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ArpaLa música prohibida. Editor de sueños

La música prohibida. Editor de sueños

En el aeropuerto de Barajas Javier fue a una ventanilla de cambio. Los miles de pesos que traía consigo los canjeó por unos cientos de euros. Ya no valían las pesetas. Gran parte de los países europeos habían adoptado el euro como moneda comunitaria: Austria, Bélgica, Chipre, Estonia, Finlandia, Francia, Alemania, Grecia, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Países Bajos, Portugal, Eslovaquia, Eslovenia, España… Y él no había reparado en ello, pues la transición de una moneda a otra tuvo lugar mientras vivía en México. El grueso fajo de billetes en pesos enflaqueció a siete billetes de cien euros.

Pasó unas radiantes navidades con su familia. Se alegraron mucho de su regreso. Pero él tenía muy claro que Madrid no iba a ser su ciudad de residencia. La temía y ya había tenido bastante empalago de urbe en el D. F. Paula y él se fueron a vivir a Almería, a la playa. Encontraron un dúplex en Agua Amarga muy cerca del mar. La familia de Paula se había instalado en Las Negras, un pueblo cercano, con intención de montar un restaurante.

Javier iba a Madrid a menudo para supervisar la edición de Fotografiando al corazón con Alfonso Pérez y la gira de presentación con Eli y Barnaby de Mercury Wheels. Pronto tuvieron las primeras fechas de dos mil tres: quince de mayo en Roxy Club –Valencia–, dieciséis de mayo en Bikini –Barcelona–, veintiuno de mayo en Caracol –Madrid– y veintidós de mayo en Kafe Antzokia –Bilbao–.

La disquera le concedió un sustancioso adelanto de royalties y apoyó económicamente los conciertos, así Corcobado pudo traer a España a su banda mexicana: Edgar Torres, Juan Morales e Iván García. Vera Acacio, la amiga inseparable de Paula, alquiló también un cortijo en Agua Amarga, con varias habitaciones, donde se instalaron los mexicanos y montaron el local de ensayo. Vera entró en la banda haciéndose cargo de una guitarra Tormenta adicional y de los teclados. Trabajaron duro.

Llegó mayo, la promoción del álbum y los cuatro primeros conciertos. Todo se desarrolló exitosamente. El júbilo formaba parte de las vidas de todo el grupo. Las salas se llenaron, la banda era muy buena y Corcobado podía cantar a gusto. Los viajes eran sumamente divertidos. El ajedrez magnético era un buen pasatiempo en la furgoneta. Vera y Juan se hicieron pareja. Las ventas del disco no fueron las esperadas, porque la piratería había llegado también a España como una demoledora pandemia que asoló la industria discográfica. Muchos podrían decir que llegó a traición, pero no fue así.

Las copias masivas de compact discs ya llevaban un tiempo contaminando el mercado del disco, y eso que Philips, inventores de la grabadora de CD, avisó con tiempo a toda la industria. No se tomaron medidas a tiempo y las ventas cayeron en picado. Javier siempre contaba una anécdota respecto a su primer encuentro con un disco compacto. Alfonso Pérez, a mediados de los ochenta, le enseñó el primer CD que iban a lanzar, uno de Duncan Dhu, le decía que era la hostia, fácil de almacenar, más barato que los vinilos… e irrompible. Corcobado abrió la caja, sacó el disco y lo partió en dos sin esfuerzo. ¿Irrompible?

Tampoco se esperaban las discográficas la irrupción del Mptres, ingenio que Karlheinz Brandenburg puso en marcha en mil novecientos ochenta y dos para aligerar la transmisión de música por las líneas telefónicas y posteriormente Internet. Ese método de compresión, muy práctico para empequeñecer las canciones y que cupieran en las memorias de los nuevos reproductores digitales de audio, no fue bien recibido por quienes sabían disfrutar de la alta fidelidad. Tenía un sonido pobre, le daba más preeminencia a unas frecuencias que a otras mediante algoritmos que trabajaban de forma aleatoria, tanto en el momento de la compresión como en el de la descompresión. La primera canción que Javier escuchó en ese formato le espantó: Foxy Lady’ de Jimi Hendrix. Oía la guitarra lejana y la voz en primer plano, nada que ver con la mezcla original. La abominación total llegó cuando escuchó en Mptres sus propios discos, casi todos mezclados por él, que sonaban como el culo. Casi sin legislación ni regulación comercial, la gente comenzó a alardear de que se descargaban miles de canciones gratis desde servidores como Napster, Megaupload o AudioGalaxy directamente a los discos duros de sus ordenadores y luego a sus reproductores, a sus iPods. Los primeros años del siglo XXI le dieron la puntilla a las discográficas y quedaron heridas de muerte.

 

La vida en la playa era magnífica. En verano el pueblo de Agua Amarga se infestaba de turistas madrileños, pero en los meses de otoño e invierno aquello era un paraíso. José y Noëlle, los padres de Paula, abrieron el restaurante Sur, en Las Negras, a pocos kilómetros de Agua Amarga. Allí trabajaba toda la familia. Pronto se hizo con una buena clientela gracias a la deliciosa cocina de Noëlle y la gestión de José, un buen hombre dotado para las relaciones públicas, que, aunque no era el padre biológico de Paula la quería igual que a sus otras dos hijas, Sara y María. Edgar también trabajaba en el negocio y Juan realizaba algunos trabajos de audio con Gonzalo Castro, responsable del mastering final de Fotografiando al corazón, e iba de vez en cuando a Madrid. Iván se dedicaba a la evasión y se emborrachaba a menudo. Solía ir en bicicleta hasta Carboneras, a media hora de Agua Amarga, y allí la liaba. A veces despertaba a Javier a las cinco o las seis de la madrugada para que le diera dinero y seguir de jarana. Vera, Edgar y Juan, que tenían que convivir con él, se quejaron de su comportamiento. La convivencia era molesta. Javier habló con él instándole a que cambiara de actitud, pero no sirvió de nada. Al final tuvo que despedirlo y mandarlo de vuelta al D. F.

 

Una prodigiosa mañana de agosto, un ser mágico apareció en la puerta de la casa. Javier vio cómo alzaba la cabeza y le miraba fijamente a los ojos a través de un flequillo que los ocultaba parcialmente. Se podría decir que su pelo era de color miel claro o rubio y estaba despeluchado. Una sonrisa de oreja a oreja se trazó en la cara de Javier. El perro movía la cola y sonreía a su vez dejando ver su lengua rosa. Paula al darse cuenta de su presencia le sacó agua para que bebiera.

