Pocos libros hemos leído de Alberto Sucasas tan intensamente como La música pensada (Biblioteca Nueva, Madrid). Y esto a pesar de haber realizado una lectura fragmentada, con constantes interrupciones. Es necesario decir en favor de esta obra que ha resistido muy bien una lectura a tirones, con tantas ráfagas como periodos puede tener un tiempo partido.
Tal vez esta persistencia se deba al hecho de que La música pensada, además de estar compuesto por tres partes muy distintas, es un libro con varios pisos. Al modo de las muñecas rusas, cada página se abre a muchas otras, lo cual facilita esta lectura rota, no lineal, como si ésta pudiera recomenzar por cualquier sitio. Lo que el libro tiene de poliédrico lo gana el lector en libertad. El hecho de que los tres textos que lo componen rindan homenaje a tres décadas de escucha tras la obra ramificada e incesante de Eugenio Trías, redobla ese espesor intrincado del libro de Sucasas. Escucha, no sólo lectura, pues las páginas de La música pensada trasmiten cercanía, pasión, deuda intelectual y personal. Más un creciente ritual de duelo que la coincidencia final de la muerte del filósofo barcelonés marcan unas páginas que probablemente estuvieron asediadas por la frágil presencia física que trasmitía la amista con el autor de La imaginación sonora. No obstante, según se interpreta la ontología musical de Trías, la muerte no puede ser en este libro la última palabra, un obstáculo definitivo.
La música pensada es tal vez el libro más “montañoso” de su autor, con constantes subidas y bajadas, con una variación tonal constante que, más todavía a medida que avanza, nunca descarta la fuerza afirmativa del silencio o la desaparición, aquello que constituye el fondo socrático del pensamiento. Tres partes componen el libro, pero muchos niveles escalan la metafísica musical de Trías. Sucasas también compone algo de musical en su texto, pues cada pasaje resuena con otros lugares, otros viajes y notas.
Ahora bien, es posible que la música, también en las mil páginas que le ha dedicado Trías, subsista precisamente como aquello que no puede ser pensado. ¿No es cierto que, precisamente en el límite, se canta aquello que no se puede contar? Algo suena todavía después de que lo visible acaba, entreverado con todo lo contable. En este gozne se mueven los momentos mejores de un libro que, rindiéndole un homenaje a la filosofía de Eugenio Trías, concede una atención nueva a todo aquello que no es fácilmente categorizable.
Frontera es también un umbral de percepción, un borde que resuena. Pensar el límite, uno de los leitmotiv más obsesivos de Trías, es pensar el quicio entre sentido y sinsentido, entre filosofía y música. Cuando el sentido acaba, una interrogación persiste, aunque no siempre sea audible su lengua. Siguiendo al maestro, el pensamiento de Sucasas se aventa en el sonido, en el tono de lo que resuena. Acaso tan atento al estilo y la composición que a la letra.
Es cierto que la obra de Trías, a contrapelo de esta época, constituye una genuina reivindicación metafísica. Una ontología trágica, agonista, que nunca renuncia al Stimmung de un sistema de largo aliento, aunque se despliegue en distintos barrios. Una arquitectura que, después de Schelling, Nietzsche y Heidegger, ha de pensar al hombre desde el limen inhumano que lo asedia. La música es también un homenaje a todo aquello que, en el aquí y ahora de lo humano, viene de afuera, de lejos. Cerco del aparecer, cerco hermético, cerco limítrofe. Los tres registros que trabaja el orden categorial de Trías siempre han intentado darle forma al impacto sonoro y conceptual de lo que no es soluble a razón.
De ahí la tríada del diálogo interminable, que Sucasas recoge de Trías, entre música, filosofía y religión. Ocurre como si ninguna de las tres disciplinas bastase para dar cuenta de qué ocurre en la frontera, en la razón revelada de ese ser intermedio que es el hombre. No es extraño por ello que La música pensada se haga eco de una relación vertiginosa entre fides y ratio, entre revelación (Schelling) y razón (Kant). Como si, en los márgenes del discurso ético moderno, fuera necesario reconocer una “heteronomía originaria” (p. 33) a la que ha de remitir cualquier respuesta autónoma del hombre. ¿Existe la música porque hay una matriz que siempre hace señas desde una cercanía que es lo más alejado y arduo para el hombre? Porque el sentido no se resuelve más que en sonido, en una pregunta que vuelve tras la última respuesta, ¿la música es lo que queda cuando todos los dioses se han ido?
