Con una abrumadora unanimidad, que tal vez podía calificarse de rara, la última película del director muniqués Michael Haneke, La cinta blanca, ha sido calificada por la crítica española de obra maestra.
Tal denominación debe entenderse como un elogio prácticamente beligerante, en cuanto exacerba las calidades de la obra hasta el olimpo de lo rotundo e indiscutible, aunque, en sentido estricto, la supuesta maestría del producto artístico sólo cabe dictaminarla cuando ha pasado el tiempo suficiente y necesario para demostrar una excelencia y una capacidad para erigirse en modelo, algo imposible cuando acaba de darse a conocer.
Actualmente, el cine parece estar necesitado de referentes que lo dignifiquen. Los cambios profundos operados en la producción, distribución, exhibición, así como en el propio estilo de las películas, indican que nos encontramos en una etapa de transición, de replanteamiento, incluso de desconcierto, que propicia la urgencia de destacar determinados títulos y encumbrar a determinados directores, como si así se pretendiera reafirmar la fe en un arte, que transita hoy por un camino abierto a múltiples bifurcaciones, cuya meta resulta aún incierta.
Esta voluntad de agarrarse a lo que se pretende destacar es explicable, aunque también peligrosa. Sobrevalorar algo supone situar el aprecio donde no lo merece, o al menos no con tanta intensidad. Un ejemplo de director sobrevolarado es el norteamericano Clint Eastwood, situado hoy en una cima a la que jamás habría accedido en la época de los grandes realizadores de su país. No sólo sería incapaz de codearse con clásicos como John Ford, sino que tampoco admite comparación con Henry Hathaway, Anthony Mann, John Sturges o Samuel Fuller.
El caso de Michael Haneke participa también de la tendencia actual hacia la sobrevaloración, si podemos admitir el término, demostrada en el respeto con que se han tratado sus títulos anteriores. Con La cinta blanca se alcanza un grado de sumisión que no deja de sorprender a espectadores que se ven obligados a desentrañar el mecanismo formal de una película, apoyado en un artificio, sin duda hábil en cuanto a producir una aceptación masiva, pero también tosco y sumario, obvio e incluso rudo, hasta el punto de que resulte difícil de entender cómo el gato ha sido tomado por liebre en el banquete regocijado de tantos comensales.
Distingamos los distintos ingredientes.
Una producción solvente, una dirección mimética, un guión esquizoide
La cinta blanca transcurre en un pueblo agrícola alemán durante los meses anteriores a la Primera Guerra Mundial. El lugar de la acción resulta plenamente convincente, la ambientación cuidadosamente adecuada la interpretación de los distintos actores, de edades variadas y de opuesta clase social, muy competente y verosímil. Desde los primeros minutos, nos encontramos inmersos en el espacio peculiar donde va a desarrollarse la historia y se ha despertado el interés por conocer el relato que se inicia. La solvencia de una producción no es un aspecto al que se alude con la frecuencia que su importancia exige; en este caso, resulta determinante como baza principal que explica el efecto producido. Se ha logrado plenamente algo tan difícil como crear cinematográficamente una atmósfera reconocible y que se basta a sí misma para contener una historia con sus personajes principales y secundarios.
Ya sabemos dónde estamos y nos encontramos en la mejor disposición para recibir lo que nos quieren contar. El director parece decidido a inscribirse en una muy prestigiosa tradición de cine nórdico, inaugurada por el danés Carl Theodor Dreyer y desarrollada por el sueco Ingmar Bergman. Planos largos que siguen a los personajes en su desplazamiento por los interiores; planos generales, a veces tan lejanos que se llamarían vista general; utilización frecuente del fuera de campo, donde el espectador se ve obligado a adivinar lo que ocurre fuera de la pantalla; todo ello sin que se prescinda por completo de una planificación tradicional basada en el consabido plano /contraplano, para transmitir un diálogo entre dos personas situadas frente a frente, o alrededor de una mesa. La fotografía en blanco y negro, infrecuente hoy, contribuye a la pretensión del director de afirmarse como continuador de los citados maestros del pasado.
Los distintos criterios de realización se suceden caprichosamente, no llegan a integrarse en un estilo definido capaz de articularlos, pero el cierto batiburrillo estético no dejaría de ser un defecto menor, y disculpable como tal, si no fuera por un guión dividido en dos líneas paralelas por donde se cuela en tromba la gran trampa de la película: un pretendido mensaje que no se desprende armoniosamente del relato cinematográfico.
Desde el primer momento, oímos la voz en off de un anciano que empieza a evocar los sucesos que perturbaron al pueblo en 1913. Se trata del maestro destinado entonces en la localidad, que a la sazón contaba 31 años, con lo que cabe suponer que su evocación se realiza varias décadas después, en un momento indeterminado del siglo XX. La inclusión de un narrador es un recurso ampliamente empleado, entre otros por directores de la Nouvelle Vague, como Francois Truffaut, con quienes Michel Haneke no es aventurado conjeturar que también pretende establecer un cierto parentesco. Nada que objetar a la voz del viejo narrador, aunque, como es inevitable, a veces texto e imagen presentan lo mismo de una manera redundante. Pero los problemas comienzan cuando comprobamos que no son los recuerdos del anciano los únicos encargados de contar la historia, sino que pronto asoma un distinto punto de vista, que en literatura se llamaría narrador omnisciente y que no es otro que el propio director de la película, que alterna con el antiguo maestro la tarea de tirar del hilo de la historia.