—Pobrecito –dijo Paula– míralo, está to espeluchao.

—Parece que está abandonado, tendrá pulgas y de todo –dijo Javier.

—No creo que esté abandonado, seguro que es de alguien, aquí no tratan muy bien a los animales.

—Me parece que es un pastor catalán, un gos d’atura. Es como Momo, mi perrita epiléptica… bueno, ella era negra. ¿Cómo te llamas, majo?

El perro dejó de beber, ya satisfecho, y ladró una vez.

—¡Qué voz tan bonita tienes! –le dijo Javier–. Bueno, Paula, me voy a dar el baño matinal.

Cogió la toalla y el bañador y se encaminó a la playa, el perro le siguió. La playa estaba vacía a esas tempranas horas, todavía no la habían invadido los turistas. Él nadaba y el perro le esperaba en la orilla sentado en la toalla. Javier se tumbó al sol en la arena y el peluche vivo le lamió la sal de la cara. Al poco, la criatura debió oler algo interesante y se marchó corriendo. En los días sucesivos estaba esperando a Javier en la puerta de casa para escoltarlo a su baño diario. Una vez en la playa, el animalillo se iba a campar libremente por las cercanías de las mesas de los restaurantes a ver si pillaba algo de comer. Los camareros tenían que echarlo para que no importunara a los clientes cinofóbicos. ¿De quién coño es este perro?, preguntaban.

Una tarde, Paula lo vio atado a una caseta de pescadores con una nube de moscas volando a su alrededor atosigándolo; sigilosamente, se acercó por la noche y lo desató. Esa noche el tuso la pasó en casa. Lo lavaron y le quitaron los parásitos. Le dieron de comer y durmió al pie de la cama. Por la mañana, Javier fue a casa de los dueños con el perro detrás de él. Una señora fornida le dijo que no era suyo, sino de su nuera, que ella ahora estaba de viaje y que cuando llegara se haría cargo. Pelusín, así lo habían bautizado aquella noche, lloriqueaba ante la señora. Era seguro que había sido apaleado. Javier le explicó que ese animal le había elegido a él y a su chica y que iba a casa a diario. Le pidió adoptarlo hasta que la nuera lo reclamara. La mujer accedió, para ella el perro era una carga. Tenía suerte de estar vivo.

Pasaron unas semanas y la nuera, la propietaria, llamó a la puerta de la casa de la pareja. Javier abrió.

—Hola, soy Reme, la dueña del perro –mostraba una sonrisa poco higiénica. Había llegado en un coche muy potente que no casaba con su imagen pueblerina y hortera.

—Ah, hola Reme –le saludó Javier amablemente. Pelu ladraba detrás de él.

—Ya me ha dicho mi suegra que me estáis cuidando al animalico –ni siquiera le había puesto nombre–. Os quiero dar las gracias por cuidarlo, pero quiero llevármelo.

—Bueno, a ver qué dice el perro, que elija él, ¿no? –propuso Javier.

—¡Pero sí es un animal, anda dámelo!

—Llámalo a ver, Reme, puedes entrar si quieres –dijo Paula.

—No, no, que tengo prisa…

Javier entró, sacó a Pelu en sus brazos y lo dejó en el suelo. Le gruñía a la tal Reme, quien lo intentó coger y él se zafó. Ya en plena calle, la propietaria le llamaba con esos deleznables besitos ruidosos que se suelen hacer poniendo los labios como si fueran un esfínter protuberante. Pelusín se acercó al flamante coche y meó en una rueda. A una palmada en el muslo, el perrillo saltó de nuevo a los brazos de Javier.

—Pues ya ves, Reme. El perro ha elegido. ¿Cuánto quieres por él? –dijo Javier lo más suave que pudo, a sabiendas de que los conejeros, así se les llamaba a los oriundos de Agua Amarga, eran expertos en sacarle el dinero a los extranjeros, y sonó el móvil de Reme. Lo cogió.

—Espera un momento –le decía a quien estuviera al otro lado de la línea–, luego te llamo. Bueno, bueno, parece que te quiere mucho. Mira, la verdad te cuento, este perro me lo regalaron hace un año de cachorro y la verdad es que no he podido hacerme cargo de él. Veo que está en buenas manos –la joven mostró ya cierta ternura.

—Nosotros lo vamos a cuidar como a uno más de la familia y cuando quieras puedes venir a verlo –dijo Paula.

—Vale, está bien –y otra vez sonó el móvil de Reme, que lo cogió y, a la vez, les dijo adiós mientras se introducía con dificultad en el coche, dado su sobrepeso.

La vida de Pelusín ya era responsabilidad de Javier y Paula. Lo llevaron al veterinario de Campohermoso, le pusieron las vacunas pertinentes, el chip y le compraron collar y correa. Y no solo eso, le buscaron novia, pues ya tenía edad para ello, un año más o menos, según dedujo el amable albéitar. Javier y Leti, una amiga que también vivía en Agua Amarga, fueron a una casa de acogida de perros abandonados. Aquello era desolador, una cárcel perruna. Al menos alimentaban a esas criaturas desvalidas. Lo primero que se veía al entrar a la izquierda era una jaula enorme que contenía a un perro de dimensiones increíbles, tan grande como un león, un terranova. ¿Qué hace un terranova en Almería?, dijo Leti. Más adelante había dos parques vallados, uno para las hembras y otro para los machos. Al detectar que dos humanos llegaban, los animalejos se ponían en pie, ladraban, aullaban y miraban como diciendo: ¡Llévame a mí, llévame a mí! Una perrita mestiza blanca, beis y gris, muy bonita y del mismo tamaño que Pelu, se ganó el corazón de Javier. La cuidadora la sacó de allí con una correa y la llevaron hasta el coche, donde esperaba Pelu. Abrieron la puerta, salió y se acercó a la perrita. Ambos se olieron y se pusieron a jugar. Elección correcta. Baby, la pusieron, tenía también un año y ya estaba vacunada. Pusieron rumbo a casa con la pareja sentada en los asientos traseros, conociéndose.

