Hay un libro, Ciudadanía y Clase Social, de T.H. Marshall y T. Bottomore, en el que nos costó mucho entrar, pero que se ha convertido, casi, en nuestra mejor lectura del año. Es un clásico, pero no lo conocíamos. Y ahora lo recomendamos muchísimo. Además, tiene la ventaja de que es muy chiquitito. En él, hemos aprendido, o hemos sistematizado dos cosas que intuíamos. En primer lugar, que la ciudadanía es el conjunto de derechos civiles, políticos y sociales, que se conquistaron en ese orden y en siglos diferentes. Los últimos, en el XX, a partir de mediados. Por lo que podemos decir que llevamos siendo ciudadanos muy poquito tiempo. En España, todavía menos. Desde 1977. Y en otros países, la gente aún no ha conquistado ese estatus.
Lo segundo y quizás más importante es que, cuando a partir de 1945 en Europa Occidental o de mediados de los años treinta en Estados Unidos, o incluso a partir de finales del s. XIX, con Bismarck, se comenzaron a fraguar los derechos sociales, su objetivo no era conseguir la igualdad socioeconómica, sólo de estatus. Una igualdad aparente. La justa para zanjar el debate de si optábamos por la reforma o la revolución. En definitiva, lo único que se buscaba es que la desigualdad entre clases sociales fuera soportable. Ello se conseguía con la apariencia de movilidad social. Las desigualdades eran defendibles, e incluso deseables en cierta medida, porque se entendían como estímulos para la inciativa individual. Pero teniendo en cuenta que sólo se aguantan aquéllas que no son inmutables, es decir, las que son dinámicas.
¿Cómo se podía favorecer esa necesaria movilidad social? Garantizando a todo el mundo que pudiera subir los primeros peldaños, para que después pudiera elegir su camino, o se tuviera la sensación de que, realmente, estaba eligiendo su camino. Asegurando un mínimo vital a todo el mundo por el mero hecho de ser persona. O asegurando a la gente frente a los avatares de la vida como la enfermedad, el paro o la vejez. La desigualdad, pues, persistió, pero gracias a esos instrumentos, la diferencia se legitimó. Incluso que éstas fueran creciendo con el paso de los años.
La desigualdad ya es mainstream
Ahora se ha puesto muy de moda este asunto. Sin duda, la crisis económica y, sobre todo, el modo en que se está resolviendo, está incrementando la desigualdad social de una manera brutal. Las voces de alarma, con razón, se disparan, y por eso se están publicando multitud de textos en los últimos meses que están logrando un gran eco, una gran repercusión, con fenómenos editoriales como el del economista francés Thomas Piketty.
¿Pikkety es oportuno u oportunista? Las dos cosas, pero sobre todo lo primero. Porque Piketty llevaba mucho tiempo trabajando sobre este problema, aunque nunca con tanto éxito.
Seríamos injustos si no destacáramos que multitud de sociólogos (también capaces de aportar muchos números, mucha estadística, muchas pruebas empíricas) y otros economistas han estado denunciando esta deriva desde hace muchos años. Lo que pasa es que sólo ahora la desigualdad se ha convertido en mainstream. Más vale tarde que nunca.
1999: José Félix Tezanos coordina la publicación de Tendencias en desigualdad y exclusión social. Se reeditó en 2001 y, de nuevo, en 2004, ampliado y con nuevas aportaciones teóricas. No tiene desperdicio ninguno de sus apartados. Aunque nos ha suscitado un especial interés el capítulo que escriben mano a mano Juan Torres López, que es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Málaga, y Alberto Montero Soler, colega de Torres en esa misma Universidad.
La paradoja en el seno de la abundancia
No descubren la pólvora cuando dicen que la historia de la sociedad capitalista es la historia de la desigualdad: «Un sistema socioeconómico basado en la escisión a la hora de disponer de los derechos elementales de apropiación y de los recursos que permiten producir los medios de satisfacción trae necesariamente como consecuencia el disfrute desigual y la diferencia permanente a la hora de hacer frente a la necesidad». Es «la paradoja en el seno de la abundancia» de la que habló Keynes y que rompía a la sociedad en clases sociales en función, básicamente, de la propiedad de los medios de producción, además de en la participación de los beneficios fruto de la plusvalía usurpada a los trabajadores. Porque algunos, sin ser dueños de nada, por encontrarse en un determinado nivel en la pirámide empresarial, accedían a las plusvalías por su participación en los beneficios de la empresa. Y, sino, ¿de dónde vienen los bonus que cobran determinados asalariados?
Resaltan estos dos economistas, ya a principios de la década pasada, que en la mayoría de los países, las diferencias de renta personal han tendido a agrandarse. También, que mientras las rentas del trabajo asalariado han tendido a disminuir, los rendimientos del capital han aumentado, lo que significa que el segundo se apropia indebidamente de los frutos del primero. Por ahí va el argumento de Piketty también.
