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Novela por entregasLa ópera del seductor

La ópera del seductor

 

El siguiente texto fue remitido por Contarini con una carta personal a su amigo el profesor H. W. (por expreso deseo suyo sólo constan aquí sus iniciales), en mayo de 1989. Consta de veinte cuartillas manuscritas y en ellas se reconstruyen las relaciones de Casanova con Lorenzo Da Ponte y Wolfgang Amadeus Mozart. Más que el asunto, bien conocido por los especialistas, el interés de estas páginas radica en la visión que presenta el autor. Aprovechando su larga familiaridad con los archivos venecianos y el profundo conocimiento que tenía de la historia de su ciudad, Contarini ofrece una original versión del tema tratado. Las notas que figuran a pie de página son las que el propio Contarini añadió en los márgenes. Quiero mostrar aquí mi gratitud al profesor H. W. por permitirnos publicar íntegramente el documento.   

 

 

           

Una noche del mes de Octubre de 1787 fue estrenada en Praga la más famosa de las óperas de Mozart, quizá de todas las óperas: Don Giovanni. En el teatro se hallaba un espectador de excepción: Giacomo Casanova. Nadie sabe qué sintió el aventurero al ver el drama. La historia del seductor irredento cuya alma acaba en el infierno podía ser la suya, aunque él todavía estaba vivo y a tiempo de arrepentirse de sus pecados, si no lo había hecho ya. Salvo unas pocas personas vinculadas a la compañía es difícil que nadie lo asociara allí con el famoso depredador de mujeres. Por más que le doliera, se había convertido en un viejo sin otra gracia que su leyenda. Convencido, no obstante, de que en el futuro su nombre y el de Don Giovanni acabarían emparejándose, había aceptado la invitación de Lorenzo Da Ponte, su amigo y compatriota, para participar en la última revisión de la ópera. Giacomo era consciente de que la gloria y la infamia dependen de los poetas, y que aunque no está en la mano de estos modificar los acontecimientos, siempre pueden relatarlos de manera que aparezcan bajo una luz favorable o … todo lo contrario.

            El investigador que aspire a esclarecer las circunstancias en las que se produjo esa colaboración y trate de atar todos los cabos debe remontarse al año 1771, fecha en la que Mozart, siendo muchacho, visitó Venecia. Fueron treinta días, desde el once de febrero al doce de marzo, en pleno carnaval. Su padre lo había llevado a Italia seguro de que eso completaría su formación. No lejos de donde ambos se hospedaban, en una residencia para catecúmenos situada muy cerca de la Salute, convalecía de la malaria Lorenzo Da Ponte. Tenía veintidós años, siete más que el compositor, y distraía el tedio de la postración traduciendo versos latinos al italiano, tarea para la que había acreditado desde la infancia aptitudes notables.  Mozart y Da Ponte no se conocieron entonces. Era difícil que tal cosa sucediera. Lorenzo ni siquiera imaginaba que el destino le tuviera reservado un destino como libretista. Soñaba con tomar los hábitos y hacer carrera eclesiástica. En cuanto a Wolfgang, la calurosa acogida de que fue objeto en el resto de Italia no se repitió en Venecia. Era un niño prodigio, pero los venecianos, habituados desde hacía siglos a intérpretes de primera categoría, no encontraron nada especial en su genio. Hoy sorprende que en la más musical de las ciudades un talento como el suyo pasara desapercibido, pero la verdad es que el gusto veneciano era demasiado exigente para celebrar las virtudes musicales de su muchacho talentoso, pero aún muy lejos de la madurez.

            Cuando Da Ponte superó su enfermedad regresó al seminario de Portogruaro, en donde recibió las órdenes menores e inició su preparación para el sacerdocio. Su mente no se ocupaba todavía de asuntos musicales o teatrales, sino teológicos. Los maestros del seminario en el que estudiaba se dividían en dos bandos: uno tradicionalista, poco aficionado a las letras, y otro libertino, enemigo de dogmatismos y abierto a novedades, incluida la ilustración. A estos últimos se los conocía como “seculares” y tenían mucho éxito entre los alumnos más sobresalientes y las damas de la mejor sociedad, felices con aquellos abates tolerantes para quienes los placeres terrenales no representan amenaza ninguna contra la virtud. Tras consagrarse en 1773, se trasladó a Venecia, donde puso velozmente en práctica los indulgentes principios aprendidos. En vez de convertirse en flagelo del vicio, como se esperaba de cualquier cura recién consagrado, se convirtió para asombro general en enemigo de la castidad. Las inclinaciones poco ejemplares del reverendo pronto lo convirtieron en un personaje incómodo y cuestionado. Esto le abrió, sin embargo, las puertas de los círculos literarios. Allí conoció a Casanova y, mucho antes, a dos personajes fundamentales en su carrera, ambos libretistas de ópera y oriundos, como él, de la campaña véneta: Giovanni Bertati y Caterino Mazzolá.