Como era de prever, tuvieron cachorros, nada más y nada menos que once. El acontecimiento tuvo lugar el veintiuno de noviembre de dos mil cuatro. Hubieron de construir un fuerte de cartón en el salón de la casa para alojar a las criaturitas hasta que fueran repartidas con sensatez a personas capaces de cuidarlas bien. Unos se parecían a la madre y otros al padre. Había una pareja igual, hembra y macho, que salieron clavados a Pelu. Ellos se quedaron con el macho, al que llamaron Marlon, y la hembra se la dieron a Esteban, que le puso Mayah. Otra, la más negrita, se la quedó Vera y la llamó Yuca.

 

Un año antes del nacimiento de los cachorros, un amigo de Vera, Jesús, un chaval veinteañero, punk, guapo y espabilado, rondaba por allí de vez en cuando. Había asistido a algunos ensayos como invitado. Tenía un grupo de hardcore llamado Hardboiled en el que tocaba la batería. Javier le propuso someterle a una prueba para que entrara al grupo sustituyendo a Iván. Jesús aceptó el reto. Escuchó el repertorio, se aprendió unas cuantas canciones y quedaron una tarde en un local de ensayo en Almería para hacer el examen. Lo superó con nota. Jesús Alonso ya era el nuevo batería de Corcobado, y esa unión se prolongaría a lo largo de más de una década.

Mercury Wheels, la agencia de management, planearon una gira para otoño e invierno. Corcobado y su banda se lanzaron a la carretera. Tocaron por toda España. Sin embargo, no fue un tour rentable: los gastos eran altos y los ingresos apenas los cubrían. Llegó diciembre. Los padres de Edgar viajaron desde México para visitar a su hijo y, junto a los padres de Javier y los de Paula, celebraron la Nochevieja para dar la bienvenida al año dos mil cuatro.

 

En marzo, el día once, Pili oyó, desde su piso en Madrid Sur, una fuerte explosión. Se produjo en la estación del tren de cercanías de El Pozo. Javier, al ver las noticias, llamó a su madre de inmediato y supo que, tanto ella como Pepe estaban bien, así como el resto de su familia. Varios trenes más habían saltado por los aires a primera hora de la mañana en otras estaciones, causando casi doscientos muertos y unos dos mil heridos, según las cifras que se dieron en días posteriores. Faltaban tres días para las elecciones generales. Aznar dio un comunicado de urgencia responsabilizando a ETA de los actos terroristas, grave error. Poco tiempo después se culpó a Al Qaeda y a su fundador Osama bin Laden, a quienes se les cargaba cualquier atentado que ocurriera en el mundo desde el Once-S. Las elecciones, sorprendentemente, no se suspendieron, tuvieron lugar el día catorce. El Partido Popular perdió toda credibilidad y ganó el PSOE con José Luis Rodríguez Zapatero como presidente. La política mundial cada vez era más abstrusa.

En ese mismo mes de marzo se realizó una mini gira en México, que sería grabada en vídeo por Rebeca Crespo y que años después se editaría como documental con el título Notas discontinuas de México. Corcobado actuó en los Hard Rock Live del D. F. y de Guadalajara, reventando de nuevo las salas, pero ya sin incidentes desagradables. Rebeca lo perseguía noche y día con la cámara. Fran era su ayudante. Se grabó mucho material fuera de los conciertos. Lamentablemente, las imágenes de Corcobado y su banda sobre el escenario no quedaron registradas por circunstancias técnicas. Tras ese viaje, Juan Morales y Edgar Torres ya se quedaron en su tierra. Al regresar a Almería, Vera, Javier, Jesús y Paula habrían de buscar bajista y guitarrista.

Javier conoció a un inglés, Scott Barker, quien tenía una tienda hippy en Agua Amarga junto a su mujer alemana, Petra. Scott era un bajista de rock muy sólido y eficaz. Vera pasó a ser la guitarrista principal. Hicieron un grupo de covers para tocar en el restaurante Sur una vez a la semana. Lo llamaron Las Perversiones y tocaban clásicos de los Stones, los Doors, Ramones, Frank Sinatra, etcétera, para ambientar las cenas del sábado. La gente, en su mayoría, se quejaba del ruido que hacían. Pronto dejaron de tocar allí. Javier decidió que habría de cortar de nuevo su relación con la música. Había llegado el momento de escribir su primera novela El amor no está en el tiempo.

Se impuso una férrea disciplina. Comenzaba a escribir en su flamante ordenador portátil Sony Vaio desde las nueve de la mañana hasta las dos y media; comía y seguía tecleando dos o tres horas más por la tarde. Engordó diez kilos. Su amiga Leticia le llamaba Barri, por la barriga prominente que estaba echando. Leti era la mujer de un escritor aficionado que hizo una buena amistad con Javier, Fernando Blanco, un tipo de ojos mínimos e inescrutables, de Cartagena, con un sentido del humor que rayaba el insulto, ingenioso, eso sí, y que trabajaba a diario en la biblioteca de Lorca, un pueblo murciano a hora y media de viaje. En su casa de Agua Amarga disponía de centenares de libros. Era un hombre generoso, le solía regalar libros y ambos compartían la hora del café mirando al mar, conversando y bromeando largo y tendido.

 

En diciembre, Javier había terminado su ópera prima en la literatura, casi quinientas páginas de ficción, con el suspense, los cambios temporales, las sorpresas y los personajes al límite como principales ingredientes. La registró en la Propiedad Intelectual de Almería y la envió a todas las editoriales que pudo. Obtuvo respuestas antes de lo que esperaba, lógica y previsiblemente negativas, pero muy cordiales. Fernando le habló de una nueva editorial de Salamanca, ediciones Témpora, que estaba apostando por una literatura posmoderna y que había creado para ello la colección Tropismos. Javier envió el manuscrito y, en menos de una semana, recibió una carta que le dio un subidón de alegría. Publicarían la novela en dos mil cinco y además le proporcionarían una decente cantidad de dinero como anticipo, dosmil quinientos euros. No cabía en sí de gozo. La fortuna le era favorable.

 

Una tarde, sentado en la terraza de su casa, tomándose un descanso, se sorprendió al ver cómo pasaba cerca Fino Oyonarte, bajista de Los Enemigos, compañero de las noches madrileñas y de situaciones surrealistas. Iba con su chica, Cristina Plaza. Cuando se encontraron, mutuamente se dijeron: ¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí –dijo Javier–. ¿Y tú?

