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La nieve te hizo tan blanca

 

Quisiera haber apuntado en una libreta todos los detalles. Porque luego me encuentro con ella y me dice: «No, así no fue ¿no te acuerdas?» Y  lo que yo me acuerdo tiene que ver muy poco con lo que en realidad pasó.

 

Ella apareció en Nueva York una mañana de febrero en que nevó. Yo era más joven, vivía en Brooklyn y poco sabía del invierno. Ella llegó al aeropuerto acompañada de una amiga que–cuando pasó lo que pasó–se dedicó a criticar sin mirarme a la cara. Yo creí que les había prometido un tour por Nueva York pero ella me dice que les había prometido subir al Empire State. Puede ser cierto porque cuando cae la nieve clausuran el balcón (y nadie sube hasta allá para darle vueltas a la tiendita de recuerdos y tomarse un café.)

 

Ella era trigueñita, del bello color de la arena mojada –como leí en una crónica cubana. Tenía mucho dinero y le disgustaba mojarse las botas. No sé por qué nos quisimos, pero entre tantas dudas y malos recuerdos siempre parecemos concordar en aquello: nos quisimos. Fue una locura de invierno, casi siempe estábamos metidos en la cama o en una bañera, tocándonos como quien desea por primera vez.

 

Su viaje estuvo cortado por un crucero que partía a las Bermudas desde un muelle en Manhattan y por un viaje relámpago a Moscú. Cuando llegó su crucero terminaba de nevar, cuando regresó desde Moscú (para estar conmigo por cinco días, conocer Boston y volver a Lima) nos estaba sepultando una nevada. Su amiga tomó un taxi en el muelle. Dijo que la encontraría el día de la partida, en el aeropuerto.

 

Caminamos por la 42. Ella miraba con espanto sus botas enterradas en el hielo de la calzada y yo forcejeaba con una maleta repleta de recuerdos rusos. Ella sugirió que nos metiéramos a un restaurante carísimo para desayunar. Viéndola cubierta de nieve y con una mueca de angustia, intentando forzar una sonrisa debajo de su abrigo de esquimal yo le dije: «La nieve te hizo tan blanca».

 

–Así no fue. Yo me estaba muriendo de frío y quería tomarme algo caliente.

–Tú estabas molesta porque eran tus botas nuevas. Se te estaban arruinando.

–Y tú me dijiste que se me arruinaban y me comprabas otras ¿Eso no te acuerdas?

–¿Yo? ¡Si en esa época yo estaba más misio que nunca! No puede ser…

 

Ella se ríe en el teléfono. Se acuerda de otros detalles: quise que pasara la primera noche en mi departamento, que yo compartía con dos amigos. Un colombiano se hizo el huevón y quiso abrir la puerta del baño donde ella estaba calata. En Boston me obligó a pagarnos un buen hotel. Sólo pude pagar una noche y ella pagó las siguientes (al parecer yo juré que le iba a mandar el dinero a Lima). La noche que se fue, lloró en el camino hacia el aeropuerto. Dice también que durante aquél viaje en taxi yo prometí acordarme de la fecha en que nos reencontramos en Nueva York después de tantos años, sin embargo

 

–Te olvidaste. Eso y todo lo que te conviene. Sólo te acuerdas de los polvos.

–¡Qué malhablada!

 

Suelta una carcajada. En ella no se notan heridas ni rencores. Éramos más jóvenes y más tarados. Desde entonces nos hemos encontrado muy poco, siempre en la computadora o en el teléfono. Nunca nos hemos vuelto a ver.

 

–No puedo creer que hayas venido tantas veces a Lima y jamás me hayas llamado.

 

No hay reglas para los amores del pasado, tampoco para las amistades duraderas. Las personas se juntan por leyes de atracción que funcionan sin que movamos un dedo. Gracias a estas mismas leyes, al reencontrarse, las personas vuelven a ese afecto. Disminuído, porque se acabó «la llamarada», pero siempre allí: un afecto de llamadas cariñosas, de bromas subidas de tono. Son jueguitos semicivilizados para no dejar de ser nosotros mismos, para no olvidarnos de nuestros errores y ser, a nuestra manera, amigos inmortales.

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