            Bertati ha pasado a la Historia gracias al libreto del Matrimonio Secreto de Cimarosa. Apoyado por los Grimani, una familia de patricios con intereses en el mundo teatral, desarrolló su carrera en Venecia hasta que sustituyó a Da Ponte en 1791 como poeta imperial de la corte de Viena. Dolido con él, Lorenzo lo fustigó en sus Memorias llamándole “chapucero”, “odre hinchado de viento” y lindezas por el estilo. No obstante, su nombre permanecerá ligado eternamente al Don Giovanni de Mozart y Da Ponte, ya que esta ópera se inspiró en un texto suyo, Don Giovanni o sia il convitato di pietra.

            Mazzolà, gracias al cual Lorenzo accedió al mundo literario y conoció a Salieri, su mentor en la corte austriaca, era una figura relevante cuando Mozart viajó a Venecia. Justo aquel año había aceptado la dirección de un ambicioso proyecto editorial: la traducción del teatro completo de Voltaire. Con él colaboraron los autores venecianos más sobresalientes del momento: Gozzi, Gravisi y Cesarotti. Su carrera como libretista estuvo ligada a Salieri, para quien compuso en 1778 La escuela de los celosos, su mejor obra.

            Salieri, un año menor que Lorenzo, destacaba ya en el firmamento musical vienés. De origen veneciano (nació en Legnago, cerca de Verona), hacía sólo seis años que había abandonado la Serenísima. La rapidez con que logró el éxito y su elevada posición en la corte austriaca no le impedirían confraternizar con los protagonistas de nuestra historia, incluido Mozart, a quien las malas lenguas, basándose en un relato de Pushkin, afirman que mató. En Venecia, a donde fue desde su ciudad natal para estudiar contrapunto, vivió poco debido al fallecimiento de su maestro, Giovanni Pescetti. Un músico alemán lo convenció para que lo acompañara a Viena. Allí debutó en 1770 con Las mujeres literatas, su primera ópera.

            El último de nuestros protagonista, y el mayor de todos, Casanova, no se hallaba en Venecia en Febrero de 1771, sino en Roma, alojado en la Ville de Paris, una posada de la plaza Caetani donde esperaba mientras era recibido como miembro de número de la Academia de los Arcades. Aunque repartía el tiempo entre las musas y las ninfas, su estrella declinaba sin remedio –Casanova pensó de hecho en interrumpir el relato de su vida en 1771, fecha en la que, de acuerdo con lo que escribió a su amigo Opiz, los sucesos de su vida resultaban tan poco gratos que afligirían a los lectores más de lo que podrían entretenerles- y comenzaba a sentir el peso abrumador de la edad. No conocía aún a Da Ponte y Salieri, de los que llegó a ser amigo, y tampoco a Mozart, Mazzolà o Bertati, pero los lazos con este último, cruciales en nuestra historia, estaban anudándose ya sin que ninguno de los dos tuviera conciencia de ello.

            Casanova y Bertati pertenecían al círculo de los Grimani, una de las grandes casas patricias venecianas. El primero quedó a la muerte del padre bajo tutela de los varones del clan, aunque sus relaciones nunca fueron demasiado buenas y empeoraron hasta romperse definitivamente en 1782, año de publicación de un violento opúsculo en el que, además de declararse hijo natural del senador Michele Grimani, acusaba a su primogénito de ser un bastardo[i]. Bertati, hijo del capataz de los Grimani en Martellago, siempre se mostró en cambio agradecido con ellos, y no sólo porque sufragaron sus estudios en el seminario de Treviso, sino porque también después favorecieron su vocación dramática. La lealtad que demostró a lo largo de su vida a sus benefactores, dueños de dos de los principales teatros de la ciudad, revela que, pese a ser un artista, era consciente de las ventajas de la gratitud.