—¡Ay la hostia! Vamos a casa de mi hermana, ahí delante, a pasar unos días de relax… ¡Qué pasada, tío! ¿Y cómo has llegado aquí? Te hacía viviendo en México.

Javier le relató su aventura mexicana mientras tomaban unas cervezas. Al día siguiente comieron juntos en casa de la hermana de Fino. Ya con unas copas encima, Javier le habló de un Proyecto musical que le rondaba por la cabeza: hacer una canción de veinticuatro horas de duración. Fino flipó, claro, pero le pareció muy interesante, y desde ese mismo momento fue siguiendo el desarrollo de la idea que Corcobado comenzó a llevar a cabo, primero teorizando, escribiendo sobre ello, y años después, ya en dos mil diez, metiéndose de lleno en su creación.

 

En dos mil cinco El amor no está en el tiempo vio la luz sin pena ni gloria. Solo tuvo un par de reseñas, una en El País y otra en Rock de Lux. La situación económica les preocupaba otra vez a Javier y Paula. Era casi imposible hacer conciertos sin tener un nuevo disco. De modo que Javier se lió la manta a la cabeza y se puso a trabajar de barman y disc jockey en el restaurante Sur. El trabajo era ímprobo, sobre todo en verano. Apenas salía de la barra, pero si era necesario también atendía de vez en cuando las mesas de interior y las de la terraza. Hacía de psicólogo con los parroquianos más asiduos y dipsómanos. Sobrevivió a la aventura gracias al vodka con Sprite, bebida que, según él, no dejaba huellas en el aliento, que era ideal para besar, apenas dejaba resaca, y además era la bebida de Bukowski en su última época, cuando dejó de beber en serio…

 

Paula, Vera, Javier y los perrines, Pelu, Baby, Marlon y Yuca se mudaron a un cortijo llamado Cañada Blanca en Los Albaricoques, pueblo blanco de cal en el que se rodaron las escenas cruciales de La muerte tenía un precio de Sergio Leone, como el duelo del final entre Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Gian Maria Volonté. El cortijo era muy amplio, de dos plantas, con una terraza inmensa arriba, un aseo y el dormitorio de Vera. Abajo, un salón con colosal chimenea, una cocina comedor enorme, un cuarto de baño con una descomunal bañera, otro dormitorio y una leñera. En el terreno circundante, la dueña, Rosa, una mujer siempre muy arreglada, de notables tetas operadas y buena negociante, había instalado unos invernaderos en los que cultivaba sabrosos tomates raf. Había una pequeña vivienda destinada a unos jóvenes lituanos que trabajaban allí y una alberca que servía tanto para el regadío como para bañarse en verano. El cortijo estaba dentro del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar.

Vera consiguió un trabajo muy exótico en el Mini Hollywood, uno de esos poblados del Oeste en los que se filmaban los western spaguetti en los sesenta y setenta, que se había transformado en parque temático. Ella, bonita y anacrónica, iba vestida de cowboy incluso en casa. Parecía una viajera del tiempo. Era extraño. Pero era una buena forma de ganarse la vida. Un día citó a Javier para comer en el Mini Hollywood. Le confesó que siempre había estado enamorada de él, pero que había sido Paula quien le había atrapado. Esto le confundió sobremanera. Compartía casa con dos mujeres y se suponía que ambas estaban prendadas de él. Hasta se le pasó por la cabeza formar un matrimonio de tres, pero seguro que eso no funcionaría. Le dijo que no sabía qué hacer. Ella lo tranquilizó, le dijo que todo seguiría igual, tan amigos los tres.

 

Paula asumió las funciones de mánager de Corcobado. Un día recibieron la propuesta de hacer dos eventos en México, por parte de un tal Ricardo Glenn, un desconocido. Les ofrecía una cantidad de lana muy sustanciosa por actuar en el Circo Volador del D. F. y en el Hard Rock Live de Guadalajara. Se pusieron manos a la obra, ensayaban en el salón del cortijo. Scott al bajo, Jesús a la batería, Vera a la guitarra y teclados, Paula al Korg SM dos mil, y Javier a la voz y guitarra Tormenta. Sacaron adelante un repertorio de canciones de Corcobado de la última época. Rescataron también ‘El corazón de tu cabeza’, que duraba más de veintiún minutos y bastantes versiones, lo que decepcionaría a sus fans más acérrimos, así como a otros les conmocionaría gratamente. Se presentarían como Corcobado y Las Perversiones y aprovecharían la ocasión para presentar la novela El amor no está en el tiempo.

El viaje se efectuó en noviembre. Petra, la mujer de Scott, asumió el papel de road manager y responsable de los libros para venderlos, ebria en todo momento. El viernes veinticuatro actuaron en el Hard Rock Live de Guadalajara con una desorganización total por parte del promotor. A Petra le robaron bastantes libros del tenderete que montó en el hall. Las tiranteces fulminaban el ánimo. Nadie les avisó en el camerino para salir a escena. Confusión y rabia. Fue un concierto incómodo y deslavazado ante un público desparramado.

Al día siguiente en el D. F. hicieron la prueba de sonido en el inmenso auditorio del Circo Volador, en la calzada de La Viga. El equipo de luces no llegaba, lo cual demoró el comienzo del show. La horda de fans ya llevaba horas esperando y abucheaban al artista, quien no tenía culpa de nada y se sentía hundido en el camerino.

El concierto se pudo hacer a altas horas de la noche, mediando infinidad de problemas de sonido y con una pitada de desaprobación por parte del sector más radical de la audiencia. Lo insultaban porque no tocó las canciones que ellos esperaban, como ‘Carta al cielo’ o Sangre de perro’. Pero Corcobado les calló la boca cuando acometió con sus músicos y con el apoyo de Gerry Rosado y Edgar Torres el mantra eléctrico de ‘El corazón de tu cabeza’, que duró más de media hora.

Tras la tocada, Ricardo Glenn le dio a Corcobado la mitad del dinero convenido y le prometió acudir al hotel la mañana siguiente a darle el resto. Nunca apareció. Hubieron de regresar a España con diez mil dólares menos. Glenn nunca pagó su deuda. Fue un accidentado viaje que removió las emociones de todos.

