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AcordeónLa nueva educación sentimental, la revolución y los sindicatos

La nueva educación sentimental, la revolución y los sindicatos

 

Decía Rousseau, convencido de que las artes y las letras degradan a los humanos, que los albañiles y las verduleras corren en defensa de la víctima de una ofensa, mientras que sólo el intelectual es capaz  de quedarse sentado ante su estufa, reflexionando sobre la miseria y las desigualdades sociales. La experiencia de esa observación avala la tesis rousseauniana de que “el hombre que medita es un animal depravado”.

 

Un episodio doloroso, al convertirse en noticia, se puede hacer más agudo, la pena se puede hacer más profunda, el llanto se puede hacer más dramático, la tragedia más trágica y la redención más redentora. Unas deficiencias en el enfoque, en la lentitud o la rapidez de la exposición, o en la elección de la palabra afortunada, pueden provocar que el dolor, la rabia y la compasión que provoca lo máximamente inhumano no brote de los espectadores con la natural espontaneidad.

 

No es que las apariencias tengan más fuerza que la realidad, que efectivamente la tienen, es que la realidad, si ha de comunicarse, necesita ser comunicada como verosímil y con los efectos propios de su género literario.

 

Es necesario añadir a la miseria la conciencia de la miseria, para hacerla más insoportable, como proclamaba Lenin. José Saramago dedicó a esa tarea toda su vida y obra literaria, y lo hizo bien. Con ello contribuyó a mantener encendido el fuego de la revolución, que es uno de los cometidos de la educación sentimental.

 

La sentimentalidad humana tiene una cierta constancia en la especie, y por eso la tienen también la retórica y la poética, que son los procedimientos para movilizarla. Pero los dolores y sufrimientos concretos que la moviliza tienen su periodo de vigencia y efectividad.

 

Llega un momento en que Hollywood no puede seguir haciendo más películas de un séptimo de caballería salvador, de judíos masacrados por los nazis, ni de más héroes de Oklahoma en las trincheras de Okinawa. No porque esos episodios no fueran reales, y no porque se relataran mal, sino precisamente porque fueron reales y se relataron bien, y por eso el corazón de los espectadores, de los intelectuales y del pueblo, está saturado. Los duelos, tanto los colectivos como los individuales, tienen una duración, y después la vida sigue.

 

Análogamente, llega un momento en que los dirigentes sindicales españoles no pueden seguir hablando por más tiempo de “los obreros” y hablan de “la clase media trabajadora”.

 

Los chabolistas y los desalojados no son “los obreros”, tampoco “la clase obrera trabajadora”, son los sin papeles, los inmigrantes, y la compasión y la solidaridad con ellos no es asunto de los sindicatos ni de los partidos políticos. Porque desde el punto de vista político los inmigrantes son, si acaso, competidores o enemigos cuya llegada hay que evitar.

 

Los suicidas ante el desahucio tampoco son “los obreros”. Son algunos representantes de esa inmensa clase media trabajadora, de la que forman parte todos los españoles, incluidos los pensionistas.

 

El suicidio de un vendedor ambulante en Túnez da lugar a revoluciones en Egipto, Argelia, y Yemen, y a guerras civiles en Libia y Siria. Pero el suicidio de un pensionista en Grecia y una desahuciada en España, no. Los pobladores del norte de África saben que la revolución e incluso la guerra les compensa, y los del sur de Europa saben que a ellos no. 

 

En España, en los últimos 30 años, mientras esa clase media se hacía cada vez más amplia, se llevaba a cabo una educación sentimental mediante noticias que informaban de que el 5% de la población mundial o nacional poseía el 90% de la energía, de los recursos, de la tierra,  del agua, del dinero, o de lo que sea, de que los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

 

No obstante, a partir del 2008, con los comienzos de la crisis, independientemente del color político de los gobiernos, se inicia una nueva educación sentimental.

 

Es verdad que la diferencia entre ricos y pobres ha aumentado en todo el mundo menos en América Latina, en que ha disminuido en los últimos 10 años. Es verdad que los pobres son cada vez más pobres en relación con los ricos. Pero no son más pobres en términos absolutos, no son más pobres en relación con su situación anterior, en relación a lo pobres que eran antes. Tampoco esos ricos que son mucho más ricos son más numerosos ni tienen más dinero que la ampliada clase media.