Una pregunta en el aire, un rumor sin partitura. Sucasas no entra a indagar lo que esta fidelidad de Trías, una pregunta que vuelve tras todas las respuestas, debe a una tradición hispana que literaria y filosóficamente siempre ha atendido a las dudas del límite, a los espectros fronterizos. Unamuno, Machado, Lorca, ¿estarían tan alejados de esta pasión por darle voz a lo que se fuga del aparecer? Fijémonos en este pasaje del pensador español posiblemente más alejado de la escatología musical que este libro persigue: “La insólita capacidad de sentirse, en plena salud, agonizante y, por lo mismo, siempre dispuesto a renacer”. Si esto figura en el prólogo a España invertebrada, ¿tenemos que pensar que Trías está tan lejos de una filosofía que ha pensado los límites de la razón en español? España como frontera, la tragicomedia ibérica y su irónica relación con la historia. Para bien y para mal, se ha dicho, en España siempre se comienza desde cero. Como si entre nosotros un umbral, una potencia sombría y jugadora volviera tras el último acto. Cuando lo visible entra en crisis, algo es audible todavía.
Límite es lo que resuena, cabo o Finisterre donde las cosas vuelven, donde el hombre se vuelve. El vocablo convertirse debe tener alguna relación con esta khere en la que el pensar se transforma, diría Heidegger, en un “mirar escuchando”. En un principio era el sonido, una “escena auditiva” originaria donde no hay nada negativo pues precisamente el hueco es lo que se ha de escuchar. La frontera misma, asomada a lo que no tiene forma, resuena en un “principio de variación” (pp. 69 y ss.). No es que un origen, localizable y fijo, varíe más tarde. Resulta más bien que, en el límite, la variación es el tema. Lo verdaderamente abismal no puede más que advenir, ser necesariamente contingente. Es significativo que en una página de El canto de las sirenas dedicada a John Cage éste defienda una fluidez tonal que lo enfrenta en buena medida a la tradición europea.
Existe un antes que sólo se revela después. Sucasas tiene razón cuando sugiere que el pensamiento de Trías, también el musical, es fiel a la idea de un sustrato o matriz que permite un encuentro con lo hermético, una revelación, libre de la “barra nihilista” que limita la escucha contemporánea de lo extraño. Es nuestro humus fronterizo el que permite habitar. La matriz diabálica invita a un regreso simbálico. En tal sentido, es cierto que Trías tiene más el referente en la chóra platónica, ese caos cálido del mundo griego, que en la creación ex nihilo propia del cristianismo moderno.
El de Trías, insiste Sucasas, es un dualismo asimétrico, trinitario. Tiene en lo impar el principio de una variación que no cesa, como si finalmente el pensamiento sólo pudiera ser música, un sistema abierto que en cada uno de sus puntos cruciales resuelve el sentido abrazando un sonido, un sinsentido que llega a la forma audible. Lo cual no quiere decir que Trías entienda la música, incluso la contemporánea, en connivencia con la voluntad fragmentaria del mundo postmoderno. Por el contrario, no haya nada más sistemático que el “panteísmo sonoro” de un John Cage, un orden que consigue abrazar el azar.
Siguiendo al autor de La edad del espíritu, Sucasas insiste en el carácter itinerante de la filosofía. Si Nietzsche había dicho “Desconfía de todo pensamiento que no haya sido caminado”, el Trías que es fiel a Platón intenta completar el periplo de un ciclo anillado, que se abre a su cierre hermético. En Platón, el hombre que sale de la caverna a ver el sol ha de bajar otra vez a revelar la verdad a los mortales, aunque corra el peligro de la más completa incomprensión. En Nietzsche, Zaratustra ha de bajar de la montaña con su revelación abismal y buscar compañeros en el valle. El propio Heidegger intenta una khere cada vez más atenta a la serenidad de lo que late ahí, apenas sin otra protección que la que viene de su desamparo.
