanto en la posibilidad de destruir esta relación, cuanto de vaciarla, abandonarla o minimizarla por medio de una negación radical. La multitud es la negación de la relación. La multitud es la que produce y reproduce el mundo, y, precisamente por esta razón, constituye el límite de la relación soberana” (Negri et al. 2004, p. 124).

 

Tan elásticamente llegan a entender el concepto de soberanía y de poder constituyente que las luchas surgidas de la Multitud en aras de nuevas subjetivaciones podrían acabar constituyendo una nueva soberanía mundial.

 

 

Entre multitud y poder constituyente existe, pues, un parentesco totalmente inseparable. (…) En la historia moderna el poder constituyente es un momento de invención de la historia por-venir. (…) El concepto de multitud da, en cambio, al poder constituyente una dimensión totalmente distinta y modifica, por así decirlo, su tiempo y su espacio” (Negri et al. 2004, p. 127).

 

La Multitud se erigiría, en consecuencia, en poder constituyente, político y ontológico (constitutivo de su ser), de seres autónomos e indeterminados que disponen de medios de comunicación masivos (Hardt & Negri 2004, p. 153) y que se organizarán, siguiendo la terminología de Manuel Castells, como “sociedad en red”.

 


2. Las deficiencias de la democracia de Multitudes de Hardt y Negri

 

Las deficiencias de la propuesta de Hardt y Negri son notorias en cuanto se analiza la escasez o falta de firmeza de los asideros de su propuesta[iii].

 

En primer lugar, y como bien les reprocha Zolo, cabe apuntar que si todo es imperial, nada es imperial (Negri et al. 2004, p. 26). En otras palabras, las ambigüedades de su propuesta serían principalmente consecuencia de tener al Imperio como un momento necesario en el camino hacia el comunismo global y de haber eliminado a los enemigos visibles, subsumiéndolos en esa miscelánea que constituye la Multitud, un no-lugar del que no se puede excluir a nadie y que, a todas luces, resulta muy difícil de identificar. Imperio y Multitud constituyen no-lugares que lo abarcan todo; por eso, aunque forman un par de opuestos ambos a la vez se confunden. La pregunta que se impone será, por consiguiente: ¿contra quién hemos de dirigir la crítica y la resistencia antiimperialista, si los Estados y sus fuerzas políticas no son los objetivos a los que hay que apuntar? Aquí fue donde alguno debió pensar en la casta

 

En segundo lugar, no solamente son incapaces de pasar de una crítica negativa (que, por más que azote nuestras conciencias, no aporta instrumentos a partir de los cuales construir algo sólido) sino que el propio Rancière afirma, acerca de la emancipación de la Multitud, que “comprender lo que democracia significa es renunciar a esta fe” (Rancière 2006, p. 137). Se refiere a que no es posible prescindir de una doble pertenencia: a una comunidad mundial más o menos ideal (a esa policía mundial sin política mundial a la que pertenece una Multitud que, para Rancière, sólo estaría unida en su sentimiento de igualdad) pero también al demos del que uno es ciudadano y ante el cual presenta su subjetivación de radical igualdad. En otras palabras, sin un Estado que ostente el monopolio de la violencia legítima circunscrito a un territorio y disponible sobre una ciudadanía concreta, los derechos dejan de ser ejecutables y cualquier pretensión de igualdad o reivindicación de derechos (que siempre son relacionales) pasará a ser papel mojado. Volveríamos a la ley del más fuerte.

 

En tercer lugar, la debilidad conceptual de su “poder constituyente” será lo que les permita, abandonando su propia adhesión al posmodernismo e incurriendo en contradicciones consigo mismos, adentrarse en un momento propositivo que, como sucede siempre que las premisas son débiles, no aporta gran cosa. Al parecer nos debería bastar con saber que esa Multitud (compuesta de individuos con sus singularidades que no componen ni comunidad homogénea ni sociedad de individuos posesivos, carente de líderes y guiada por un (pre)supuesto interés común) será la encargada de abanderar la contrainsurgencia. Pues bien, esto ya implica presuponer a las singularidades que componen la Multitud no sólo autonomía sino intereses compartidos y capacidad de acción conjunta en dirección a ese espurio interés común, indefinido y voluntarista: “el telos de lo común es algo construido y constituido cada vez: es el carácter intempestivo de un imaginario que se va constituyendo de manera precaria, pero no por ello menos efectiva” (Negri et al. 2004, p. 126). En definitiva, tras situarse en las fronteras del posmodernismo, Negri da un giro no explicitado ni fundamentado, y critica de repente a los posmodernos que se centran en la incertidumbre del conjunto de los sujetos, “antes que considerar lo común como el signo de una nueva capacidad constituyente” (p. 126). Así puede ahora afirmar que en su propuesta es posible la vuelta a la gran narración porque “lo posmoderno se toma en positivo y se reconquista la subjetividad de la multitud”.

