En el verano de 1937, siete años después del inicio de la Gran Depresión, la economía estadounidense había llevado a cabo una recuperación poco menos que milagrosa achacable al New Deal de Franklin Delano Roosevelt, un programa radical de inversiones públicas financiadas mediante la creación de deuda. Roosevelt, más por instinto que convicción intelectual, había puesto en práctica las ideas de un emergente paradigma económico que John Maynard Keynes sintetizó en su obra maestra La Teoría General, publicada en 1936.
Keynes ridiculizó las viejas recetas ortodoxas, que estaban en boga tanto en la administración estadounidense republicana de Herbert Hoover como en el la escuela del Tesoro en el Reino Unido. Esas recetas prescribían la rebaja de salarios y el recorte del gasto público para salir de la recesión por el camino de la competitividad. Keynes advirtió de que, lejos de resolver la crisis, estas políticas de mendigar a tu vecino (beggar thy neighbour) agravarían un problema endémico de las economías en depresión: la insuficiencia de la demanda agregada. Arremetió contra las simplezas de «hombres mediocres y poco atractivos (very plain men) que creen muy obvias las ventajas de no gastar dinero» e instó a los gobiernos progresistas a adoptar políticas agresivas en el área del gasto público. Para controlar el impacto sobre los costes de financiación de la deuda propuso que los bancos centrales y los tesoros públicos comprarán bonos del Tesoro. En una carta enviada en diciembre de 1933, Keynes aconsejó a Roosevelt la compra de bonos para bajar los tipos de interés, medida que, según un periodista contemporáneo, «fue el primer factor responsable de las nuevas políticas monetarias» de Roosevelt.
La combinación del activismo fiscal y esta expansión cuantitativa monetaria para evitar subidas de tipos fue revolucionaria. Aunque lógicamente sería útil canalizar el gasto público hacia fines productivos, lo importante era compensar el colapso de la demanda privada cualquiera que fuera la obra pública, según Keynes. «Incluso cavar agujeros en la tierra y llenarlos de billetes bancarios para que el sector privado se dedicará a recuperarlos sería bueno» pues desencadenaría un efecto multiplicador que reactivaría la economía, generando una demanda mediante el gasto de los salarios de los trabajadores de la construcción, la inversión en maquinas de excavación, etc…
Roosevelt adoptó el experimento a gran escala construyendo un programa de infraestructuras y creando dos cuerpos de trabajo públicos que reclutaron a más de cinco millones de parados en el primer año de su aplicación en 1933. La llamada Administración para el Progreso del Trabajo (WPA) se dotó de un presupuesto de 11.000 millones de dólares y dio empleo directo a ocho millones de parados en cinco años. Su mandato incluyó la construcción de 5.900 escuelas públicas, 2.500 hospitales, más de 700.000 kilómetros de carreteras, y 8.000 parques públicos. Los ortodoxos se horrorizaron, pero en junio de 1937 pocos pudieron cuestionar los resultados del New Deal. El PIB había rebasado por primera vez los niveles anteriores al colapso de 1930 tras años sucesivos de crecimiento, y el paro había caído al 12%, la mitad que en marzo de 1933. La producción de acero alcanzó el 80% de capacidad y General Motors y Ford, operando casi a plena capacidad de producción, negociaron aumentos salariales con el United Autworkers, sindicato que había sido obligado a reconocer por Roosevelt (y una serie de huelgas).
Sin embargo, en 1937, siguiendo el consejo de “arrancar las vendas y tirar las muletas” que le hizo su secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, Roosevelt decidió dar marcha atrás porque, pese a su conversión repentina a la heterodoxia keynesiana, «en el fondo era un holandés de instintos austeros», según su biógrafa Jean Edward Smith. En junio de ese año, el presidente demócrata anunció el fin de los estímulos fiscales y adoptó una serie de recortes draconianos del gasto público con la meta de eliminar el déficit en tres años. La recaída económica fue casi inmediata. En los cuatro últimos meses de 1937, la economía se hundió en el abismo, destruyendo dos millones de empleos y otros dos millones en el primer trimestre de 1938. La producción de acero se desplomó hasta situarse en el 10% de su capacidad. Fue lo que se vino a llamar la depresión dentro de la depresión. Sólo el gasto en armamento para la Segunda Guerra Mundial dio a la economía el nuevo impulso con el que EEUU logró salir de la Gran Depresión.
