Hace ya unos meses dejé de escribir. En el último texto las calles de Nueva York yacían dormidas bajo la nieve y ahora, una súbita lengua de lava se ha llevado por delante la larga sombra del invierno. Creo no excederme si hablo de ausencia. Que ésta haya pasado inadvertida o que apenas haya echado de menos este cuaderno son cuestiones en las que, por razones contractuales, conviene no indagar.
El caso es que lo dejé y hace apenas una semana pensé seriamente en volver, como una de esas parejas de adolescentes enamorados que se escapan de casa, se lo pasan en grande durante unas horas y luego, de repente, salen corriendo hacia la primera cabina en cuanto se asoman al abismo terrorífico de la libertad absoluta. Durante un tiempo jugué con la idea de la huida y con otras mucho más peregrinas, pero sólo porque sé que ninguna está de verdad en mí y quizás en nadie. Nado y guardo la ropa.
Pensé que si retomaba el cuaderno lo haría como si nada hubiera sucedido o como si un montador hubiera decidido en una oscura sala que de mis pasos en el túnel helado del metro con un hombre tirado en el suelo escuchando a Héctor Lavoe se debía pasar al verano furioso, con un corte limpio para reforzar el ritmo narrativo de mi vida o algo así. Le di vueltas a contar algo instrascendente ocurrido en un bar o en la cola del banco cuando voy a buscar el dinero del alquiler o, simplemente, sacar alguna estampita del cajón de anécdotas que algún día, un hijo, una nieta o cualquier desconocido heredarán. Lo único que tenía claro es que no escribiría sobre la ausencia. No escribiría sobre no escribir.
Pero cambié de opinión, una de las grandes ventajas de hacerse mayor, y entendí que si me esforzaba un poco más, si le buscaba las cosquillas al asunto, podría encontrar las claves de por qué escribo inscritas en la misma decisión de dejarlo. Es un tema muy literario y altamente sentimental, material delicado en el que podía acabar hablando de abismos, amor y locura, como así ha sido. En el futuro, achacaré estos fallos a mi juventud, al igual que tantos otros han hecho con su levantar de banderas maoístas o franquistas como si aquí no hubiera pasado nada.
Dejé de escribir por pereza, por vergüenza, porque estaba cansado y porque las cosas me iban mejor y quería vivirlas. Dejé de escribir porque mientras otros escriben cosas de verdad con personas de carne y hueso e historias como cebollas, yo no escribía más que chorradas. Creo que no hay más, ni menos.
He vuelto porque cada vez más me gusta caer mal y porque si no escribo lo que me ocurre, se me olvida. He vuelto porque conocí a Jesse, mi amigo inglés, y el otro día hablamos de Cervantes y de Shakespeare y de las traducciones en su jardín trasero y luego me mostró un relato que le han publicado en una revista exquisita de Londres y cuando le hice la foto de arriba pensé que había captado su halo de escritor aventurero y educado que toma notas en la cubierta de un barco junto a una taza de té. He vuelto porque vivo en Nueva York y Antón y Eva también, y ellos, que saben de esto, me han dicho que vuelva y me han prestado su kindle y me han cuidado y me han animado todas las veces que dije: mañana empiezo el libro, sabiendo que eso no iba a ocurrir. He vuelto porque cuatro gatos me echaban de menos y dedicaron un minuto de sus vidas a escribirme desde Beirut, Madrid, Barcelona, Mallorca y vaya usted a saber desde dónde más. He vuelto porque Ángela ha vuelto. He vuelto por la noche que pasé con Rodrigo Hasbún y Carlos Yushimito del Valle. Y por la novela de Hasbún y por el Concierto de Aranjuez de Jim Hall que suena ahora mismo y las películas de Chris Marker y el guión de Pozos de Ambición de Paul Thomas Anderson. He vuelto porque todo es un circo y una tragedia al mismo tiempo. He vuelto porque el mundo está lleno de impostores y yo soy el hijo de puta que quiere aguarles la fiesta de su premio literario miserable creado para lavar dinero negro. He vuelto porque quiero ese dinero. He vuelto porque quiero contar tragedias como si fueran chistes y bromas con la cara de un muerto. He vuelto porque Carolina va a volver, pero lejos de aquí. He vuelto porque no pierdo ocasión de despelotarme en público. He vuelto porque cuando escribo, la culpa desaparece. He vuelto porque echo de menos a mi hermano Pablo y a mi hermano Ramón y a hermano Emilio y a mis padres y a mi tía y a mi familia, en fin, y hasta a mi perro Drake que tiene un ojo negro y de ahí el nombre de pirata cabrón, aunque su corazón sea más honesto que el del infame marinero inglés. He vuelto porque tampoco es tan importante y uno no puede estar diciendo a todo que no. He vuelto porque las noches se perdían en ellas mismas sin dejar su rastro de tinta en la almohada.
Y he vuelto porque de madrugada, mientras leía a Patrick O’Brian, cuya tumba fui incapaz de encontrar en Collioure, me detuve a pensar en lo curioso que es que todavía haya tanta gente en este mundo que crea en las cosas y ponga el cuerpo por ellas y entonces supe que la ausencia era cobardía, infamia y deserción y nada más.