“Para acordarme de porqué he nacido, vuelvo a ti, mar”
Juan Ramón Jiménez
No dejo de percibir en El sembrador de estrellas la idea como de un sueño sumergido. La inmersión en un ámbito rico en profundidades y hallazgos con mágicas raíces; y luego, digámoslo con palabras del gran Lezama Lima, “el viaje de su energía por un despertar naciente”. Por la inexorable extensión materna de la sombra, la de la noche y el mar. La del río del sueño. Sueño también en la perspectiva de Calderón: a la vista de las grandes cosmópolis y conurbaciones del planeta, volcados hacia ese Tokio infinito (indefinido y nocturno caleidoscopio) también nosotros podríamos decir que, en efecto, la «vida nos parece [un] sueño».Y el sueño, como el mar, ignora el paso del tiempo.
“Sagrada y misteriosa cae la noche, / Dulce como la mano amiga que acaricia”, escribió Luis Cernuda. En su decantarse hacia la noche, en el dentro de la noche, la mirada de Lois Patiño quisiera acompañar las transmutaciones de la gran ciudad: informe figura como de terciopelo vuelta ahora toda ella sobrenaturaleza, con su aire de encantamiento, su estupor cósmico y misterioso. Quisiera la rotación de la mirada tocar su centro de oscura fuente de seda – en una obsesión que, es cierto, no esconde su carácter mágico. Acercar no solo la visión sino el oído para comprobar las leyes secretas de su gravitación, el principio de su movimiento, o su propio despertar. Soledad, arrecife, estrella, todo cuanto merece – como escribiera Mallarmé en “Salut”- “la blanca inquietud de nuestra tela”.
Lois Patiño nos revela en Lenta fluye la noche un mundo sin despertarle su sombra, su vida profunda y soterrada. En la maternidad de esa sombra líquida de la que nunca se desprende, las imágenes mantienen el secreto y el misterio; requieren, por ello, de la visión en espera. El lento vislumbre de un deslizamiento en la noche, que es la noche. Se trata, sin duda, de imágenes de medida órfica; pues, como es sabido, para los órficos, en el comienzo del mundo existió sola la noche, representada como un enorme pájaro de negras alas.
Podemos, sin embargo, preguntarnos: estas imágenes, ¿entran o salen del sueño? Diríamos que, arrebatadas por el espíritu de la extensión, se dirigen lentamente hasta el fin de la noche, su centro más denso, que es también su extremo. No hay duda: la película crece hacia adentro, hacia su raíz, que resulta el secreto del sueño que es la vida, y que la muerte recoge.
Constatamos en la mirada de Patiño también como una nostalgia elemental, teñida de una cierta y paradójica confianza por la transformación de esos fenómenos (sobre)naturales mostrados durante el desenvolvimiento vegetativo de cada jornada, guardados y hasta impulsados, propulsados por los destellos radiantes de la técnica. Con el asombro del desembarcado, observa el objetivo de la cámara las refulgencias diamantinas en las entrañas del plutonismo de la gran metrópolis japonesa, como hechizos o resonancias del vientre oceánico de la ballena.
Hemos de contemplar El sembrador de estrellas como un puente de resonancias, precisamente, entre lo que desaparece y lo que comienza a articularse de nuevo. Gérmenes, orígenes, plasmas nuevos, corpúsculos que se funden con la inmensidad de lo abismado o ausentado. Como en el eterno recomenzar del mar.
La cámara ansía la penetración en la región del incesante engendrarse de las fuentes de luz y movimiento, cascadas de polarizaciones que orbitan y se cruzan. Lento crescendo como rumia del ser capaz de dar acogida, no obstante, al remolino y al vacío, las exhalaciones de la ciudad y las figuras que se deshacen sobre la arena de su imagen.
Espacio respirado – casi en sentido rilkeano -. En su húmeda sombra, la noche también es como el océano, un turbión oscuro y sinuoso de potencia creadora: el motor – alma dinámica o germinativa – del propio contemplador solitario. Como en una central de energía hidráulica, allí se genera la síntesis entre lo exterior y lo invisible que da vida.
También la imagen, tal el sujeto a ella volcado, pertenece a la oscuridad y a la ausencia; a todos esos movimientos que se desenvuelven sigilosos en un secreto ajeno a toda publicidad o espectáculo. Ya Novalis, frente a la exaltación de la claridad que había hecho el clasicismo, advirtió la fecundidad de lo oscuro. En el crepúsculo, sostenía, late el misterio de la existencia. Si la noche es un manantial de nuevas formas, ese hecho solo se revela al solitario, al separado que se adentra en su propio sol (negro) interior. En el encuadre habrá de buscarse, por tanto, el lugar de la (propia) desaparición.
