La vieja técnica cinematográfica norteamericana del day for night, actualmente ya en desuso, me viene esta mañana a la cabeza para evocar tantas imágenes pasadas vividas y trasladar ese método a la realidad cotidiana, a esa rutina excitante a veces, estimulante otras pero por desgracia irritante las más. Con toda la porquería y fetidez que mancha nuestras vestiduras –y que por más que las limpiemos no desaparece– me veo tentado convertir mi vida diurna en nocturna con la intención de esconderme del sol y buscar en la luna lo que no encuentro en la luz. Y sin embargo, es a ella donde regreso, aunque sea de manera ficticia, ayudado del filtro que opaca nuestras vergüenzas para resaltar nuestras virtudes, ya sean exageradas o exactas.
De igual modo que François Truffaut se sirvió de esa técnica en su maravillosa Nuit americaine (1973) por razones bien distintas a las mías, a las nuestras. Cuántas veces habré visto esa película y cuántas me habré enamorado de Jacqueline Bisset e identificado con el inmaduro y caprichoso Jean-Pierre Léaud. Desde que murió el genial cineasta francés, Léaud se quedó huérfano. Igual sucedió a Helmut Berger tras la desaparición de Luchino Visconti. Hay historias y pasiones tan intensas que nos destruyen, que nos matan, por más que intentemos reemerger. Son sentimientos tan intensos que nos abrasan. La dependencia intelectual y emocional de alguien sobre otro es en ocasiones tan enorme que la ruptura, la lejanía, la desaparición anulan y en definitiva conducen a la muerte. Casi mejor para no seguir sufriendo y acabar con el íncubo. Berger no resistió demasiado el fallecimiento de su gran protector italiano y después de dar tumbos terminó como debía terminar. El guión estaba escrito.
Trabajando en los ochenta como periodista tuve ocasión de cubrir una ceremonia de los Óscar y asistir con otros colegas a una fiesta que la Academia de Hollywood organizaba para los corresponsales extranjeros. Saludamos a su entonces presidente, Gregory Peck, alto, delgado, majestuoso y señorial pese a su ya avanzada edad. A pocos metros de él estaba ella, uno de mis grandes amores, que por desgracia y evidentemente jamás tuve la fortuna de que fuera correspondido. Maldita sea. Jacqueline, la bella actriz franco-escocesa, fingía educada atención a los invitados mientras su por entonces novio, Alexander Godunov, el rubio bailarín ruso fallecido hace diez años, no hacía más que abrazarla y besuquearla sin importarle que a nosotros, y a mí personalmente, eso nos hacía daño. Jamás, reconocí enrabietado, podría conquistarla, porque jamás sería capaz de romper de entrada los filtros de seguridad que la rodeaban; y de salida, porque yo no me podía comparar con el sobón de acompañante y seguramente porque mi vida, mi breve currículo, no le suscitaría ninguna atracción.
Sin embargo, mi inconsciente romanticismo baturro me obligaba a fijar mis ojos en los suyos, ya saben, con la esperanza de que con ese gesto ella me devolviera la mirada. Estaba prendido del «alma» pero sobre todo del cuerpo de esa preciosa criatura a la que yo hubiese querido contarle mi vida en tres minutos, en tres horas o, puestos a escoger, mejor en tres meses. No hacía falta que me explicara la suya, porque me la sabía de memoria y las lagunas que me faltaban las hubiese llenado con mi fantasía, que de eso iba sobrado. Le hubiese dicho que yo también procedía de una familia rota y educado como buenamente pudo por una madre medio abandonada. Le transmitiría orgulloso que había traicionado a mi otro amor platónico, también british , Julie Christie y de mirada igual de azul e igual de hechizante que la de ella. Le contaría que pensé que tenía esperanzas de tener una aventura cuando en 1968 vi un filme suyo llamado algo así como «La primera conquista» de unos jóvenes estudiantes vírgenes que trataban de ligarse en un hotel a una guapa de campeonato, es decir ella, y que sólo uno, el más tímido, es decir yo, lograba seducirla y llevársela a la cama. Me excusaría porque no hubiera sido capaz de conservar mi virginidad y resistir hasta no haberla conocido como la estaba conociendo en ese momento en Beverly Hills, con ese traje negro tan elegante. Le diría, ya lanzado, que yo no era buen bailarín como Godunov, pero que no me faltaba otras cualidades entre las cuales que me sentía mucho más respetuoso y fiel que el guaperas ruso.
Tantas cosas le hubiese confesado… Pero, hete aquí, que el somnífero que me había tomado anoche dejó de hacer efecto y desperté de madrugada. Dónde estaba, qué hacía, que proyectos tenía, pero sobre todo dónde estaba mi amor, mi amante, mi vida, mi todo, que era Jacqueline. Dije medio atontado, más de lo normal, que ya es un decir, algo en francés y en inglés para ver si así reaparecía. Ni por esas. Traté de llamar en vano a Truffaut. Me acordé entonces que llevaba muchos años muerto. ¿Y si me pusiera en contacto con Léaud?, pensé. Mejor que no, me respondí inmediatamente, porque admito a mis muchos años con vergüenza no haber alcanzado todavía la madurez (no sé si habrá ya tiempo), pero no soporto verme reflejado en la imagen de otro como yo. Para cretinos me basto y me sobro.
Como ya no podía conciliar el sueño, decidí entonces dar aún más rienda suelta a mi calenturienta imaginación y decidí recurrir a la técnica del day for night, o sea a la nuit americaine. Tratar de incorporarla a nuestro impresentable ruedo ibérico. Convertir en luz la sombra que oscurece la imagen de figuras públicas nacionales que tanto desprecio y odio me producen. Un imposible, pero nunca se sabe. Rodrigo Rato, he leído, acaba de completar un cursillo de 48 horas para adiestrarse en el voluntariado social. No soy rencoroso, me dije a mí mismo, pero a estos tipejos no podré jamás perdonar en vida las tropelías cometidas y la sensación de impunidad con la que se mueven. Si tuviera el bate de béisbol, pensé, arrasaba ahora mismo sus mansiones, destruía sus coches de alta gama y les hacía lo de Alberto Sordi en Un borghese piccolo, piccolo (1977), una formidable peli de Mario Monicelli que sigue teniendo plena vigencia a pesar de los muchos años desde su estreno. Por cierto, Monicelli puso fin a su vida en 2010 arrojándose por la ventana de su habitación de hospital porque tenía cáncer. Puse el filtro para sacar de la sombra a duques consortes, banqueros, empresarios, políticos y religiosos pedófilos. Algo fallaba. La noche seguía siendo noche. Era obvio. El reloj despertador digital marcaba las 3.45. No sabía bien qué hacer. ¿Tomar otro somnífero? No me parecía conveniente para mi salud. Decidí entonces trasladar el sueño a la pantalla del ordenador. Era la única herramienta para un ser asocial como yo. La nuit americaine era una técnica del pasado. Estos pillos y otros como ellos habían inventado ya otros métodos más sutiles para moverse tranquilamente a la luz del sol a pesar de que ellos y todos nosotros continuábamos viviendo en las tinieblas. Me acordé de Jacqueline y me dije: «Tengo que llamarla un día de estos para ponernos al corriente desde aquel primer encuentro».