            Cuando Bertati dejó Treviso para trasladarse a Venecia, Casanova llevaba años en el exilio. Jugador, mujeriego, espadachín, literato y nigromante, había escandalizado a Europa con su mundanidad irresistible y sus licenciosas costumbres. La historia de su huída de los Plomos, la prisión del palacio ducal, circulaba por los salones igual que una leyenda. Al volver del destierro, en 1774, rondaba la cincuentena y, un poco por necesidad, otro poco por sensatez, prefirió llevar una existencia discreta, apartada de cualquier género de disipación y muy apropiada para el ejercicio de su nuevo oficio como confidente de los Inquisidores del Estado. No obstante, persistía en él la pasión literaria, causa de dos ruinosas empresas: una revista mensual, Opuscoli miscellanai, en la que vieron la luz algunas de sus narraciones, y un teatro francés al que vinculó un semanario en esa lengua del que aparecieron once números, Le Messager de Thalie. En esta época fue cuando conoció a Da Ponte, secretario de Pietro Zaguri, el abogado y amigo que consiguió para él el perdón de la República, y a Bertati, autor al que se tenía entonces por el mayor reformador de la ópera bufa.

            El sueño de Casanova de vivir en Venecia hasta el fin de sus días no se cumplió. En 1783, nueve años después de su vuelta y cuatro antes del estreno del Don Giovanni, se vio obligado a dejar para siempre la ciudad. El motivo fue el citado libelo escrito como venganza a ciertas ofensas recibidas en casa de Gian Carlo Grimani: Nè amori nè donne, ovvero la stalla ripulita. Aunque se trataba a primera vista de una fábula griega, debajo de la cáscara mitológica se escondía una crítica feroz de la nobleza veneciana, cuyos líos quedaron en evidencia. Los afectados no tardaron en reaccionar y Giacomo se convirtió de la noche a la mañana en un apestado. Las puertas de los palacios se cerraban ante sus narices, los inquisidores lo retiraron del servicio despojándole de su único ingreso regular, y los Grimani, principal blanco de sus invectivas, organizaron una campaña difamatoria que, de acuerdo con las viejas costumbres de la república de las letras venecianas, arrancó con la exhibición de pasquines infamantes en las plazas y culminó con la representación en el teatro de San Benedetto de una farsa destinada a arruinar su reputación, el Don Giovanni o sia il convitato di pietra de Bertati.

            De esta tradición lagunar de puñalada poética, poco conocida en la actualidad, hay testimonios abundantes en las memorias de Gozzi, Da Ponte o Carlo Goldoni[ii]. También Casanova padeció los efectos de dicha costumbre porque el encierro en los Plomos, que él mismo atribuyó a una intriga teatral,[iii] fue en parte debido a la influencia de una novela del abate Chiari, La Commediante in fortuna, cuyo protagonista, un bastardo petulante, seductor y exhibicionista de nombre Vanesio se identificó al punto con él. Perdidas las referencias, hoy creemos que el Don Giovanni de Bertati es sólo un libreto de ópera, igual que creemos que la Vida de Justiniano de Procopio es nada más que una biografía o las Memories de Maintenon simplemente una historia del reinado de Luis XIV, pero no cabe duda de que nos equivocamos.

            El texto de Bertati sobre el que trabajó Da Ponte para confeccionar el libreto de la ópera de Mozart es el mismo que se estrenó en Venecia en 1787 con música de Gazzaniga. Cuatro años antes, sin embargo, justo después de que Casanova abandonara la ciudad, fue representado en una versión de Francesco Bianchi, músico de segundo nivel ligado al teatro de San Benedetto. Debido a la zafiedad de la partitura, el boicot de los amigos de Casanova o cualquier motivo desconocido, la obra no tuvo el eco que esperaban los Grimani y estos decidieron buscar otro compositor. El escogido fue Gazzaniga, entonces en el cenit de su carrera. Diversos compromisos con los mejores teatros de Europa explican su tardanza en entregar la partitura.