La cámara de Lois Patiño nunca aspira a la descripción, o al análisis de lo que tiene delante, sino a la escucha, a la vigilancia o la vigilia. La atención de aquello que, en la creación, se hurta a sí mismo, se pierde, se ignora; no sin antes, con todo, fracturar o sobrepasar las formas ya gastadas de la consciencia. Se trata de una mirada que se muestra, en este sentido, cercana a una mitología natural que condujese todo el orden de las divinidades y jerarquías de la técnica a su estado primitivo de puros fenómenos elementales de la naturaleza. Un ámbito donde los dioses, los artefactos y los hombres se bañasen de nuevo en mágicas epifanías; sintiendo, como un alma ancestral, la soberanía de esa irradiación, la reiteración de lo primigenio, la vuelta de las estaciones. Las refulgencias cromáticas actúan, de este modo, como señales de las metamorfosis hialinas del océano…del ser.
Perseguir la desaparición. Extraña pero hermosa aspiración esta de hacer sentido precisamente allí donde el sentido se esconde, se evapora o excede, al margen de la razón, en las crepitaciones lumínicas del aire o los movimientos furtivos del agua. Toda fuerza y tromba elemental se trueca en onda y corpúsculo. Arrastrando con ella el secreto de lo plutónico. Ascendiendo, subiendo desde ese fondo último de la vida, atravesando la realidad, irguiéndose ante ella o, mejor, entre ella.
El sueño, como el mar, ignora – decíamos – el paso del tiempo. Pero esto es así porque ellos – sueño, mar, noche – constituyen el fondo mismo de los tiempos. Y su vaivén es el ritmo dual que la imagen habrá de captar: alternancia de llegada y pérdida, recepción y huida, indeterminación y conclusión, ausencia y presencia. He ahí el juego originario de la aparición y la desaparición. El latido de la vida oscura que se pierde y surge. Partida, retorno, pleamar y olvido. Vida: muerte.
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En el budismo Zen, el vasto gesto del océano representa un símbolo inequívoco de la vida ultraterrena. En 1682, el haijín Matsuo Basho se encontró a un niño abandonado por su padre en la orilla del río Hizigawa. Según el poeta, ese padre no había podido mantener la ola que es el mundo. En la estética japonesa existe un concepto, de nombre Yûgen, que ahora viene al caso. Yûgen podría traducirse, malamente, como el fondo ignoto del mundo. Para los japoneses sería todo aquello en lo que subyace un componente de genuino misterio, precisamente porque la naturaleza de ese fondo, por oscura, no puede dilucidarse. Aquello que es mayor o más complejo que lo humano está, por tanto, cargado de Yûgen. El insondable océano lo está, por ejemplo, pero no un estanque. Igualmente lo está un bosque, pero no el jardín; en la medida en que ya se trata de una naturaleza sometida a mano humana. No cabe duda de que la gran urbe de Tokio, en la visión nocturna que nos ofrece Lois Patiño, también podría encuadrarse dentro de esta categoría. No solo por esa belleza inmensa y ajena a lo humano que ahora le conceden la técnica y la noche. Sino porque lo que allí reverbera al modo de una conversación infinita al borde de la desaparición – y precisamente sobre ese límite que supone la desaparición misma – no es otra cosa que el sustrato enigmático e incognoscible en el que todos nos hallamos destinados.
En un poema memorable, Jules Supervielle condensó este afecto, en relación además con la presencia del océano, lo que nos conduce directamente a la pieza titulada Sombra metálica del sueño. El poema lleva por título La mar, y dice así:
“Es todo aquello que habríamos querido hacer pero no hicimos,
Lo que quiso manifestarse y no halló las palabras que servían,
Todo lo que nos ha abandonado sin decirnos nada de su secreto,
Lo que podemos tocar e incluso hender a hierro sin jamás
alcanzarlo,
Eso que se ha vuelto espuma para no morir del todo,
Eso que se ha convertido en unos segundos de estela por
gusto radical de lo eterno,
Eso que avanza en las profundidades y nunca ascenderá a la
superficie,
Eso que avanza en la superficie y teme las profundidades,
Todo eso y mucho más aún,
La mar.”
Lo que no está, lo que se ausenta, lo que deja su sombra, lo que se fuga, lo que apenas puede entreverse, lo que se presiente, lo que está a punto de olvidarse. Son cuestiones recurrentes en la tradición poética nipona. Igual que la poesía japonesa, la cámara de Lois Patiño le hace preguntas a la ausencia y al vacío, mientras se extiende el mar o la sombra, o mientras ve que las luces silentes de los trenes y barcos de Tokio fulgen como luciérnagas, quizás una de las más bellas imágenes que la poesía extremo-oriental ha logrado del alma sorprendida en el acto de abandonar el cuerpo.
Y es que también a Lois le gusta ir, poco a poco, demorándose y trazando una constante alusión a esa feliz impermanencia de todo, como si deletrease en silencio este poema japonés:
«Oh, en este mundo
de apariencia inmutable,
cómo conmueve ver;
mecido en la corriente,
un barquito de pesca».
Dónde: Galería Isabel Hurley, Málaga, España
Cuándo: Desde el 4 de marzo hasta el 16 de abril