Primero me pareció Franz Kafka de niño. Más tarde, tal vez Joseph Cornell. Pero a medida que pasan las horas lo voy teniendo menos claro. De alguna manera es como si me hubiera situado yo mismo ante el escaparate del relojero del Passage Dauphine. Aunque la noche ha caído ya, ese niño, ese yo disfrazado de Joseph o de Franz (también podría ser una niña) sigue ahí. También podría ser la hija del relojero, enviada por su madre para que le diga a su padre que es hora de cenar, de echar el cierre, de volver al ruido. Y Brassaï toma nota minuciosa, se sonríe y calla.
Con la noche todos tenemos relaciones. Vuelvo a lo que escribió Roberto Bolaño en Estrella distante, que se refiere, también, a la misma noche de la ciudad que Brassaï convirtió en su campo de maniobras materialista y sentimental, París: «En París había hecho de todo, desde pegar carteles hasta encerar suelos de oficina, una labor que se realiza de noche, cuando los edificios están cerrados y que permite pensar mucho. El misterio de los edificios de París. De esa manera llamaba a los edificios de oficinas, cuando es de noche y todos los pisos están oscuros, menos uno, y luego ése se apaga y se enciende otro, y luego ése se apaga y así sucesivamente. De vez en cuando, si el paseante nocturno o el hombre que trabajaba pegando carteles se quedaba quieto durante mucho rato podía ver a alguien que se asomaba a la ventana de uno de esos edificios vacíos y permanecía allí durante un tiempo, fumando o contemplando la ciudad con los brazos en jarra. Era un hombre o una mujer del servicio nocturno de limpieza».
Desde la noche, el mundo se ralentiza, como la luz. Por eso Brassaï trabajaba con un trípode, y dejaba que la película se expusiera a esas partículas volátiles durante muchos minutos. Esa es la luz que impregna el papel fotográfico, el papel fotosensible, para que se positiven los brillos y las sombras, los reflejos, los acaso ectoplasmas, las pisadas, los pensamientos que urdimos, las intenciones, los deseos no confesables, o los que no hay miedo de confesar cuando se hace lo que se desea sin el menor temor a que el fotógrafo se aproveche de un rostro, de una sombra, de un gesto. De un fragmento de nuestra piel expuesta a las heridas y a las caricias. Mercado de la carne, mercado del deseo, mercado de la duda y de la efusión sentimental, pura, dura, efímera. Durante la noche que Brassaï, que se creó un nombre a medida recordando el lugar de Hungría del que provenía (Brassov), hizo suya para que luego la transitaran tipos como Georges Simenon, como Jean Genet, como Patrick Modiano… Como nosotros cuando seguimos nuestras propias huellas desdibujadas en los adoquines barnizados por la lluvia, por la luz difusa, por el sueño.