Bertati se inspiró en El burlador de Sevilla de Tirso, pero para que funcionara como sátira local simplificó la historia, trasladó la acción a Venecia y envileció al protagonista, a quien dibuja no como un seductor fascinante, sino como un rufián capaz de servirse de cualquier medio, incluida la violencia, para lograr sus propósitos. Dado que el fin de la obra no era reflexionar sobre la figura del seductor, sino ridiculizarla, privó a Don Juan de su carácter demoníaco y lo convirtió en un impostor exhibicionista y tramposo, al estilo del Vanesio de Chiari, la sátira que llevó a Casanova a los Plomos.

Lo primero fue presentarlo como una especie de delincuente sexual, un egoísta sin escrúpulos más próximo al mundo de los rufianes que al de los aristócratas. Esto era lo único que compartían Giacomo y Don Juan: su condición de cazadores solitarios que no dudan en arruinar la reputación de las mujeres a fin de obtener su pizca de placer. Pero si Don Juan era un señor barroco que ponía en peligro la salvación de su alma a cambio de una vida emocionante, Giacomo es un plebeyo con pretensiones que vive en un contexto en el que la visión sacramental del amor se ha debilitado. El libertinaje de Casanova no es contrario a Dios, sino a la sociedad. El elemento heroico, de subversión teológica, ha desaparecido. Estamos simplemente ante un ataque a los axiomas morales de la existencia común. El problema es que su comportamiento es difícil de castigar sin salpicar a sus cómplices, mujeres que se han rendido a la pasión momentánea, y que de alguna manera dejan en entredicho la solidez del orden social. La solución de Bertati fue convertirlas en víctimas y centrarse en su punto de vista, representado por el criado Pasquariello. Tirso había puesto junto a Don Juan a Catalinón, un lacayo inocuo que se limitaba a recordar al amo las consecuencias de sus actos; Pasquariello es más. Testigo de sus abusos, odia a Don Giovanni e intenta arruinar su leyenda explicando al público que lo único que lo diferencia de cualquier hombre es su desaprensión, la ilimitación de su deseo, su narcisismo. Es este narcisismo lo que le permite borrar con cada conquista el recuerdo de la anterior y volverse inmune al remordimiento. Pasquariello, a fin de evitar que las fechorías del amo caigan en el olvido, lleva la contabilidad de las mismas, una lista interminable de mujeres seducidas que está dispuesto a esgrimir ante los jueces que se lo pidan en cuanto alguien le obligue a testificar en contra.

Los estudiosos contemporáneos han visto en el catálogo la entraña y el misterio de Don Juan. Cuando el criado enumera las conquistas de su amo, pone de manifiesto el rasgo fundamental del personaje: la ilimitación de su deseo. A menudo suele decirse que esta es la principal contribución de Da Ponte a la historia. La cantidad deviene algo decisivo y esto indica que estamos ante un personaje moderno. El elemento teológico, de lucha contra el cielo, queda supeditado a esta sensualidad indefinida, rasgo típico de los nuevos tiempos. Sin embargo, la larga lista no es un hallazgo de Da Ponte, ni está tampoco en los precedentes medievales de la leyenda, en Tirso o los autores posteriores que recrearon su historia, Moliere o Goldoni. Se trata de una contribución de Bertati, de quien pasó a la ópera de Mozart. Bertati quiso con ella hacer algo decisivo para su propósito de criticar a Casanova, pues poner al lado del burlador a un criado que anota el nombre de sus víctimas es, sin duda, lo peor que puede hacerse para arruinar su reputación[iv]. La existencia de la lista ofende a la mujer y envilece al seductor. Casanova, a quien no le gustaba ser llamado así (“el seductor de profesión –dice en el duodécimo tomo de la Historia de mi vida– es un hombre abominable, sustancialmente enemigo del objeto en el que ha puesto los ojos; un criminal que, si tiene las cualidades requeridas para seducir, se vuelve indigno cuando abusa de ellas para hacer infeliz a una mujer”), entendió perfectamente el alcance de la jugada. Prueba de ello es el tono de sus Memorias, un texto que parece concebido para dejar claro que no fue un depredador de mujeres al estilo del Don Giovanni de Bertati, y el cuidado que puso en evitar que su elenco de conquistas pudiera dar la impresión de ser una lista de mujeres anónimas.

