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Sociedad del espectáculoPantallasLa noción de la amistad en la era de Facebook

La noción de la amistad en la era de Facebook

 

Hace unos días se estrenó en España La red social, la película de David Fincher sobre el nacimiento de Facebook, plataforma Web que define perfectamente la sociedad de la información del siglo XXI. Más allá de la indudable calidad de la cinta, su aparición reaviva el interés no ya sobre el trillado tema de la privacidad sino sobre el significado del concepto amistad en la era de Internet.

       En una escena clave de la película, el fundador de Facebook Mark Zuckerberg, se dispone a celebrar el millón de usuarios de la plataforma mientras una demanda judicial le enfrenta a su único amigo hasta el momento.  El abogado de éste le espeta con sorna: “su mejor amigo le está demandado por 600 millones de dólares”. Poco después, volvemos a la sede de Facebook, donde el joven declina asistir a una fiesta donde se celebrará el éxito cosechado para quedarse totalmente solo en la oficina. ¿Cómo puede ser que el fundador de una de las herramientas sociales clave de nuestros tiempos sea una persona manifiestamente asocial? En mi opinión dice muchas cosas de lo que actualmente se considera como amistad, un concepto que se ha desnaturalizado hasta el punto de depender únicamente de un clic de ratón.

       La palabra amigo proviene del latín amicus, que deriva a su vez del vocablo amore, amor. Se trata, por tanto, de una relación entre dos personas cuya clave reside en el mutuo entendimiento y respeto. Pero sobre todo se basa en la existencia de una intimidad con el otro que nos permite compartir lo que nos alegra o nos atormenta de manera totalmente cercana. Nos abrimos a la amistad porque necesitamos compartir lo que pasa por nuestra cabeza, estableciendo un vínculo de confianza sin el cual estaríamos perdidos. No es lo mismo un amigo que un conocido, alguien a quien también respetamos pero no confiamos lo suficiente como para abrirnos a él y del que solo conocemos la superficie, nunca la profundidad.

       La confusión viene con la aparición de las redes sociales en Internet, una suerte de simulacro de nuestras relaciones personales en donde uno crea un alter ego virtual a partir de pequeños retazos de información personal, fotografías y comentarios sobre lo que hacemos, dejamos de hacer y lo que nos gusta. La naturaleza expansiva de la red fomenta que la única manera de ser partícipe del juego virtual sea aumentando constantemente nuestro número de amigos, solicitando la aceptación de gente que no conocemos de nada. Se hace posible lo impensable, ya que podemos llegar a entrar en contacto con gente que simplemente no habríamos conocido de otra manera. Esta ampliación hasta el infinito de nuestro mapa social es ciertamente positiva, ya que provoca encuentros, choques y conexiones que de una manera u otra generan nuevos conocimientos e ideas. Pero a la vez fomenta una cultura de la superficialidad que sí que preocupa, por el despegue con la realidad que provoca.

       Las nuevas relaciones que establecemos gracias a la ausencia de barreras físicas de Internet se basan en la máxima del fuego a discreción, en lugar de la selección. En este punto, me gustaría recordar una cita del escritor Augusto Monterroso que dice: “Desde que comenzó a hablar, el hombre no ha encontrado nada más grato que una amistad capaz de escucharlo con interés, ya sea para el dolor como para la dicha”. Lo importante de esta frase es que resalta la trascendencia del interés y por extensión de la profundidad de un vínculo para considerarlo como tal. ¿Se corresponden nuestras amistades virtuales con este epígrafe? Lo dudo sobremanera. Sobre todo porque lo que podemos conocer del otro y viceversa no es más que un constructo, una máscara detrás de la cual no hay un rostro sino simplemente la nada. No se exige el ejercicio de sinceridad que implica toda amistad verdadera, un proceso en el cual no nos queda otra más que mostrarnos tal como somos. Tampoco recae sobre nosotros responsabilidad alguna, y así, exentos de deberes, nos encanta sentirnos firmes partícipes del simulacro social que propone Facebook.

       El proceso de amistad se automatiza, pasando a depender de una escueta ventana de aceptación como inicio de la relación y con constantes opciones de valorar aquello que se cuelga mediante botones preconfigurados del estilo me gusta, no me gusta  etc. Esta racionalización/automatización de la amistad es el procedimiento que sigue Mark Zuckerberg en la película. Le resulta infinitamente más fácil entender las relaciones personales como una serie de algoritmos de ceros y unos que conforman tal o cual opción de la Web. Esta reducción no implica una necesidad de empatizar con el otro, sino una disección lógica del mismo a través de la cual determinar gustos, fobias y afinidades comunes sin tener que preguntar, solo consultar aquello que el ordenador ya ha hecho por nosotros. La tecnología se convierte en un medio que niega la interpersonalidad pero permite una comunicación eficazmente inmediata.

       Ahora bien, ¿Qué tipo de comunicación se logra establecer? En este punto, me remito al excelente ensayo de Gilles Lipovetsky La era del vacío, en donde define un acto de narcisismo como “la expresión gratuita, la primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en principal receptor”. De esta manera podemos definir la amistad según las redes sociales como un paradójico acto de narcisismo, realizado desde la soledad de un ordenador y en donde lo que interesa no es conocer al otro, sino construir minuciosamente una identidad en perpetua mutación, mediante la cual nos damos a conocer a la comunidad virtual.

 

 

       En cierta manera esta es la conclusión final que extrae David Fincher en La red social, la sensación de que tras dos horas de película hemos sido incapaces de hacernos una idea clara de quién es Mark Zuckerberg. Pero no por una falta de pericia del director, sino como ejemplificación máxima de la incapacidad de construir una identidad clara de alguien que se ha escondido toda su vida tras el amparo de Internet. Hagamos la prueba ahora de intentar hacernos una idea de quién es toda esa gente que tenemos como amigos en nuestras cuentas. Probablemente solo arrojemos luz sobre unos pocos, que casualmente serán nuestros amigos más cercanos. No pretendo demonizar una herramienta tan útil como Facebook, que yo mismo utilizo asiduamente, sino alertar sobre esta reducción del concepto de amistad, que nos lleva a utilizar dicha palabra con ligereza para denominar unas relaciones cibernéticas que merecen otro término. Quizás sea simplemente una cuestión de terminología, pero sin el simplemente.

 


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