 

Tiene gracia que comiencen repudiando el consenso cuando lo cierto es que su proyecto democrático no deja de ser un ideal al que una Multitud informe debemos tender para romper las cadenas que nos atan a ese Imperio que vive de nuestra “carne” y del trabajo de la Humanidad.

 

En cuarto lugar, y en completa relación con el punto anterior, no es solamente que los autores acaben introduciendo el ideal del consenso por la puerta de atrás, sino que lo hacen sin fundamentar cómo es posible tender hacia el acuerdo, sin exponer cuáles son los elementos para luchar por esa democracia ni cómo se han de articular las luchas; sin dar cuenta del entramado institucional que permita legitimar el poder político en cada ámbito; y confiando, para colmo, en un fondo teleológico según el cual la Multitud hará aparecer el comunismo desde el propio Imperio.

 

Como consecuencia de estas y otras vaguedades ambos autores se han granjeado incluso la crítica de ser, en realidad y por la puerta de atrás, defensores del imperio capitalista (Rush 2003, p. 296). Y es que, como Habermas critica a la hermenéutica de la sospecha, toda crítica autocomplaciente que se pretenda definitiva y autoevidente es susceptible de aliarse voluntaria o involuntariamente con el poder. En este caso me parece apropiada una crítica lanzada por Danilo Zolo contra el intento de reelaboración de la crítica marxista que llevan a cabo Negri y Hardt (Negri et al. 2004, pp. 23 y ss). Zolo se previene, en primer lugar, contra la filosofía dialéctica de la historia y sus “leyes científicas” de desarrollo. Aunque Hardt y Negri no caigan en esto, sí confían en una suerte de astucia de la razón que parece descansar en un voluntarismo (o una ingenuidad) gaseoso. En segundo lugar, Zolo rechaza la teoría del valor del trabajo como base crítica del modo capitalista de producción y como premisa de la revolución comunista. Y, en tercer lugar, y lo que más nos importa ahora, rechaza la teoría del agotamiento del Estado y el correspondiente rechazo del Estado de Derecho y de la doctrina de los derechos individuales.

 

Decidir cambiar el paradigma de la soberanía estatal no sólo es renunciar a la existencia de los Estados sino también a todo el legado de la modernidad, incluido el Estado de Derecho, y a los instrumentos inherentes que hoy aún facilitan la posibilidad de crítica: un entramado institucional que, tras localizar y apuntalar el punto de equilibrio entre clases, aprovechando sus respectivas aversiones al riesgo (Przeworski 2003), debe hacer aflorar un punto de vista imparcial (un procedimiento que todos puedan tener por justo) para canalizar los conflictos. Desde luego, parece bastante precipitado en ese contexto enterrar a autores como Rawls y Habermas a cambio de puras especulaciones con grandes déficits de fundamentación: así pues, ante los aprietos frente a los que le pone Zolo en una entrevista, Negri acabará confesando que “estamos sólo al comienzo de una ‘guerra de los treinta años’; no menos le costó al Estado moderno formalizar su nacimiento” (Negri et al. 2004, p. 27); y, más adelante, que “a menudo siento que, cansados, proponemos para confrontar percepciones e ideas fijas antes que líneas argumentales” (p. 62). Resulta curioso, por cierto, que esta cita, que a todas luces destapa las vergüenzas posmodernas sobre las que asienta su propuesta, consta en la traducción de Eduardo Sadier pero desaparece sorprendentemente de la traducción de Rosa Rius y Pere Salvat en la edición de Paidós.

 

Parece que el posmodernismo siempre acaba echando, precipitadamente, al niño junto al agua sucia del baño: el paradigma que a Hardt y Negri no les sirve, a Zolo le resulta todavía útil para señalar con el dedo a Estados Unidos, como el centro estratégico global (donde confluyen los poderes cognoscitivos, comunicativos, económicos, políticos y militares) de una maquinaría hegemónica (o imperial, si así lo prefieren) (Negri et al. 2004, pp. 28-30).

 

No obstante, aunque la alternativa de Hadt y Negri no parezca atinada, pone el dedo en la llaga sobre algo fundamental: la paz cosmopolita no se conseguirá sin algún tipo de soberanía mundial (transnacional) que obligue al concierto de poderes ejecutivos a satisfacer unas condiciones socioeconómicas que de verdad contribuyan a reducir los miedos de la gente.