Setenta años después, la historia se repite. Tras la conversión colectiva al keynesianismo de los líderes del G-20, a finales de 2008, y la urgencia de un nuevo New Deal para prevenir que la Gran Recesión se convirtiera en la segunda Gran Depresión, ahora se impone una neoortodoxia económica en Europa y en EEUU, cuyos gobiernos (incluso los que defendieron con afán la primera fase de estímulos) se llenan en este momento de very plain men convencidos de «las ventajas de no gastar dinero».
En EEUU, mientras Barack Obama sigue defendiendo tímidas medidas de estímulos, la pujante oposición republicana ya rechaza todo aumento del gasto. En el Reino Unido, George Osborne, el nuevo chancellor of the Exchequer, que comparte un pasado de privilegio y escuela de elite con aquellos caballeros del Tesoro de los años treinta, ha anunciado un presupuesto con draconianos recortes del gasto y el empleo, más duros incluso que los de Margaret Thatcher. Se calcula que esos recortes pueden destruir 750.000 empleos públicos y 2,3 millones de empleos privados dependientes de contratos públicos. En Alemania, pese a tener un amplio margen para seguir estimulando la demanda, Angela Merkel anunció recortes de gasto por 80.000 millones de euros. Esto se suma a la austeridad forzada de los países periféricos: recortes de salarios públicos del 12% en Irlanda y del 15% en Grecia, 15.000 millones de rebaja del gasto en España.
Es el regreso de la economía thatcheriana de No hay Alternativa. Hasta economistas vinculados al centro izquierda en países como Grecia y España insisten ya en que las políticas de rigor son prekeynesianas. Aunque parezca increíble, advierte Jan Hatzius economista astuto de Goldman Sachs en Nueva York, el rechazo cada vez más generalizado a adoptar mayores estímulos «se justifica con argumentos extrañamente similares a los de 1937.»
El giro actual parece reflejar el estado de la opinión pública. Según una reciente encuesta para CBS, sólo el 6% de los estadounidenses cree que el paquete de estímulos adoptado por la administración de Obama en 2009 ha creado empleo. El 57% dice que Obama es culpable de crear un enorme déficit sin resolver la crisis. «Los votantes están poniendo el grito en el cielo: están hartos del gasto descontrolado gubernamental», dijo hace dos semanas Sharron Angle, candidata republicana por Nevada en las elecciones al Senado, tras anunciar la administración de Barack Obama un nuevo programa público de estímulos fiscales y obras de infraestructura. Es un discurso que probablemente ayudará a los republicanos a obtener la mayoría en ambas cámaras del Congreso en los comicios de noviembre.
En el Reino Unido la mayoría de entrevistados en sondeos apoyan los recortes al gasto y las privatizaciones agresivas (la sanidad, la enseñanza y hasta los parques nacionales) adoptados por George Osborne y David Cameron. Todo indica que el auge del PP en los sondeos españoles sigue el mismo escepticismo respecto al keynesianismo ya abandonado del presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Dos años después de una crisis calificada como una oportunidad para los gobiernos de centro izquierda en Londres, Madrid y Washington, son los ortodoxos conservadores los que tienen la voz cantante. «Jamás en 70 años se había visto una secuencia de eventos diseñada tan perfectamente para fortalecer el centro izquierda: pero el país no se inclina hacia la izquierda sino hacia la derecha», resumió alegremente David Brooks, sociólogo conservador y autor de Bobos en el paraíso, en una columna publicada en mayo.