Nada tampoco que objetar en principio a una simultaneidad de contadores. No es cosa de enarbolar purismo alguno, más o menos apriorístico; la complejidad de los acontecimientos puede exigir una multiplicidad de aproximaciones, como el cine ha demostrado en títulos que están ya en la Historia, como Ciudadano Kane, Rashomon, o Salvatore Giuliano. La cinta blanca, sin embargo, aprovecha el recurso para hacer gala de una libertad, utilizada con un propósito impreciso al principio, hasta que se revela su última finalidad, que coincide con el más flagrante escamoteo.
Como anuncia el anciano narrador sobre el primer plano de la película, la imagen de un jinete que se acerca cabalgando, vamos a asistir a las peripecias violentas que se sucedieron en la aldea a partir de un accidente ecuestre, con todo el aspecto de haber sido provocado. Y, efectivamente, una serie de actos violentos, a los que no asistimos, se producen unos tras otros, mientras se nos muestran distintos aspectos de la vida de la comunidad. Conocemos así a un barón paternalista y despótico, prácticamente el propietario de la aldea, a un pastor intolerante que impone una rígida disciplina a su abundante prole, a un aparcero sometido al patrono y abrumado por su familia también numerosa. También vamos conociendo al médico y a la comadrona, su amante, a quien trata con una abyección masculina que parece literalmente inspirada en una escena casi idéntica en Los comulgantes de Bergman. Los jóvenes, adolescentes y niños, hijos de los aludidos, se desplazan a menudo en grupo, y sobre ellos pesa una densa sombra. Asimismo, seguimos, con una minuciosidad que se diría costumbrista, los castos amores del maestro con una encantadora muchacha, los dos únicos personajes claramente positivos.
¿Qué se desprende de este despliegue tan profusamente acumulativo?
En primer lugar, un efecto de reiteración.
Pronto quedan establecidos los rasgos principales de los personajes, que aparecen siempre referidos más a su significación social e ideológica dentro de la comunidad que a una caracterización propiamente psicológica. Así, del pastor conocemos su rigidez, del barón su egoísmo, del maestro su buena voluntad, etcétera, sin que la película se moleste en ahondar en cada tipo humano (lo que por cierto sí se ocupan de hacer los modelos cinematográficos a los que se pretende imitar). La tipología de los habitantes del pueblo se presenta, pues, enseguida, lo que no impide que asistamos a diferentes escenas en las que se insiste en lo que ya sabemos, con un propósito repetitivo que sorprende al principio, aunque finalmente se vislumbra su finalidad: insistir en un mensaje esquemático, como si al espectador no le bastara la información de que ya dispone. Una y otra vez, con la machaconería del profesor que confunde la enseñanza con el aprendizaje de memoria, se nos recuerda lo rígido que es el profesor, lo egoísta que es el barón, lo buena persona que es el maestro, etcétera.
En segundo lugar, un sistemático escamoteo.
Los actos de violencia se suceden. Nos enteramos porque asistimos al momento en que la víctima aparece o, simplemente, porque alguien cuenta lo que ha ocurrido. El guión utiliza así el recurso canónico del relato de intriga, una serie de actos delictivos tienen lugar sin que se conozca al culpable. Culpable que nunca será descubierto. Y en este punto se agazapa la trampa de La cinta blanca, o, lo que es lo mismo, su habilidad, inverosímilmente aplaudida, para ofrecer puro vacío disfrazado de complejo retrato de una época.
Hemos llegado a confundir la riqueza de significados con el encefalograma plano, las sutilezas de la más matizada ambigüedad con la nada más absoluta, la profundidad con el tópico. ¿Quiénes cometieron las crueldades inútiles que perturban y corrompen la vida del pequeño pueblo agrícola? No lo sabremos. Parece responsabilizarse, más o menos vagamente, al grupo de jóvenes, adolescentes y niños, sometidos a la opresión simultánea de una familia rígida y un ambiente social sin perspectivas. Pero la película no se molesta en descender a investigar qué pasa en la mente de la mocita hermética, de la niña que sueña, o de la sumisa pandilla que se desplaza y calla. En ellos se esconde el posible secreto de lo que angustia a la aldea. ¿Por qué el relato no se abre camino hasta ellos, auténticos protagonistas convertidos en un anónimo coro mudo? Que sí, que ya sabemos que el pastor es rígido, que el barón es despótico, que la bondad del maestro no sirve para mucho, todo ello se nos ha mostrado y explicado en la primera bobina. ¿Qué sentido tiene añadir dos horas más a lo que hemos comprendido perfectamente?
Claro, claro, ya conocemos el pretexto. Una película no da respuestas: muestra, describe y es el espectador quien debe sacar sus conclusiones. Muy bien, de acuerdo, pero tan inteligente efecto no se consigue con el silencio, ni con el escamoteo, ni con la ocultación. Todo narrador, en cualquier forma de relato, sabe que es preciso equilibrar lo que se dice y lo que no se dice; un delicado vaivén que no se resuelve haciendo dejación de lo que la historia está pidiendo.
La cinta blanca acaba sustentándose en una burda contradicción. Mientras se le exige al espectador que saque sus propias conclusiones sin que se le haya facilitado el imprescindible análisis, se le ha estado abrumando con un interminable sermón monocorde y explicativo. Y aún hay quien asegura que esta supuesta obra maestra está poniendo el dedo en la llaga nada menos que sobre el núcleo íntimo de una podredumbre moral y social que llevó a Alemania ¡al nazismo!
Es como si la simbólica cinta blanca, además de ser atada al brazo del joven díscolo como recordatorio de la pureza perdida, hubiera saltado para tapar los ojos a un sin fin de incrédulos, empeñados en seguir creyendo que el cine de antes pervive, y que Michael Haneke no es un impostor, sino el meritorio heredero de Dreyer, Bergman y Truffaut, entre otras deidades de un olimpo muerto.