Una noche de hace muchos años, cuando en lugar de iPods había walkmans, escuchaba yo en una emisora de radio una ópera barroca de una belleza indescriptible. Recuerdo que estaba ya acostado y a oscuras, todo arrebujado en el edredón, mientras me sonaban por los auriculares las voces de los cantantes como en un maravilloso arrullo. No era una música callada, porque de vez en cuando reconocía alguna palabra suelta en los recitativos, pero por la mayor parte las voces de la soprano, del tenor y del bajo no significaban, en medio de la oscuridad, más que un melodioso deleite que me arrullaba el sueño, sin terminar de otorgármelo.
No sé por cuánto tiempo estaría así, en ese duermevela musical, pero sé que al final me dormí sin saber de qué ópera se trataba ni cuál era su compositor, aunque supuse, con acierto, que no podía ser otro que Handel, por el estilo y, sobre todo, por alguna frase en inglés que había conseguido desentrañar, como una que cantaba el bajo y que decía algo así como “sweeter than the berry”.
Verlaine hizo famoso aquello de que la música está por encima –o por delante- de todo lo demás y que todo lo demás no es más que literatura, pero para mí, especialmente durante la vigilia, no hay nada que no remita de algún modo a un libro, incluida la ópera que había escuchado yo aquella noche, de manera que a la mañana siguiente me fui a la biblioteca y me dispuse a identificar el origen de ese verso truncado y, por ahí, tratar de dar con el título de la ópera.
Quien no ha conocido más que el Internet no puede ni sospechar la extrema dificultad de una empresa como aquella. Desde luego está por demás aclarar que ni aquella mañana ni en venideras conseguí dar con el dato que buscaba.
Pasó el tiempo. Escuché otras óperas, otras músicas. Mi colección barroca fue en aumento. Aprendí a degustar -si no a distinguir- oratorios, operas y mascaradas, hasta que un buen día, hará de esto unos tres años, conduciendo en coche por una de las muchas autopistas que cruzan los tupidos bosques del estado de Nueva York, volví a oír en la radio las mismas voces de aquella noche lejana.
Esta vez no era de noche, sino un día primaveral, a finales de mayo, con las copas de los árboles en flor y un cielo radiante y azul que se perdía en un remotísimo horizonte de montañas, y así, al escuchar de nuevo y repetidamente O, ruddier than the cherry, O, sweeter than the berry (“Oh más encarnada que la cereza, Oh más dulce que el arándano”), experimenté primero -si puedo decirlo así- una sinestesia acústico-gustativa entre el sabor a fruta y la honda voz del cantante que me produjo intenso deleite, seguida, algo después, de una explosión de júbilo cuando el locutor anunció que esa canción pertenecía a la mascarada Acis y Galatea de Handel. Pues junto a la alegría del súbito descubrimiento, se unía en mi caso la fascinación que he tenido yo siempre por los amores del cíclope y la bella ninfa.
Ovidio, Góngora, Dryden… Uno no puede deshacerse, aunque quiera, de su cultura y hasta de su culteranismo. Desde entonces tengo la ópera en CD y puedo escucharla a mi antojo en casa, con el libretto delante, y en coche cada vez que hago un largo viaje; y siempre que la escucho y llego a la súplica de Polifemo O, ruddier than the cherry…, imagino una Sicilia idílica, como en los cuadros de Claudio de Lorena, mientras se me cuelan y superponen irremediablemente los versos de Ovidio (matura dulcior uva), los de Dryden (Oh, lovely Galatea, whiter far Than falling snows and rising lilies are) y, cómo no, la libérrima versión gongorina («Oh, bella Galatea, más suave Que los claveles que tronchó la aurora”).
Enciendo mi iPod , me pongo los auriculares y escucho una vez más la maravillosa música de Handel … Et tout le reste est littérature.