Esto, pese a que la respuesta keynesiana a la crisis ha evitado un desenlace mucho peor. Según el Comité del Congreso estadounidense para los Presupuestos, los estímulos norteamericanos han evitado la pérdida de entre 1,2 millones y 2,8 millones de empleos aumentando el crecimiento económico hasta cuatro puntos porcentuales este año. En España, según el FMI, «el aumento del déficit español habría sido más grande sin los estímulos» ya que éste es la consecuencia de la caída de ingresos tributarios provocado por la recesión. Lo mismo pasa en el Reino Unido. «El problema es que el eslogan podría haber sido mucho peor jamás funciona en la política», dijo un asesor laborista tras la derrota electoral de primavera. Es exactamente lo que pasó con la opinión pública durante la depresión en la depresión de Roosevelt, según recuerda el Premio Nobel de Economía Paul Krugman en su columna en el New York Times. Entonces, también el público «sacó las conclusiones equivocadas de la recesión: lejos de pedir la reanudación de los programas del New Deal, los votantes perdieron la fe en la expansión fiscal. Los demócratas de Roosevelt fueron castigados en las elecciones legislativas de 1938.”
En un giro extraordinario, el colapso del apoyo público a las políticas de estímulo parece haber resucitado las moribundas ideas neoliberales escasos meses después de que la ortodoxia económica parecía que estaba atravesando una crisis terminal con el descrédito de sus modelos fantasiosos sobre la eficiencia de los mercados financieros. Ya no se palpa incomodidad intelectual en los comentarios de los economistas conservadores como hace año y medio, sino alardes de perspicacia. Lorenzo Bernaldo de Quirós, fundador del Free Market International Consulting (sic) en Madrid y fuente ubicua de la prensa extranjera dio la misma cita jugosa al Wall Street Journal y al Financial Times: «Los españoles quieren vivir como estadounidenses y pensar como cubanos». De Quirós suele rematar sus cargas contra los estímulos adoptados por el Gobierno socialista en España advirtiendo que Alemania «va mucho mejor sin estímulo», sin añadir que el último repunte de crecimiento alemán, tirado por las exportaciones, se debe en gran medida a los programas de estímulo a la demanda adoptadas en otros países, desde China, a EEUU, pasando por España y el Reino Unido. Alemania mantiene un elevado superávit comercial con los países más perjudicados por la recesión y, según datos publicados la semana pasada, son precisamente las exportaciones de bienes de equipo y transporte para el sector público los que más han crecido en la zona euro. Lo más chocante es que quedan pocos socialistas dispuestos a defender su primera respuesta rooseveltiana.
Pero no todos han tirado la toalla. Ha-Joon Chang, un joven economista surcoreano de la Universidad de Cambridge; Michael Taft, economista del Instituto TASK en Dublín; Stephany Griffith Jones, colaboradora de Joe Stiglitz en la Universidad de Columbia en Nueva York; Jayati Ghosh, economista de la Universidad de Nueva Delhi y asesora del instituto UNRIST de la ONU en Ginebra; Heiner Flassbeck, ex asesor de Oskar Lafontaine, el ya difunto ex ministro socialista de Economía alemán y fundador del partido de izquierdas de ese país. Flassbeck ahora es economista jefe de la UNCTAD. Y, finalmente, Yannis Varoufakis, de la Universidad de Atenas. Dean Baker, Mark Wesibrot y John Schmitt del Center for Economic Policy Reesearch, en Washington, entre otros. Todos estos realizan críticas demoledoras a la nueva ortodoxia. “¿Qué le parecería si un ministro de Gobierno saliera en los medios diciendo: ‘¡Para aumentar el crecimiento económico hace falta recortar el crecimiento y para generar empleo vamos a recortarlo!’ ”, ironiza Taft en su blog Notes on the front. “Probablemente usted diría: ‘Pero ¡Ese es idiota!’. Pues es exactamente lo que propone el Gobierno irlandés con una reducción de gasto por 3.000 millones euros del presupuesto irlandés, que reducirá el crecimiento en un punto porcentual.»