 

 

3. Apuntes para un cosmopolitismo como unidad desde la multiplicidad de las voces

 

En primer lugar, al enfoque agonal de la democracia hay que reconocerle que la pervivencia del conflicto o disenso es la mejor solución para preservarse de opresivos poderes fácticos y sus marcos ideológicos. Sin embargo, conviene dejar claro que sólo la perspectiva del entendimiento (es decir, la esperanza contrafáctica del consenso) permite fundar una correcta institucionalización de la deliberación o de la negociación.

 

 

“Intersubjetividad no menoscabada es el anticipo o promesa de relaciones simétricas de libre reconocimiento recíproco. Pero esta idea no se la debe estirar convirtiéndola en la totalidad de una forma de vida reconciliada y lanzarla como utopía hacia el futuro; pues no contiene más, pero tampoco menos, que la caracterización formal de las condiciones necesarias para formas no anticipables de vida no errada” (Habermas, 1990, 186 y s.).

 

Sólo gracias a tal contrafáctico creeremos posible alcanzar decisiones justas y, por tanto, adherirnos al menos al procedimiento que mejor pueda arrojar tal tipo de decisiones. La democracia.

 

En segundo lugar, cualquier planteamiento serio de integración política mundial deberá advertir dos cosas que Hardt y Negri repudian: en primer lugar, que no se puede hacer política al margen de entes que atesoren monopolios de violencia legitimada (y, por tanto, que cualquier construcción política mundial debe pensar el problema del poder que hoy a duras penas queda regulado por el Derecho internacional: una ciudadanía mundial no puede pender de un Estado mundial, que atesoraría un poder de violencia excesivamente peligroso, como advirtió ya Kant); y, consecuentemente, se advertirá también que la integración política mundial no se puede pensar al margen de un constitucionalismo mundial, que canalice y comunique variopintos poderes políticos aflorados desde distintas esferas públicas, y que legitime con ellos el ejercicio de la violencia cuyo monopolio descansa en los Estados.

 

Se deriva de ambos puntos la necesidad de pensar una constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional: el Derecho internacional debería ir dejando de obedecer exclusivamente a la correlación de fuerzas de los Estados para ser refrendado democráticamente también por una ciudadanía mundial; así podría ir tomando forma, tras una accountability transnacionalizada, un ordenamiento jurídico-político mundial, capaz de imponerse por igual a los Estados y de proteger, mediante derechos humanos ejecutables, los intereses de los ciudadanos del mundo. Éstos vendrían paulatinamente a ser los nuevos sujetos políticos del orden mundial en detrimento de los Estados (Habermas 2008; 2012). Y se deriva también que cualquier intento serio de constitucionalización en ese sentido deberá ser capaz de diseñar mecanismos que posibiliten si ya no una vacua “ilusión de la armonía” sí al menos una “unidad conflictiva” (de la Rasilla del Moral, Ignacio, 2010, p. 110).

 

En este sentido, la perspectiva del constitucionalismo cosmopolita democrático presenta, además de una propuesta (normativa), una alternativa clara para denunciar la enorme brecha de legitimación que pesa sobre la todavía políticamente incontrolable (un-accountable) legalidad internacional. Resulta interesante en este punto la teoría discursiva de Habermas, que, a pesar de sus críticos, puede perfectamente entenderse como “unidad conflictiva” y no armónica. Al fin y al cabo, la dimensión epistémica de la democracia no es más que un punto de fuga de un constructo social que siempre será deficitario, pero que todavía sirve para legitimar procedimentalmente todo el sistema (Habermas 2009). Lo contrario sólo puede ser la postura cínica de quien cree que un golpe en el tablero logrará solucionar algo; sólo algo menos cínica de la de quienes esperan sentados a la solución.

 

Tras la necesidad de filtrar moralmente (bajo un esquema institucional de reciprocidad, transparencia, publicidad, accountability, etcétera) la negociación en que consiste la política (Habermas 2005, p. 236), nadie oculta el papel democrático de las luchas por el reconocimiento, de la objeción de conciencia o de la desobediencia civil.

 

 

“Para romper las cadenas de una falsa generalidad… se han requerido incesantemente, y siguen requiriéndose hasta hoy, movimientos sociales y luchas políticas que nos permitan aprender –a partir de las dolorosas experiencias y los irreparables sufrimientos de los humillados y ofendidos, de los maltratados y asesinados‒ que nadie puede ser excluido en nombre del universalismo moral, ni las clases menos privilegiadas, ni las naciones expoliadas, ni las mujeres domesticadas, ni las minorías segregadas…” (Habermas, en Gimbernat 1997, p. 84).

