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La normal de Ayotzinapa

 

estudiantes de Guerrero

 

En uno de los pasillos de Lehman College, las paredes se han llenado de fotos. Retratos de jóvenes estudiantes. Son 43 y están desaparecidos. Desde las redes sociales se escuchan los gritos: ¡Devuélvanlos!

 

En un artículo en The New Yorker y por las ondas de NPR, un sacerdote que dice haber escuchado el testimonio de un cristiano que estuvo allí, dice: les obligaron a cavar sus tumbas, les quemaron vivos.


Se han reunido miles de firmas en una carta para que el gobierno los haga aparecer. El gobierno, esa masa abstracta liderada por un sospechoso de homicidio, que nunca lee (y que, por lo tanto, nunca leerá la carta), que lo único que nos consta que sabe hacer bien, en un país lleno de pobres, es hacerse el nudo de la corbata, no sabe bien qué hacer.

 

He ido a México dos veces, he crecido viendo televisión mexicana, tengo amigos mexicanos. Se parece tanto al Perú. Una casta blanca, de españoles de antes y de europeos (y árabes y japoneses) aventureros, que aprendieron que en ese país si trabajas muy duro puedes llegar sin nada y convertirte en dueño, tener sirvientes y que te sirva el estado. Y debajo de ellos una masa de trabajadores que se ajustan a los vaivenes del capitalismo.

 

Sin embargo, cuando hay muertos que son pobres, cuando se descubre cómo funcionan las bandas violentas en conjunción con las autoridades, se hace evidente la incapacidad de los gobernantes para repartir justicia.

 

Aquello es lo único que le piden al gobierno en ciertas regiones. Justicia, porque en apariencia aquél no es un bien en el que haya que invertir mucho dinero para construirlo, como un hospital, una universidad, un aeropuerto: qué equivocados.

 

Hace unos días, la adolescente Malala Youfzafzai nos recordaba que su lucha era por construir escuelas, por darle a las niñas y niños de su región libros y educación. He aquí, miles de kilómetros alrededor del mundo, en una región mejor conocida por sus balnearios turísticos, vendida al mundo como destino para las estrellas de cine, donde un grupo de estudiantes que aspiraban a convertirse en profesores, fueron cercados por hombres armados, entregados a sicarios y desaparecidos en circunstancias aún no muy claras.

 

Éstas tal vez se aclaren, ahora que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, los principales sospechosos de haber ordenado el operativo, han sido detenidos. 

 

¿Qué hacer? Sé que la noticia no es nueva, que las injusticias así suceden en muchas partes de este mundo.Por otro lado, sé que los miserables que hicieron esto cuentan con ello.

 

Una masacre más, una noche oscura que se repite. Los muchachos y sus familias podrían convertirse en esa excusa breve para sentirnos bien con gritar, protestar, exigir que las cosas cambien, y luego adormecernos otra vez, viendo que todo sigue igual.

 

O podría convertirse en motor de cambio, enganchar a la gente correcta, encender esa llama que genera el incendio de las grandes revoluciones. 


Porque lo que necesita México tiene que equivaler a eso: una gran revolución, una vuelta de tuerca, un compromiso para que la autoridad asuma su papel: elegidos por el pueblo. O que se vaya.

 

No soy mexicano, soy profesor. El asesinato de 43 estudiantes en una zona pobre de México, por el capricho de una autoridad que cree que todos nos olvidaremos de la noticia en unas cuantas horas, me revuelve el estómago y me pide que haga algo: que exija que todo cambie.

 

Que un estudiante pobre, que quiere llegar a ser profesor, jamás vuelva a ser asesinado en México. Exijo nada menos que eso.

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