 

Providencialmente, a principios de dos mil seis, irrumpió en escena Javier Arnal, que estaba escapando de las rejas de su vida anterior y buscaba libertad. El hombre andaba sin casa y sin saber dónde ir. Corcobado lo invitó a entrar en la banda y a vivir con ellos en el cortijo Cañada Blanca. El mismo día que llegó, Vera y él se enamoraron, un flechazo. El problema era que Arnal se había liberado de muchas cosas excepto de la droga. Eso acarreó no pocos disgustos, pues Corcobado ya llevaba ocho años deshabituado y no quería ni oír hablar de la heroína ni de la base de coca o crack. Pero como eran amigos de verdad, las fricciones y los sucesos fastidiosos se acabaron resolviendo, incluso con algún puñetazo de por medio.

Corcobado había adquirido la costumbre de adentrarse en el desierto a diario, nada más levantarse, con su bicicleta y con Pelu. Había encontrado un aljibe abandonado y seco de sección semicircular en el que podía aislarse de todo, entre las pitas y las chumberas. Bajaba por unas escaleras de piedra dos metros bajo tierra, y allí se sentaba en el suelo de polvo sobre una toalla, iluminado por la tenue luz que se filtraba, con sus herramientas: su guitarra acústica y su cuaderno, para componer nueva música. De allí surgieron la mayoría de las canciones del que iba a ser su nuevo disco Editor de sueños. Le inspiró un fragmento de su diario:

 

…aquellas máquinas que había en el metro en los años noventa para imprimir, instantáneamente, tarjetas de visita… Escribías en un teclado los datos y la información que quisieras que figurara. Una tarde de ponzoñosa solitud en el noventa y ocho caminaba por los pasillos para hacer trasbordo y uno de esos artilugios me llamó la atención. Me paré delante y pensé que nunca había tenido una tarjeta de visita. Evoqué un pasaje, muy repulsivo pero premonitorio, de la mediocre novela American Psycho de Bret Easton Ellis, en la que unos ejecutivos alardeaban entre ellos de sus tarjetas de presentación de súper lujo con arrogancia y orgullo.

Me quedé mirando la pantalla un rato, estudiándola. Me entraron ganas de hacer pis. En el metro de Madrid era imposible aliviarse con recato, así que di media vuelta para irme y llegar a casa pronto. Pero una fugaz reflexión me hizo retroceder y volver a la máquina expendedora de tarjetas. Leí cuidadosamente las instrucciones y me decidí. Eché las monedas y elegí el diseño del formato, el menos llamativo, y la fuente de letra, Times. Tecleé mi nombre, apellidos, teléfono móvil, fijo y dirección, y dejé para el final mi profesión, que habría de ir debajo de mi nombre con letras mayúsculas en negrita y cursiva. Empecé a dudar. ¿Pondría escritor? ¿Músico? ¿Cantante? ¿Poeta? ¿Productor artístico? Me dije a mí mismo que lo que más se acercaba era poeta, pero ¿qué rentabilidad puede obtener un poeta en vida? ¿Para qué coño repartir por ahí tarjetas de visita en las que pusiera POETA? Descarté todas esas profesiones, aunque las practicara. Miré a mi alrededor, no había nadie en esos momentos. Casi me decido a mear contra una pared, pero me pude aguantar porque de súbito di con la solución. ¿Qué es lo que más deseaba ser en la vida? Pues ayudar a los que se lo merecen a cumplir sus sueños, a hacerlos realidad. De modo que escribí EDITOR DE SUEÑOS, le di a aceptar y el cacharro empezó a imprimir. Su mecanismo inició una música electrónica pequeña. Intuí que el proceso de impresión iba a tardar un rato. No pude más y meé en la pared, aun vestido de mujer como iba. Tuve suerte, no me vio nadie. Me fui para casa con cien tarjetas que nunca repartí.

 

Fino Oyonarte se prestó a ser el productor de Editor de sueños. Para ello se montó un estudio provisional en el cortijo. Toda la casa se llenó de micrófonos; cada habitación tenía una sonoridad particular, hasta se grabaron baterías en el cuarto de baño, que era tan amplio como un apartamento. Durante el mes de agosto se realizó toda la grabación. Fino y Javier se volcaron en cuerpo y alma en la producción. Tras cada sesión diaria terminaban consumidos.

Ficharon a un amigo de Jesús como bajista, Salvador Soto. Arnal se hizo cargo de las guitarras, Vera de los teclados, Jesús de la batería y Paula del sintetizador. Javier grabó su voz en su dormitorio. Cuando la odisea terminó, una noche quemó su amplificador en la terraza. Contempló durante horas cómo ardía, hasta el amanecer.

Rebeca y Fran también andaban por allí. En un par de días de descanso de la grabación, Rebeca realizó el videoclip de Susurro’, en el que Javier y Paula iban sobre una long board bajando por una carreterilla y seguidos de todos sus perros. También fotografió a todos los músicos para las imágenes de la carpeta, cuyo arte asumiría también Esteban, como en anteriores discos. La portada era un faro, una pintura de Paula.

Javier se sentía más identificado con los perros que con cualquier otra especie. Su canción favorita del disco era ‘Orquesta de perros’:

Veo caer la lluvia
sobre el plástico los invernaderos.
Los perros se sientan
a desafinar muy bien sus instrumentos,
su música linda disuelve tus malos sueños.
No me importa nada que no sea el amor.

Nadie nos ha enseñado
a amar ni a sobrevivir
y todos los días aprendemos
nuevas formas de morir.
Nuestras tentaciones
ya son sangre en el sintetizador
y el pasado huye entre el polvo del retrovisor.

Tengo una orquesta de perros
tocando el ruido del amor.
Una orquesta de perros
tocando el ruido del amor.

La maldad se cuece
en la más oculta intimidad.
Quiero borrarme
de todos los archivos de la humanidad.
Cada día en la calle está más de moda matar.
Demasiados atentados ha sufrido ya mi corazón.

Siete siete siete uno cuatro cinco seis tres dos.
Nueve nueve nueve siete ocho nueve seis seis dos.
No sé dónde,
pero me duele mucho, me duele mucho.

Esta orquesta de perros
navegando en tus labios.
Prefiero haber sido y no haber estado.
Toquen, perros, toquen, perros,
toquen, perros, toquen.