 

Pero incluso todas estas luchas deberán esconder siempre una pretensión de validez. Una tendencia al interés general que, por tanto, pretenda ser compartida o entendida por el resto de la comunidad política: “tiene que haber un panfleto; tiene que haber alguien capaz de expresar aquello con lo que uno se identifica” (Habermas 1988, p. 169). Lo que no sucede, por ejemplo, con un nacionalismo per se excluyente (nadie espera que los excluidos apoyen las reivindicaciones de los excluyentes), sí sucede con otras reivindicaciones que se pretenden justas y que, por eso, interpelan a toda la comunidad.

 

Se entiende así el papel fundamental de la opinión pública: una amalgama de argumentos que avalan posturas contrapuestas sobre un mismo tema, cuya legitimidad no radica en dar con soluciones correctas, sino en formar argumentos razonables y entendibles por la otra parte que se atengan al marco de principios universalmente compartidos[iv]. Gracias al principio de publicidad, es decir, “veritas non auctoritas facit legem” (Habermas 2002, p. 90), los descarnados juegos del poder fáctico deberán echar mano siquiera en algún grado de esa opinión pública (donde las argumentaciones toman lugar y los puntos de vista pueden de verdad cambiar, trascendiéndose así tanto el comportamiento maximizador egoísta –teoría de la elección racional‒ como la conducta meramente guiada por normas ‒institucionalismo sociológico‒) para justificar sus outputs[v]. Sólo si hay luz y taquígrafos los tratados internacionales serían algo más justos, pues las negociaciones descarnadas a las que muchos realistas pretenden reducir los acuerdos internacionales deberían revestirse de argumentos para ganar legitimidad (Thomas Risse habla de una estructura triádica de la argumentación que, a diferencia de la negociación ‒reducida a los intereses de las dos partes en liza‒, apela siempre a un criterio legitimador externo, relacionado con esa trascendencia desde la inmanencia de la que da cuenta la acción comunicativa) (Risse, 2004). La idea, básicamente, es que, a largo plazo, los intereses desnudos que se van plasmando en el Derecho puedan ir fundiéndose, si éste ha de seguir estabilizando expectativas, con los imperativos universalistas surgidos desde la sociedad civil. Esto tiene un alcance limitado, pero no carece de consecuencias prácticas.

 

Al buscar legitimación por medio de la argumentación, Risse asegura que se producirán empíricamente tres tipos de resultados beneficiosos. En primer lugar, durante el acuerdo de normas e instituciones internacionales se producirán varios momentos (durante el establecimiento de la agenda y el enmarque ‒framing‒ del problema; o en momentos de crisis, cuando falla la nuda negociación) en los que sólo la argumentación, el intercambio de perspectivas, el restablecimiento del marco, etcétera, ayuden a recuperar la comunicación.

 

En segundo lugar, una defensa estratégica de los tratados que pretenden preservar los derechos humanos, obligará a los gobernantes a una retórica cínica no exenta de consecuencia positivas en la socialización y concienciación de los ciudadanos y, por ende, en la reducción de la enorme distancia que todavía media entre lo que se dice (se acepta o se firma) y lo que se hace. Una vez que se demuestra la violación de los derechos, los gobernantes se ven atrapados ante su propio pueblo, deslegitimados ante toda la opinión pública internacional, y obligados a argumentar cada vez más en serio. Lo cual les haría ganar conciencia de cara a garantizar los derechos humanos cada vez más por convicción y menos por miedo a la sanción internacional.

 

En tercer lugar, las discusiones y argumentaciones generarían un incremento de la legitimidad y la rendición de cuentas de la gobernanza mundial. Aunque sea cierto que las deliberaciones a puerta cerrada suelen ser más rápidas y fructíferas, lo cierto es que no dejarán de representar acuerdos negociados entre representantes diplomáticos con mandatos e intereses muy concretos. Es posible, no obstante, descubrir bondades de la “puerta cerrada” si se producen de verdad argumentaciones que puedan hacer cambiar de opinión al diplomático de turno y, por tanto, generar una nueva argumentación en sentido inverso, entre el diplomático y su mandatario. De lo contrario, la pérdida de legitimidad y transparencia carecería de sentido, pues las ganancias en eficiencia no se verían compensadas.