            Pero Bertati no se conformó con señalar que el burlador es menos un ser diabólico que un hombre corrompido; quiso también destruir cualquier posible defensa del libertinaje como forma de vida. Adoptando un punto de vista que debió complacer a los patricios para quienes trabajaba, mostró que la pasión sin límites de Don Juan representa, antes que una amenaza al honor, una amenaza para la comunidad al introducir en ella la confusión y el caos. No son las personas, sino los principios, los que esta clase de personajes ponen en entredicho. La idea se expresa claramente en una de las últimas escenas de la obra, cuando Pasquariello brinda por Venecia y ensalza su orden civil, su gobierno y la honestidad de sus mujeres. Venecia no es el establo descrito por Casanova en su panfleto, al contrario, son tipos como él, atados a la cadena del vicio, quienes amenazan con destruir su estabilidad y, por eso, en el momento en que Don Giovanni es arrojado al infierno por el fantasma del Comendador, el resto de los personajes de la obra, símbolo de la propia sociedad, respiran aliviados y celebran con alegría su desaparición.

            Ni siquiera Casanova, tan hábil como filósofo, supo rebatir estos argumentos. La inquietud que, según declaraba, le produjo siempre la felicidad de las jóvenes que se disponía a seducir, la pureza inmaculada de sus intenciones, el afán que sentía de amar y ser amado, todos esos subterfugios con los que llenó sus Memorias no pueden ocultar su cinismo, y esa frase suya, cien veces repetida, “me parecía estar seguro de que conmigo la muchacha no corría riesgo alguno”, constituye el no va más de la hipocresía. Bertati apenas inventa nada al decir que el burlador embauca a las mujeres, las seduce con falsas promesas, abusa de ellas y, si no queda otro remedio, las fuerza. Aunque también podría haber tomado en consideración la actitud de las mujeres, en el sentido de que todas ellas eran conscientes de qué se jugaban entregándose, responsabiliza en todo momento a Don Juan de sus desgracias. El libertino, subordinándolo todo a su deseo, subvierte el orden establecido y lo lleva a su aniquilación. Venecia, donde regía desde hacía mil años la concordia bajo una oligarquía aristocrática,  entendió a la perfección el mensaje y si la ópera no tuvo el éxito esperado fue seguramente porque esos principios se estaban desmoronando, si no lo habían hecho ya

            Bertati, como Aristófanes con Sócrates y los sofistas, conectó las figuras de Don Juan y Casanova a sabiendas de que compartían sólo cierto aire de familia: el porte, el aplomo, el ansia de vivir, la desenvoltura, la afición a las mujeres. Mirados por dentro no podían ser  más distintos. El menosprecio que el burlador siente por sus víctimas se torna en Giacomo tierna solicitud. Casanova respetaba a las mujeres y estaba seguro de no corromperlas por compartir con ellas los placeres de la carne. Son las leyes las que vuelven pecaminoso el deseo natural. Su fama de asaltador sexual dependía más de las restricciones sociales que de su conducta. Aunque sabía que esas restricciones en vez de cohibir el deseo lo avivan, una mujer bella es todo lo que necesitaba para transformarse en un fogoso enamorado. Quizá por eso nunca se odió a sí mismo por arrebatarle a la naturaleza sus goces. Tampoco era un malhechor que actúa furtivamente. Sólo al final de su vida advertimos en él perversidad. Sin duda le cuesta dominar los instintos porque la lujuria es un exceso de su naturaleza exuberante, pero el estoicismo, que está bien para el gladiador, congenia mal con un veneciano ansioso de belleza. Podría decirse que, a diferencia de Don Giovanni, Casanova siente nostalgia del amor cortés. Y no porque le atraigan las uniones castas o los amores puros, sino porque sabe que el placer de los cuerpos se acrecienta con las pasiones del espíritu. Sexo, erotismo y amor, constituyen una escala en la que cuanto más alto se asciende más se recibe. Su historia en Lausana, cuando pasó dos horas deliciosas con una viuda fea a la que aborrecía creyendo estar con una dama bellísima, le llevó a reflexionar sobre estos asuntos y a concluir que el placer proviene de la carne, pero que la intensidad del placer depende de la belleza y que la belleza se acrecienta con el espíritu.