El alzado fronterizo desde la caverna debe brindar un sol que se mantenga en las sombras del regreso. Existen momentos cruciales de Trías, cercanos a Heráclito, y ante ellos no retrocede La música pensada, en los que el Uno es a su vez lo múltiple. La topología de Eugenio Trías descansa en última instancia en el concepto límite de un “espacio luz” que representa el maridaje de azar y orden, grito y articulación, como si Platón fuera repensado desde Nietzsche y se pusiera en pie un platonismo de lo múltiple. Se trata de un monismo topológico que consigue una nueva monadología, una música de travesía. En cada ojo de pez, todo el mar. Anarquía coronada llamó Artaud a este panteísmo sonoro que Trías persigue en Cage y que Sucasas acaricia en las reflexiones sobre el espacio luz.
En última instancia, La música pensada escucha el “giro musical” de la filosofía, posterior al giro lingüístico y de más largo alcance que él. Estamos más cerca de Platón, de Schopenhauer y Nietzsche, que de la tradición logocéntrica de Parménides o Aristóteles. Más cerca de una gnosis sensorial o de una matemática sensorial que de un espacio newtoniano. Hay música, cuando el hombre ya no tiene nada que pensar, cuando lo visible no agota el cerco de los sentidos.
Lo hermético no es nada, apenas algo más que nada. Cuando lo invisible gravita, en la frontera en la que sobrevivimos, algo resuena. Por eso no es caprichoso establecer paralelismos entre la filosofía y la música. Bach y Leibniz, Berg y Heidegger.
No sólo por culpa de Trías, La música pensada, más acusadamente en su última partitura, vuelve obsesivamente a una circularidad (p. 89) de la que no se puede desprender. “En mi principio está mi fin” (Eliot). La frontera también significa que hay experiencias nodales donde los opuestos no cuentan, pues carecen de margen de maniobra para la oposición metafísica. En la frontera todo se junta, pues es un tiempo que remata en cada aliento. Ahí el terminus es también un limen; la conclusión, un comienzo. Donde acaba un territorio el horizonte se precipita y por fin deja de alejarse.
Ligeti o Scelsi representaría la música como renacer desde las cenizas, una especie de relación infinita con la finitud. Es conmovedor recordar cómo (p. 123), después de su fracaso parisino, Scelsi ha de recomponerse a partir de una sola nota, buscando un hilo de sentido al borde mismo de la locura. Para renacer, es imprescindible repetir la pobreza de la infancia. Hay viajes que sólo se hacen con un mínimo equipaje, alimentados con la quintaesencia de la propia sustancia. De ahí la importancia, en los momentos claves, de un minimalismo cromático (Rothko) y sonoro (Cage) en el que vértigo e inocencia se dan la mano.
Lo siniestro es la condición a priori de la belleza. Una y otra vez, la leyenda de Lázaro, resucitando de entre los muertos. “Es posible, necesario incluso, contemplar de frente los ojos de la muerte, sosteniendo la gélida mirada, para así privarla de su fatídico veneno”. En el fondo está una creciente obsesión del Trías adulto, que Alberto Sucasas rescata, que vira en torno a cómo conquistar la inmortalidad sin traicionar la muerte, cómo ser fiel a la tradición de la trascendencia sin abandonar la banda sonora de una inmanencia donde el más allá resuena. Y aquí Sucasas nos recuerda que necesitamos ser más fieles a Platón que a Heidegger. Más que el enfoque existencial, necesitamos una escatología que convierte al instante en lugar de cita entre tiempo y eternidad.
El “ajuste escatológico” (p. 90), que no deja de recordar el tiempo mesiánico de Benjamin, insiste en que la diacronía no es la verdad del tiempo. Un Padre que tiene madre-matriz es un padre de quien se puede ver su rostro, oír su canto. Quizás todo el libro de Alberto Sucasas, intentando seguir a Trías, tantea otra escucha del cristianismo. Es necesario que el grano se pudra para que sea fértil. Quien permanezca en el arca, lejos del humus de la tierra, jamás descenderá en nuevos frutos. También la música ha de caer al ruidoso silencio del mundo para extraer de esa disonancia un nuevo canto, otros sones.