 

Además de mediar entre el derecho vigente y el derecho legítimo (sin plantear una enmienda a la totalidad de las instituciones por no representar un inaprehensible universal) o incluso entre la ética de la responsabilidad y la de la convicción, la argumentación pública (que sólo posible gracias a las esferas públicas que apuntalan y garantizan los Estados) redoblará el feedback entre diversas opiniones públicas que, al transnacionalizarse, pueden forzar la rendición de cuentas de múltiples gobiernos. La dimisión del primer ministro islandés tras la revelación de los Papeles de Panamá por parte del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación podría dar buena cuenta de esto. Que una tal propuesta cosmopolita, opuesta a la espuria Multitud, tenga pies de barro, en suma, no es consecuencia de su idealismo (como le achacan los idealistas disfrazados) sino precisamente de su carácter netamente político: son los ciudadanos quienes tienen la última palabra frente al poder político de sus respectivos gobiernos. Éste permanece todavía en manos de los Estados que, a buen seguro, querrán atrincherarse en él en lugar de avanzar hacia una mayor y más democrática integración política mundial. Y ese factor, junto a la necesaria estructura jurídica o los imperativos mercantiles, no deben ser sustraídos de la ecuación. Perder de vista esta realidad, para cobijar anhelos de emancipación por vía de una Multitud a la que le llegará su hora, no sólo se antoja poco realista sino bastante conservador. Porque emborrona más que otra cosa. Como tantos análisis vacíos que la izquierda académica va vomitando sobre el tapete.

 

 

 

 

Bibliografía:

 

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Gelado Marcos, Roberto (2009): La multitud según hardt y negri: ¿ilusión o realidad? Facultad De Derecho y Ciencias Politicas De Medellín (Colombia), 39 (110), 15-31.

 

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Przeworski, Adam: (2003). «Why do political parties obey Rule of Law». Democracy and the rule of Law. Cambridge: Cambridge University Press

 

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Rancière, Jacques (2006): El odio a la democracia. Buenos Aires, Amorrortu.

 

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Sassen, Saskia (2007): Una sociología de la globalización. Buenos Aires: Katz

 

Sassen, Saskia (2015): Expulsiones. Buenos Aires: Katz

 


[i] En otro sitio, Hardt y Negri dirán: “en realidad, nosotros (la multitud) somos los amos del mundo”, (Hardt & Negri, 2002, p. 351). Si la Multitud prácticamente puede entenderse como sinónimo de población (p. 176 o  p. 185) y si no se puede excluir a nadie (p. 185), no queda claro por qué aportan una diferencia cualitativa los trabajadores inmateriales; ¿qué ocurre con el resto de trabajadores? ¿Qué función tienen los parados?

 

[ii]  “Así pues, el proceso democrático debe poner constantemente en juego lo universal bajo una forma polémica. El proceso democrático consiste en esa puesta en juego perpetua, en esa invención de formas de subjetivación y de casos de verificación que contrarían la perpetua privatización de la vida pública. En ese sentido, la democracia pone cabalmente en evidencia la impureza de la política, al recusar la pretensión de los gobiernos de encarnar un principio uno de la vida pública y de circunscribir, por consiguiente, la comprensión y la extensión de dicha vida pública” (Rancière, 2006, p. 81).

 

[iii] Para algunas críticas: (Gelado Marcos 2009, pp. 26-29)

 

[iv] “La esfera o espacio de la opinión pública no puede entenderse como institución y, ciertamente, tampoco como organización; no es un entramado de normas con diferenciación de competencias y de roles, con regulación de las condiciones de pertenencia, etc.; tampoco representa un sistema; permite, ciertamente, trazados internos de límites, pero se caracteriza por horizontes abiertos, porosos y desplazables hacia el exterior. El espacio de la opinión pública, como mejor puede describirse es como una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos” (Habermas 2005, p. 440).

 

[v] “Donde prevalece la racionalidad argumentative los actores no buscan maximizar o satisfacer sus intereses o preferencias prefijados sino poner en cuestión y justificar las pretensiones de validez que le son inherentes y están preparados para cambiar sus visiones sobre el mundo o incluso sus intereses a la luz del mejor argumento” (Risse 2000, p. 7). Esto es lo que trata de demostrar empíricamente Risse en relación con las relaciones internacionales.

 

 

 

 

 

 

Mikel Arteta (1985) es licenciado en Derecho y en Ciencias políticas y de la Administración. Es doctor en Filosofía moral y política por la Universidad de Valencia, con una tesis sobre el concepto de “constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional” en la obra de J. Habermas. Actualmente trabaja como asistente técnico europarlamentario. Ha publicado varias colaboraciones en prensa, además de en revistas como Claves de Razón Práctica o Grandplace. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Algo huele a podrido en España. Tres proyectos rupturistas: el separatismo vasco, el soberanismo catalán y el desbordamiento podemitaContra el (pluri)nacionalismo de etiqueta, y la sobrevalorada virtud de la deliberación, y escribe asiduamente en su blog Escritos esquinados.

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