Asímismo, Ha-Joon Chang arremete contra los argumentos de los años treinta desenterrados por los neoortodoxos europeos para prevenir una crisis de endeudamiento. «Hay una insuficiencia de la demanda en la economía europea; los recortes del gasto público van a parar la economía y reducir ingresos. Esto no bajará el déficit ni la deuda, sino que lo subirá». Varoufakis, en un nuevo ensayo titulado A modest proposal (Una propuesta modesta) advierte que las políticas restrictivas simultáneas acabarán elevando la carga de la deuda porque asfixiarán la recuperación. «Luego la única salida será la reestructuración de la deuda de Grecia y otros países con una quita para los bancos», dice.
En España, el centroizquierda gubernamental ya se suma a la derecha ortodoxa en una defensa de la deflación salarial para ganar competitividad en la zona euro. Pero economistas con conocimientos en las espirales deflacionistas del pasado, tanto de Europa como de América Latina, advierten sobre el peligro de la «carrera hacia el fondo» de recortes salariales. La chilena Griffith Jones recordó en una cena en Madrid organizada por la Fundación Ideas, que Keynes insistía en que en momentos de insuficiente demanda agregada «más vale subir salarios reales porque si no se hunde más la demanda». Los comensales, economistas de la fundación socialista de Jesús Caldera, se mostraron asombrados.
La única salida para la zona euro, dice Flassbeck, es que Alemania deje de recortar sus salarios reales (han caído el 9% desde 2000) y expanda su demanda interna. «Alemania debería subir sus salarios reales y realizar una expansión fiscal; si no debería salir del euro», sentencia. Jayati Ghosh cita la experiencia de los países en desarrollo, que han experimentando la misma clase de fuga devastadora de capitales como España y Grecia tras años de ser los niños favoritos de los mercados: «Los capitales entran y luego salen sin criterio racional y si haces caso al FMI y recortas el gasto y los salarios, no hay salida; eso lo saben Argentina, Turquía y Corea del Sur».
El economista estadounidense Mark Weisbrot también es un viejo crítico de las políticas ortodoxas de ajuste como respuestas a las repetidas crisis de endeudamiento en América Latina y advierte que pasará lo mismo en España. La advertencia está recogida en su nuevo informe Alternativas a la austeridad fiscal en España, que choca frontalmente con la nueva ortodoxia.
Recuerda que en Argentina en los años noventa «el Gobierno intentó recuperar la confianza en la economía con el peg (el vinculo del peso con el dólar) para lo que diseñó restricciones fiscales y monetarias. Pero resultó imposible”.
Para empezar a hacer frente al problema de la sostenibilidad de la deuda en España, Irlanda o Grecia, lo primero que hay que hacer es reactivar la economía. Por eso, Weisbrot da la vuelta a la tortilla de la ortodoxia renacida en Europa en 2010 e insta al Gobierno español a adoptar políticas de estímulo contracíclicas y no de ajuste.
Para evitar más ataques en los mercados, reacios a la vuelta de los New Deal, el Banco Central Europeo (BCE) debería ayudar mediante la compra de deuda española al igual que Keynes aconsejó a Roosevelt en su carta de 1933. «Lo que importa para la sostenibilidad de la deuda es la carga de intereses netos”, explica Weisbrot. El Banco de Japón y la Reserva Federal de Estados Unidos han utilizado políticas de expansión cuantitativa (la compra de deuda pública por las autoridades) para «hacer sostenibles sus propias deudas sin graves consecuencias». El BCE debería hacer lo mismo. Pero Weisbrot reconoce que, dada la ortodoxia imperante en Fráncfort, cuyos banqueros centrales jamás se sintieron a gusto con Keynes, «es muy poco probable» que lo haga.