Suaves y calientes
los temblores de tu interior.
No sé dónde, pero me duele mucho,
me duele mucho.
Demasiados atentados
ha sufrido ya mi corazón… 

 

En aquellos tiempos, el hermano menor de Javier se iniciaba en el arte del tatuaje. Había conseguido todo su equipo de tatuador y decía que ya estaba harto de practicar en pieles de cerdo. Le propuso a su hermano mayor que le dejara hacerle un tatuaje, quien al principio se mostró reticente pues ya se había hecho unos cuantos. Pero Esteban, un seductor nato, lo convenció y trazó, en el reverso del antebrazo derecho de su hermano mayor, su primer tatuaje en un ser humano: PAULAPELUBABYMARLON, los nombres de los miembros de la familia. Años después se haría un cover sobre el nombre de Paula. Esteban lo sustituyó por cuatro edificios expresionistas.

Javier y Fino viajaron a Madrid a mezclar el álbum, al estudio Geek. Daniel Altarriba lo masterizó y fue editado ese mismo año como una auto producción bajo licencia de Warner Music Spain. Era necesario volver a los escenarios para subsistir. Para ello contactaron con Roberto Nicieza, ex manager de Manta Ray, quien programó una gira de cuarenta y pico conciertos para el año dos mil siete en todo tipo de salas de capitales de provincia y bares de mala muerte de pueblos perdidos españoles. Uno de los más desangelados tuvo lugar en Alcázar de San Juan –Ciudad Real–. Habría cinco o seis espectadores nada más. Uno de ellos era Juan Carlos, el peruano, quien asistía a casi todos los conciertos de Corcobado siempre que le fuera posible, aun viviendo en Madrid, también hacía lo mismo con Sonic Boom. Llevaba a los conciertos su cámara y su ordenador portátil. No bebía alcohol y siempre iba en solitario. Javier le cogió cariño.

Comenzaba a alejarse de Paula. Se iba introduciendo cada día más en sí mismo y en el misterioso desierto. Iba muy a menudo a pasear por el interior de las minas de oro abandonadas de Rodalquilar para conversar con su alma, y el aljibe seguía siendo su refugio, su mundo. Se estaba sometiendo voluntariamente a un aislamiento, no soportaba a los seres humanos, le causaban rechazo.

Sin embargo, a nivel profesional, ocurrieron ciertos hechos a lo largo del año que beneficiarían la difusión de la figura de Corcobado como artista y le obligaron a volar de nuevo. Accedió a realizar un viaje relámpago a México para actuar en el Hard Rock Live del D. F. haciendo dos sesiones un mismo día, una a las ocho y otra a las once. Hubo sold out con una semana de antelación. Los fans por fin quedaron satisfechos al escuchar los éxitos de Corcobado, acompañado por su potente y estilosa banda. Aclamaban a Arnal, quien estuvo en Los Chatarreros de Sangre y Cielo, a la guitarra; Jesús a la batería, tocando cada vez mejor; Edgar Torres como apoyo guitarrístico y las dos chicas, Vera y Paula, espectaculares. En ese viaje ni siquiera hubo tiempo para dormir en el hotel, fue una dura prueba de resistencia: horas muertas y melancólicas en aeropuertos, comida basura y dolores de espalda. Mereció la pena por el dinero y por lo satisfecho que quedó el público.

Viajaron también a Milán para que Javier presentara, en el Instituto Cervantes, la versión en italiano, editada por Gran Vía Edizioni, de El amor no está en el tiempo, cuyo título, sugerido por la traductora, Maddalena Cazzaniga, pasó a ser Il rumore del sistema nervoso centrale, adujo que el título original quedaba un poco cursi en italiano. Al siguiente día, Corcobado y sus músicos dieron un mini concierto en la fiesta de presentación de la editorial.

 

Apareció otra vez en la vida de Javier su amigo y dramaturgo Juan Navarro, quien le propuso un ambicioso proyecto teatral titulado Agrio beso, como el primer disco de Corcobado en solitario. Era todo un reto. Y se llevó a cabo. Básicamente, la obra versaba sobre los medicamentos y el suicidio de las estrellas de rock. El padre de Juan, Rafael, era el protagonista, un señor muy carismático, que representaba a Dios, según interpretó Javier. Él, Vera, Jesús y Paula eran el soporte musical en directo, pero también intervenían como actores en las diversas performances que conformaban la obra. Juan le encargó algunas canciones originales para la obra. Corcobado compuso ‘Caballitos de anís’ y ‘Si te matas’. También en el espectáculo, Javier cantaba a capela ‘De polizón’, de Juanito Valderrama, y Rafael Navarro, ‘El tamborilero’ sobre un telón de ruido que iban tejiendo los músicos. La actriz principal era una mujer impresionante, Agnès Mateus, y el sonido, las luces y demás cuestiones técnicas, estaban bajo el mando de Ferdy Esparza. El elenco era inigualable. Formaron entre todos una familia. Los rayos Tesla, cientos de cajas de medicamentos y otros elementos epatantes se incluyeron en la escenografía. Al final del espectáculo se le daba al público, que se ponía en fila india para tomarlo, MDMA diluido en agua. Salían felices de la función. Se estrenó en enero de dos mil siete en el teatro Apolo de Barcelona. La experiencia fue gratificante e inolvidable, y se repetiría en Madrid, Santiago de Compostela, Valencia y Santander con merecida afluencia de público en años sucesivos.

Javier fue reclamado en la feria del libro de Mérida, en Venezuela, también para presentar su novela, pero antes tenía programado un concierto en Caracas presentando Editor de sueños. De nuevo, se llevó a su compañero Arnal a cruzar el charco. El diecinueve de septiembre actuaron en la Fundación CELARG –Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos–, en la zona de Altamira, municipio de Chacao. Hicieron un concierto extraordinario tan solo con voz y guitarra. Pusieron en pie a todos los espectadores del auditorio, que, emocionados, se rompían las manos aplaudiendo, excepto una mujer que permaneció sentada con el bolso sobre sus generosos muslos, limpiaba su nariz y sus ojos con un pañuelo, estaba llorando. A Corcobado le turbó, le resultó familiar.

Allí en Caracas, Javier se encontró con su querida prima Alicia y su esposo Rafael, con quienes pudo compartir parte de su escaso tiempo y conocer superficialmente la ciudad. El fin de semana, ya en Mérida, contemplaba conmovido las primeras montañas nevadas que iniciaban la cordillera de Los Andes. Cantaron también unas cuantas canciones en la biblioteca de la ciudad, tras la charla y lectura que Javier regaló a los allí presentes. En ese entorno, conoció al escritor español Agustín Fernández Mallo, con quien compartió amenas charlas, vinos y Trankimazin.

