Enfrente de mí un pequeño ventanuco iluminado, la extraña palmera que asoma entre los edificios agitándose, las luces que titilan en la ladera de la montaña. Sopla un viento traicionero en una noche cálida. Pronto comenzará a llover, volveremos a empezar, el agua lo arrasará todo, se batirán las hojas de un libro como una fusta.
Algún envoltorio de plástico tirado en el suelo vuela como esa bolsa que se mecía armoniosamente en American Beauty impregnando desde los aires a la vida de sentido. O eso creían los americanos. Un refresco energizante rueda cuesta abajo, las ramas de los árboles dibujan formas cambiantes en la calle. La melodía más bella del mundo lleva el nombre de silencio.
Suena un gallo de madrugada, Beirut no es más que otra de esas grandes ciudades deseando no parecer pueblerinas. Debajo de sus bragas de encaje hay un chocho ajado.
No hay nadie en casa, no queda nadie ahí afuera tampoco. No siento la menor curiosidad por el Papa, no me importa Chávez ni los miles de muertos en Iraq o Afganistán. Siria ya no es más que un párrafo del pasado, sus refugiados y sus mujeres obligadas a prostituirse son la savia usada de la historia haciendo el mismo recorrido de miles de años atrás, deteniéndose en los mismos recovecos, carcomiendo los huesos hasta que asoma la misma miseria tan familiar y que tan hipócritamente nos sorprende. Las palabras, los relatos, llegan a mí cansados como el mañana arriba exhausto a todos esos lugares y campos que podrían ser mi casa: Los Balcanes, Rumanía, Rusia, Tirana, Lima, Aleppo, Palmyra, Archangelsk, Norilsk, Tbilisi, Bakú, la Bekaa, Livorno, Rostock, Rügen, Brandenburgo, Beirut, Ferrol… Si hay algo que debería haber llegado nunca llegó hasta aquí, se extinguió por el camino como el resplandor de una luz lejana que desapareció de repente en el mar.
Nuestro deseo de trascender la mera anécdota es tan estúpido que merece compasión. Solo los viejos se atreven a contemplar absortos el vacío del día. Fuman mortecinos a las 6 de la mañana en el balcón, juegan a las cartas, languidecen sin estridencias, escupen, esperan, sus cuerpos se doblan, viven el presente mientras nosotros, roedores, damos vueltas nerviosos, excitados, en una rueda que ya no puede permitirse dejar de girar.
“El tiempo viene desde la lejanía y parece aire ajeno, ya respirado por alguien” dice Andrei Stasiuk en su precioso libro De camino a Babadag, y así desearía caminar yo por las calles de este Beirut derrotado y cada día más empobrecido: como si regresara de un largo viaje, seducida ya por todas las novedades, hastiada de todos los prometedores placeres, como si me dolieran los pies y mi única pertenencia fuera una máscara de hierro agujereada, como si nada fuera tan importante…