Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaLa noche que pisé el Algonquín. El ‘New Yorker’, Museo del Prado...

La noche que pisé el Algonquín. El ‘New Yorker’, Museo del Prado del periodismo

 

A Dorothy Parker le gustaba el Martini. Bebía una copa, dos… no más. A la tercera, decía, ya estaba debajo de la mesa. A la cuarta, debajo de su anfitrión. Parker fue la escritora más carismática del “círculo vicioso”, el nombre de una de la tertulias literarias más celebrada en Estados Unidos. Sus miembros se empezaron a reunir en 1919 en la mesa redonda del Algonquín, un hotel situado en el número 59 de la calle 44 de Nueva York, una costumbre que mantuvieron hasta 1929.

 

Guionista en Hollywood, poeta, autora de comedias y relatos sobre la burguesía neoyorquina, Parker inspiró la película La señora Parker y el círculo vicioso. La cinta, centrada en la escritora nacida en 1893, refleja cómo eran las tertulias en el Algonquín: los más madrugadores llegaban a la hora del almuerzo y se prolongaban hasta bien entrada la noche. La vida cultural se comentaba mejor entre partidas de póker y con champán en la mesa.

 

El “círculo vicioso” lo integraban, además de Parker, Franklin Adams, uno de los escritores más famosos de su tiempo; Robert Benchley, un referente de la revista Vanity Fair; Robert Sherwood, ganador de cuatro premios Pulitzer; Alexander Woollcott, crítico de teatro en The New York Times; George Kaufman, un reconocido director de teatro; Heywood Bround, periodista deportivo; Marc Connelly, director teatral de éxito; Edna Ferber, escritora y guionista, y Harold Ross, fundador de la revista The New Yorker.

 

The New Yorker es quizá la mejor revista literaria del mundo. En ella han publicado autores como J. D. Salinger o A. J. Liebling y en ella se han publicado –y se siguen publicando– reportajes icónicos como Hiroshima o A sangre fría. The New Yorker es a los periodistas lo que el Museo del Prado a los amantes del arte. Allí solo llegan los elegidos. La revista nació en el Algonquín. Ross ganó una buena mano de póker y, con ese dinero y mucho atrevimiento, lanzó en 1925 una publicación que debía huir de lo cerebral, según Tom Wolfe: “Ross no quería que en la revista se publicara nada demasiado cerebral o kantiano, ni demasiado exuberante, furioso o efusivo, ni demasiado ‘bohemio’, ‘pretencioso’ o ‘serio’”.

 

 

El día que pisé Nueva York, hace ahora un año, me fui al Algonquín en cuanto se hizo de noche. “Vete a tomar un cóctel al Algonquín”, me dijo Marc. La primera redacción de The New Yorker estaba junto al hotel, que era una segunda oficina para sus redactores. Algo me decía que allí me iba a encontrar a David Remnick, actual director de la publicación, tomándose la última con sus amigos plumillas. Quién sabe, quizá incluso Ross y Parker estarían allí escondidos. Si alguna ciudad puede resucitar a los muertos es Nueva York.

 

Una placa en la entrada del hotel recuerda que en los años 20 allí se celebraba la legendaria tertulia de la mesa redonda. Parker, Benchley y Woollcott fueron sus miembros originales. William Faulkner escribió desde allí su discurso de aceptación del premio Nobel. En la web había leído que a todos los invitados les entregaban un ejemplar de The New Yorker. Entré. Por mi aspecto, en recepción entendieron que no pretendía alojarme allí y me mandaron al bar, una sala alargada con sillones de cuero, ilustraciones en las paredes y con una iluminación de color azul. En la barra había un par de camareros. Al otro lado, no más de cinco personas. Al fondo había una pequeña mesa redonda que daba a la calle, pero no se parecía en nada a la que vi en la película del “círculo vicioso”.

 

Ross no quería que su revista fuera bohemia, pretenciosa ni seria. Y allí, en la sala azul del Algonquín, todo parecía bohemio, pretencioso y serio. Una mujer acababa de pedir un cóctel y aparentaba trabajar en un ordenador, pero no se parecía a Parker, por mucha imaginación que le pusiera. A su lado había un voluntarioso señor tratando de llamar su atención. Si fuera Remnick, pensaba yo, seguro que lo habría conseguido.

 

—¿Qué quieres? —me dijo el camarero.

—Una Coca-Cola.

—¿Una Coca-Cola?

 

Debí de dar tanta pena que el buen hombre me explicó cómo rellenar el vaso para cuando terminara de beber mi triste Coca-Cola.

 

—Gracias, gracias…

 

Entonces me erguí, igual que cuando recibo un balonazo y finjo no sentir dolor para que todos aplaudan mi parada, y comencé a mirar hacia el fondo con los ojos entornados, haciéndome el interesante. Remnick no tardaría en llegar. Quizá la mujer del ordenador lo estaba esperando para editar el próximo gran reportaje de The New Yorker. En cualquier momento entraría por la puerta Gay Talese, vestido con chaleco y sombrero. Quizá fuera Ross quien se apareciera de una de esas ilustraciones que adornaban la pared. Eso imaginaba mientras agotaba la coca cola y me comía las galletas que me pusieron. La pagué –el precio no incluía el último número de la revista, aunque costara eso– y me fui.

 

Hoy sé que la tertulia del “círculo vicioso” se celebraba en la sala rosa, “un club privado” que prácticamente pertenecía a The New Yorker, según Wolfe. “El otro bar de cócteles, la sala azul o como se llame, y el otro comedor –no la sala rosa, sino el otro, amueblado con acogedoras piezas de roble– no forman parte de The New Yorker, y allí se reúne toda clase de gentuza, comerciantes e individuos por el estilo”.

 

 

 

 

 

* Este relato se publicó primero en ABC.es.

 

Jaime G. Mora (Madrid, 1987) es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y realizó el Máster de ABC. Antes de llegar a ABC, trabajó durante casi tres años en la web de noticias de Antena 3. Redactor de la sección de España del diario, en ABC Cultural publica cada quince días la columna ‘Ajuste de letras’. En Twitter: @jaimegmora

Más del autor