Al regreso de ese viaje, Nekane Florido y Javi Lomas fueron a pasar unos días de vacaciones al cortijo Cañada Blanca. Cuando iban a tomar el avión de vuelta a Bilbao, al despedirlos en el aeropuerto, Javier comenzó a hornear una idea en su subconsciente: si tuviera que volver a vivir en una ciudad, lo más seguro es que eligiera Bilbao.

 

A Pelu le habían diagnosticado cáncer mientras Javier estaba en Venezuela, la pobre criatura estaba plagada de tumores malignos –linfosarcomas e histiocitomas–. Lo operaron y lo trataron con quimioterapia. Parecía recuperarse, pero se negaba a andar. Sufría dolores que le mitigaban con inyecciones de buprenorfina, un opiode derivado de la tebaína, que le aplicaba Javier a diario. En un par de ocasiones él también se la inyectó, amo y perro estaban muy unidos. Fueron momentos muy duros para la pareja, una prueba de resiliencia que no superaron.

En Las Negras, un alemán ex presidiario llamado Bo, fumaba caballo de vez en cuando y vendía pequeñas cantidades a gente que conocía. Melena rubia, ojos azules, bigote bávaro y cuerpo fornido de armario ropero, barrigón, de treinta y tantos años. Era asiduo al restaurante Sur y casi siempre se quedaba hasta el cierre, bebía únicamente Jägermeister, esa especie de jarabe para la tos con un contenido alcohólico de casi treinta y cinco grados, y había que echarlo casi a diario. Vivía en una caravana, allí hacía las transacciones. Corcobado le compró en un par de ocasiones pequeñas dosis. Le pidió absoluta discreción y Bo le prometió no decírselo a nadie. Solo coincidían en su gusto mutuo por Can. Por suerte, esa heroína era muy mala, estaba muy cortada y la vendía carísima.  Javier fue consciente de que otra recaída no estaba escrita en su sino. El tal Bo resultó no ser buena persona, le contó a Paula que Javier le había comprado caballo, lo que ocasionó una disputa explosiva en la pareja. Javier intentó convencerla de que había sido algo puntual, ocurrido por la desesperación que le causaba la enfermedad de Pelu. Ella adoptó el error de comportamiento de su compañero como arma. Javier no pudo más y se fue a Almería con Jesús a emborracharse hasta el infinito. Quería matar a Bo, pero eso tampoco estaba escrito. A las tantas de la madrugada en un bar, le dijo a su amigo que se iba a Valencia. Tomó el primer autobús de la mañana y se plantó allí. Llamó a Silvia Ramos, su amiga de Utiel, y siguió bebiendo. Todo era sórdido. Javier regresó a casa y Paula ya era otra. Con Pelu no se podía hacer nada, más que esperar.

El lunes tres de noviembre se reunieron todos los miembros de la banda en el cortijo para comer unas lentejas, el plato estrella de la casa. Javier, ese mediodía, salió a pasear a Pelu; caminaba el perrín con mucha dificultad, hinchado por la cortisona. Mientras comían, Pelu estaba echado sobre la alfombra del salón. Jesús notó algo raro en él y avisó a Javier. No respiraba. Murió joven, se le paró el corazón con dulzura. Javier entró en un ataque de ansiedad pavoroso. Para la pareja fue como si se les hubiese muerto un hijo. Entre todos, lo enterraron en los alrededores de la casa. A Javier se le rompió el corazón y su capacidad de amar se redujo a cero. Lo único que podía calmar su dolor era entregarse en cuerpo y alma a su próximo disco y al alprazolam, o sea al Trankimazin de cero con cincuenta miligramos, lo que en Estados Unidos era popularmente conocido como Xanax. Su vida, más que por años, estaba medida por discos y libros. Siguió yendo al aljibe con Marlon, que por muy angelical que fuera nunca sustituyó en su corazón a su papá Pelu. Marlon era un perrito muy cariñoso y juguetón, y era el único ser que le hacía sonreír. Cuando el animalillo oía la palabra pelotita, se excitaba y se preparaba para recogerla, dando saltitos y moviendo el rabo, allá donde se la lanzara Javier, al mar, al desierto, e incluso a un pozo con fondo seco que había frente al porche del cortijo, y el perrito siempre volvía con ella en la boca y se la entregaba a Javier para seguir jugando eternamente. Letras, melodías y arreglos se clavaban como lluvia de saetas en toda la indefinida topografía de su alma. Los poemas y las letras devenían en él en San José, en la terraza de un bar que daba al puerto, donde se iba a beber vinos. En el aljibe, a dos metros bajo tierra, las armonías perfectas le escocían hasta trasladarlas a la guitarra.

A finales de noviembre, Bruno Galindo, escritor, artista y periodista multifuncional, que había entrevistado en mayo a Javier en el café Pepe Botella de Malasaña, le propuso presentar la novela en la FIL –Feria Internacional del Libro de Guadalajara–, en el estado de Jalisco, participando en una charla en la que también estarían presentes Nacho Vegas, José Manuel Aguilera y José Luis Paredes Pacho. Bruno haría de moderador. Javier y Paula fueron invitados durante varios días a la FIL con todos los gastos pagados. Fue una estancia tranquila, lenitiva para el dolor de ambos por la ausencia de Pelu. La tarde del evento literario cientos de personas abarrotaban el auditorio: fans de Corcobado y de Nacho, que ya se estaba labrando una carrera en solitario e iba obteniendo gran aceptación en México. Javier leyó poemas y algún fragmento de El amor no está en el tiempo. Nacho cantó alguna rola con la guitarra acústica. El público aplaudía entusiasmado. Javier nunca había vivido una presentación de libro de tal calibre, tan multitudinaria. Bruno hacía muy bien su trabajo como mediador e interlocutor y enseguida entabló cierta camaradería con Corcobado, al que convocó esa misma noche para hacer un palomazo, es decir, una improvisación. Bruno recitaría poemas y Nacho lo acompañaría con la guitarra cantado también algunas de sus canciones en el escenario de un garito denominado La Puerta Veintidós. Javier accedió poniendo como condición no cantar, dado su estado anímico no se veía capaz, pero estaría encantado de tocar la guitarra Tormenta con ellos. Como no llevaba la suya, pidió una Fender Jaguar para la ocasión, afinada como su Tormenta, deseo que le fue concedido.