Esta visión de la mujer y del deseo se expone en una obrita suya de 1772, Luna de cabra o Epístola de un licántropo. Las diferencias fisiológicas y psicológicas entre sexos, dice allí, son irrelevantes. La mujer, en cuanto ser inteligente y libre, que huye del dolor y busca el placer, es la compañera natural del hombre, no su presa y menos su esclava. A Casanova ni siquiera le agradaban los encuentros fugaces que, a primera vista, constituyen el objetivo prioritario de Don Juan. Sin amor, el sexo pierde, a su juicio, cuatro quintas partes de su gracia. Su defensa del goce sensual descansa no obstante en la convicción de que el amor puro es lo contrario del auténtico amor y que el intercambio sexual es una experiencia enriquecedora que torna la amarga soledad humana en deliciosa intimidad. Casanova no era deshonesto con las mujeres. Nunca fingió ser capaz de derretirse platónicamente fuera de la caverna de la sensibilidad. Mientras que las mujeres del olvidadizo Don Juan conocen la traición y el desengaño; las suyas conservan a menudo un tierno recuerdo de él, recuerdo casi siempre secreto porque proviene de una pasión efímera y trasgresora, que pervive en la memoria sin devaluarse.

            Don Juan no tiene en cuenta la autoestima de sus víctimas. Las caza, toma de ellas lo que necesita, y luego las abandona. Cuál sea la situación en que quedan más tarde no le interesa en absoluto. La seducción es para él un fin. Cuando el juego termina, olvida. Sus promesas de amor eterno se disuelven en el aire y él mismo desaparece dejando el recuerdo de una presencia que parecía llenarlo todo. Son las reglas del deseo, que la sociedad trata de convertir en sustento de su propia estabilidad mediante la familia, las que se imponen a su través. Toda la palabrería de la que se sirve para seducir a las damas se apoya en ese sentido social de la decencia. Él sabe inflamarlas hasta el punto de destruir las murallas del honor, que en el mundo de Tirso dibujaba el horizonte de la moralidad. La mujer seducida entrega su cuerpo creyendo que después de la consumación física pervivirá el sentimiento amoroso. Pero esto es lo que no ocurre y, por eso, Don Juan aparece como un personaje maligno, capaz de forjar en la mente de sus víctimas un ideal que las conduce a la perdición y al remordimiento.

            El mito del burlador está vinculado al modelo sacramental del amor auspiciado por la Iglesia durante el Medioevo. Este modelo entró en crisis debido a la vindicación de los derechos del individuo frente a los del linaje y el reconocimiento de la transitoriedad de los afectos. Durante el siglo XVIII, el proceso estaba tan avanzado, al menos en el seno de la aristocracia, que el único amor que contaba era el galante, ese amor sin compromisos que los románticos reprobaron porque más que la complicidad de las almas se imponía en él la connivencia de los cuerpos. El amor galante, decía Rousseau, es una parodia del amor, con el que comparte únicamente las apariencias, sobre todo en el momento de la consumación. Dentro no hay nada, un ídolo vacío, el hueco de una estatua de cartón. Da Ponte lo llamó en su vejez “pasión ignominiosa”.

Pero no fue Giacomo el único que tuvo fama de seductor. También Lorenzo logró una reputación considerable en este campo. Las mujeres le atraían tanto como él las atraía a ellas. “Mi corazón no estaba y acaso no esté hecho para vivir sin amor, y por más engaños y traiciones que me hicieran las mujeres a lo largo de mi vida, no recuerdo haber pasado seis meses en todo el curso de ella sin amar a alguna, y amar (presumo) con amor perfecto”. La prueba de su debilidad es que dos años después de hacerse cura e instalarse en Venecia los enredos amorosos en los que estaba metido alcanzaron tal notoriedad que nadie, salvo los Da Ponte, quiso arriesgar su reputación o patrimonio prestándole ayuda. Él no pertenecía en realidad a aquella ilustre familia. Había nacido en Ceneda, de padres judíos. A los catorce años cambió nombre y apellidos por los del obispo que lo bautizó. Desde entonces, los Da Ponte lo trataban como a un pariente lejano, e igual hacían los Zaguri, amigos suyos. Unos y otros vivían en el campo San Maurizio, una pequeña plaza en el barrio de San Marcos en la que residió hasta su muerte, en 1768, otro corsario de Venus, Giorgio Baffo, padrino de Casanova[v].