 

El aumento de la distancia entre los ricos y los pobres es compatible con que haya cada vez menos pobres y más clase media en términos absolutos, y con que esa clase media disponga cada vez de más energía, más dinero, más tierra, más viviendas, y sea cada vez más rica respecto de su situación anterior, que es lo que ocurre.

 

En Asia, en América Latina, y también en África, la clase media ha crecido hasta alcanzar el 50 % de la población o más, tiene más dinero, consume más, y por eso importa más bienes y servicios de los países del primer mundo, entre ellos España. 

 

Los países del primer mundo, que han entrado en crisis y son un poco menos ricos, soportan su retroceso y salen de la crisis gracias en buena medida a que los países del tercer mundo son un poco menos pobres. Los salarios y las pensiones del primer mundo bajan, mientras que los del tercer mundo suben. Eso es lo que proclaman los participantes en la cumbre Iberoamericana de Cádiz de noviembre de 2012, y los de tantas otras cumbres.

 

La nueva educación sentimental vuelve otra vez a ilustrar sobre las hazañas de los héroes a los que ahora se les llama “emprendedores”, “exportadores”, “ahorradores”, que llevan lo que tienen de valor a todo el mundo y vuelven con tesoros a casa para los suyos.

 

Si la comunicación cuenta sus esfuerzos y logros, la educación sentimental lleva a la admiración e imitación de los que intentan la creación de lo nuevo y los caminos de la riqueza difícil. Si cuenta cómo los pobres se hacen ricos, cuenta que la riqueza es buena, que se consigue con el trabajo y el riesgo, y que es un deber de todos los ciudadanos.

 

Si la comunicación cuenta cómo crece la desigualdad y la injusticia, la educación sentimental lleva al resentimiento y al deseo de destrucción de los más destacados. Si eso no es lo que la sociedad y el momento requieren, ese terrorismo sentimental se llama populismo.

 

En el norte de África la noticia sobre el dolor y el sufrimiento ha llevado al resentimiento contra los dictadores y a su destrucción, y eso es lo que esa sociedad y ese momento requerían. En el sur de Europa la educación sentimental, abandonando el populismo, ha cambiado de signo y no insiste tanto en la desigualdad y la injusticia. Ha cambiado y se plantea como objetivo, no que no haya ricos, como antes, sino que no haya pobres. No que el estado reparta el dinero de los que trabajan y lo tienen con los que no trabajan y no lo tienen, sino que enseñe a todos a crear trabajo y a crear riqueza. Si además esa información se difunde junto con la del juicio y encarcelamiento de banqueros y políticos corruptos, entonces la educación sentimental inyecta en los ciudadanos esperanza. El mayor y mejor recurso de España es el trabajo de los españoles que trabajan.

 

La balanza comercial española es cada vez más positiva porque crece la diferencia entre lo que los españoles venden fuera y lo que compran fuera del país. Cada vez aumenta más lo que venden en relación con lo que compran, y así cada vez tienen más trabajo y son más ricos.

 

La pesadumbre por los problemas de los pensionistas y los desahuciados se puede descargar justamente sobre la culpabilidad de los ricos y de los gobernantes, pero a la vez también puede descargarse sobre la responsabilidad de los ciudadanos que asumen la tarea de traer cada vez más dinero a casa.

 

Parece que la nueva educación sentimental, tanto de la izquierda como de la derecha, no fomenta un paternalismo estatal ni una minoría de edad culpable en los españoles, sino una mayoría de edad responsable y solidaria. En eso los ciudadanos podemos colaborar.

 

 

 

Jacinto Choza es Jacinto Choza es catedrático de Antropología Filosófica de la Universidad de Sevilla. En FronteraD ha publicado Arte catalán y literatura catalana, ¿Qué hacer para reducir la desigualdad?Etapas de la libertad. El momento de América Latina Dictadura del relato y de los mediaSanidad: Reducir presupuesto para mejorar servicios y Bienvenida a la crisis

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