Cuando Javier llegó a la sala, repleta de gente fumando y bebiendo, buen ambiente, se sentó con Paula a una mesa que le habían reservado cercana al escenario y pidió una botella de Herradura y cervezas. Vio a sus compañeros hacer su show durante un rato y esperó a ser llamado para subir a las tablas. Al fin, Bruno lo miró, le presentó y le hizo una seña, Javier subió al escenario, cogió la guitarra, probó el sonido del ampli, subió el volumen hasta el acople, se dio la vuelta hacia el público, miró a izquierda y derecha y vio que lo habían dejado solo en el escenario. Bruno se había sentado junto a Paula en la mesa y Nacho había entrado al camerino porque se le había roto una cuerda. Corcobado, como ya estaba ahí y lo estaban ovacionando, empezó a tocar él solo a su manera destructiva e infantil, sacándole las tripas a la guitarra y haciéndola gritar de fruición y dolor, procurando no ser armonioso en ningún momento. Tras cinco minutos de martirio para la guitarra y los oídos del público, ya que subió el volumen del amplificador al máximo para mantener un feedback constante, cortó en seco y echó un vistazo al camerino. Nacho seguía ahí luchando con la cuerda de repuesto y no parecía que fuera a resolver la avería con rapidez. De modo que Javier siguió tocando. No se acercó al micro ni para dar las buenas noches. Repitió un riff hasta la saciedad, rompió a propósito varias cuerdas de la guitarra y la dejó apoyada en el ampli con un pitido agudo como banda sonora del final de la película. Se sorprendió al ser aplaudido durante tanto rato. Bruno se lo había pasado en grande y seguía allí sentado con Paula, aplaudiendo y dándole a los caballitos de tequila. De modo que la jam session, el palomazo, no llegó a darse.

Quedaron en ir luego a un concierto de la banda Aterciopelados, y es que ese año el país invitado de honor era Colombia, todo giraba alrededor de la figura de Gabriel García Márquez, cómo no. Cuando Javier salía por la puerta del tugurio, Bruno le entregó un fajo de billetes que ni siquiera contó, se lo metió al bolsillo y se fue, agradecido. Más tarde encontró a Nacho pululando desorientado por el recinto del festival. Javier lo vio nervioso y le proporcionó algunos comprimidos de alprazolam. El concierto de Aterciopelados, ciertamente entregados a su audiencia, les causaba apatía. Cogió a Paula y se fueron a cenar a la habitación del hotel.

 

Ese año, la editorial almeriense El Gaviero editó la primera antología poética de Javier Corcobado, Yo quisiera ser un perro, que incluía todos sus libros editados e inéditos hasta entonces: Chatarra de sangre y cielo, El sudor de la pistola trece, Edad Sol, Perpetuo viaje sin hogar y Poemas de Almería. El álbum Editor de sueños fue nominado a los Premios de la Música de España. Corcobado no pudo asistir a la ceremonia. Envió como delegados a Jesús y a Salvador a recoger el premio a Sevilla, con una nota que debían leer en público en caso de recibirlo. No se lo dieron.

 

Entre finales de dos mil siete y principios de dos mil ocho, Corcobado exprimía de tal manera la fruta de su creatividad que ya contaba con casi todas las canciones que compondrían su siguiente disco. Fluían, estaba a bien con la divinidad. Otra vez había entrado en el bucle de publicar un álbum, hacer gira, publicar álbum, hacer gira… Ya no había vuelta atrás. Sintió cómo el amor se alejaba de él y la música, droga y amante, cada vez le consolaba más. Arnal también consiguió trabajo en el Mini Hollywood y viajó con Vera en el tiempo: se hizo vaquero de película del Oeste a diario. Era una buena ocupación cantar todos los días en el Saloon y tocar country para los turistas, montar a caballo, recrear escenas de tiroteos, etcétera. Ambos dejaron la banda. Corcobado lo lamentó, pero estaba acostumbrado a cambiar de músicos. Siguió con su leal Jesús, con Paula y con Salvador. Les iba mostrando canciones nuevas, totalmente arregladas, para fijar las estructuras, ritmos y melodías que cada quien habría de interpretar. Corcobado se había propuesto seriamente llevar a buen término su mejor obra musical, costase lo que costase. El resultado sería A nadie.

 

Agradecimientos

A Aintzane, Nora, a mi familia al completo, a mis amigos, a los personajes reales e irreales de la novela, a los lectores, a la vida, a la música, a Libe Mancisidor, Pablo Salgado, Bruno Galindo, Dídac Aparicio, Carmen Bardal, y a Enid Blyton, Luis Martín-Santos, Edgar Allan Poe, Fitz-James O’Brien, William Peter Blatty, Mario Puzo, William Faulkner, Ernest Hemingway, Tristan Tzara, William Shakespeare, Charles Bukowski, Wiliam S. Burroughs, John Milton, Dante Alighieri, Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Aldous Huxley, George Orwell, J. G. Ballard, Stephen King, Don Winslow, Juan Rulfo, Umberto Eco, Ramón María del Valle-Inclán, José Luis Moreno-Ruiz, Pierre Drieu La Rochelle, Hunter S. Thompson, Miguel Delibes, Yukio Mishima, Alfonso Sastre, Vicente Aleixandre, Gustavo Adolfo Bécquer, Goethe, John Steinbeck, Santa Teresa de Jesús, Wislawa Szymborska, Paul Auster, Jonathan Franzen, Thomas Harris, David Foster Wallace, Rudyard Kipling, Salman Rushdie, Arthur Conan Doyle, Edgar Rice Burroughs, Manuel Vicent, Stephen Dunn, Vladimir Nabokov, Louis-Ferdinand Céline, Pedro Antonio de Alarcón, Lewis Carroll, Joseph Conrad, Herman Melville, Jonathan Swift, Carson McCullers, Cormac McCarthy, Ian McEwan, Mark Z. Danielewski, Philip K. Dick, Ray Bradbury, Jim Carroll, Hans Christian Andersen, Patrick Süskind, James Joyce, Thomas Mann, Nicolás Maquiavelo, György Faludy, Camilo José Cela, J. D. Salinger, Franz Kafka, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Homero, Roberto Calasso, Francis Picabia, George Fielding Eliot, Enrique Jardiel Poncela, Ramón Gómez de la Serna… y otros escritores que ahora no recuerdo… 

Estos fragmentos pertenecen al libro La música prohibida, publicado por Liburuak.

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