La nueva desigualdad ya no es entre clases, sino dentro de las propias clases sociales
Eso ya lo sabíamos, pero Torres López y Montero Soler sí realizan una interesantísima y novedosa aportación cuando afirman que el neoliberalismo, ya antes del estallido de la crisis económica estaba cambiando la dinámica de la desigualdad clásica. ¿En qué consiste esa transformación? «La desigualdad contemporánea no se expresa solamente en términos de diferencias entre grandes grupos, como era propio de la desigualdad estructural. Se trata ahora de un fenómeno que se manifiesta como un mosaico de distintas intensidades y también desigualmente esparcido en la estructura social». Antes, la desigualdad era intergrupal, entre clases sociales, «hoy día, la desigualdad tiende a darse también en el seno de esos mismos grupos, de manera que el hecho diferencial no aparece como consecuencia de la pertenencia a un grupo y a partir de la cual se deriva una diferencia respecto a los de otro cualquiera, sino que la desigualdad se puede percibir con semejante intensidad entre los propios miembros del macrogrupo al que se pertenece«, comentan los autores.
Las clases sociales ya se estaban rompiendo antes del inicio de la crisis, antes de que comenzaran a darse por muertas a las clases medias que sólo existían porque estaban en las mentes de quienes (todos) se pensaban parte de ellas.
Porque, como aportan Torres López y Montero Soler, esta desigualdad es el resultado del devenir individual, más que del grupo social al que se pertenezca. «Hoy día los individuos no dicen ‘soy mejor a causa de la condición de mis ancestros’, sino ‘soy mejor porque me adaptaré mejor a los cambios futuros'», a la sociedad del riesgo, a un mundo en el que las reglas cambian de un día para otro.
Esto significa que la desigualdad deriva más del futuro que del pasado. Las clases trabajadoras venidas a más, tan a más que llegaron a considerarse clases medias, que planearon un buen porvenir para sus hijos, que pensaban que su estirpe había entrado en la prosperidad perpetua, ya no tienen el porvenir asegurado. Eso es imposible en la sociedad del riesgo actual.
Y quizás porque les afecta a ellas, es decir, a todos, la desigualdad ya es mainstream. Ya cualquiera de nosotros se puede quedar en la cuneta. Perder el trabajo es la principal causa, con la entrada en la sociedad postlaboral, que también auguraron hace más de década y media muchos científicos sociales, pero a los que en su momento nadie les hizo caso.
La desigualdad más reciente, continúan Torres López y Montero Soler, se vincula a condiciones que tienen que ver mucho más con la condición individual de las personas, se hace más contingente y más impredecible. Por eso nos da la sensación de que vivimos sobre el alambre. Hace 25 años, las diferencias en capital humano explicaban el 60% de las diferencias en los ingresos en Norteamérica. A principios de la década pasada, se alcanzó un alto nivel de desigualdad incluso entre grupos de personas con el mismo nivel educativo.
Las dos consecuencias más graves de la nueva desigualdad
Y esto tiene dos consecuencias gravísimas. En primer lugar, que el Estado de Bienestar, concebido para paliar desigualdades «de clase», se tendría que transformar para hacer frente a estas nuevas contingencias imprevisibles e individuales.
En segundo lugar, los instrumentos de reivindicación, fundamentalmente los sindicatos y partidos políticos, inspirados en una filosofía también «de clase» deberían adaptarse a esta nueva coyuntura. Pero, si ya no existen intereses de clase, porque se difuminan como consecuencia de la emergencia de una nueva sociedad marcada por los diferentes caminos y la diferente suerte que corren los individuos, ¿cómo aglutinarlos a todos?
Por eso esta desigualdad es más excluyente. Mientras que la de clase fortalece las relaciones de pertenencia, la imagen de colectivo y la capacidad de respuesta, la ruptura de esta identidad por la aparición de desigualdades intragrupales provoca marginación de los que van cayendo. El desfavorecido tiende a enajenarse del grupo.
No negamos que la desigualdad de clase sigue existiendo, pero emerge una nueva cara de ella que crea otras formas de marginación y exclusión contra las que hay que adoptar las políticas adecuadas, tanto por parte de los poderes públicos como de las organizaciones que tradicionalmente han luchado en favor de los intereses de los de abajo.
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Nota: Ciudadanía y Clase Social nos ha dejado muchas ganas de seguir leyendo a Bottomore, un laborista de verdad, de los que ya quedan pocos, que tendría que ser el referente para los partidos socialdemócratas de hoy. Alguien que seguramente guste a Owen Jones, otro fenómeno de nuestros días que habla de algo que nos apasiona: la mala fama, el desprestigio de la clase obrera.
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