 

 

            Da Ponte y Zaguri eran dos familias venidas a menos relacionadas con los sectores ilustrados de la ciudad, defensores de una renovación del régimen político. Gracias a ellos, Lorenzo consiguió un puesto como profesor de latín en el Seminario de Treviso. Apartado de las tentaciones, logró mantener durante varios meses la apariencia de respetabilidad, pero siendo profesor de retórica cometió la imprudencia de defender en una ceremonia pública las doctrinas de Rousseau, y el Senado le retiró la venia docente. Fue en esta época cuando estrechó lazos con el círculo de afrancesados al que pertenecían Gozzi, Mazzolà y Casanova, recién vuelto del exilio. Partidarios de una reforma política, profesaban las ideas que había defendido una década antes Angelo Querini, quien había dado con sus huesos en la cárcel por divulgar las intrigas mediante las cuales se conseguían las mayorías en el Gran Consejo. Sirviéndose de subterfugios, la oligarquía que dominaba las altas magistraturas del Estado impedía a la cámara soberana actuar con libertad. Querini pagó caro su amor por ella y acabó retirado en sus posesiones de tierra firme, donde murió en 1796, un año antes del derrumbamiento de la Serenísima, escandalizando a amigos y enemigos al disponer en su testamento que lo enterraran en la tumba de Giulia Preato, famosa cortesana de la que habían sido amantes también Rousseau y Casanova. Sus ideas, sin embargo, siguieron ejerciendo influencia. Otros patricios, dirigidos por Giorgio Pisani, Procurador de San Marcos, exigieron reformas para impedir el colapso del régimen. Las autoridades, más pendientes de su poder que de las necesidades del Estado, se alarmaron ante sus esfuerzos por atraerse a los barnabotti –los patricios apartados del gobierno debido a su falta de recursos- y actuaron implacablemente. Por primera vez en la historia, muchos ciudadanos fueron obligados a exiliarse. Entre ellos Lorenzo, a quien Pisani había librado de la miseria contratándolo como preceptor de sus hijos.

Pese a los reveses que sufrieron por su causa, Lorenzo y Giacomo aprendieron mucho de esta casta venida a menos a la que costaba mantener el apego por un mundo en el que declinaban cada día un poco más. Aquellos nobles arruinados languidecían en sus inmensos caserones igual que un enfermo en un hermoso cuerpo carcomido por el cáncer. Aunque luchaban por salvar las apariencias –la peluca pasada de moda del amo iba a juego con la librea rota del lacayo y la desteñida tapicería de los sillones donde se sentaban las visitas esperando una improbable invitación a comer-, el desaliento puso a muchos en manos de pícaros y charlatanes. Solteros para no tener que fragmentar aún más el sufrido patrimonio familiar, la mayoría acababa en poder de criados deshonestos o jóvenes licenciosas por las que se desvivían a cambio de sus favores. El juego, las pasiones de la carne y una afición superficial por la poesía, la música y el arte, ocupaban las jornadas de esta clase ociosa que no estaba preparada para dedicarse a nada útil ni disponía tampoco de medios para asumir las onerosas cargas del Estado. Lorenzo y Giacomo aprendieron de ellos los vicios, aunque también sus gustos y modales, unos modales acrisolados durante centurias de refinamiento que, en una época en la que la delicadeza aún abría todas las puertas, fueron más eficaces que cualquier salvoconducto. El destino, prodigo con ellos, no sólo les dio una presencia imponente, una inteligencia fuera de lo común y un carácter intrépido, sino que quiso perfeccionarlos con el don de la galantería, don gracias al cual sedujeron a sus coetáneos y siguen seduciéndonos a nosotros.

Tal fue el bagaje, en absoluto desdeñable, con el que partió Lorenzo a Viena a los treinta y dos años. No era nadie, tampoco había hecho nada digno de mención, más bien al contrario, tenía un pasado del que avergonzarse y muchas cosas que callar, pero la fortuna, sirviéndose de su amigo Mazzolà, le llevó hasta Salieri, compositor de los teatros de la corte, y éste, maravillado con su capacidad para improvisar versos en el metro que fuera, sugirió su nombre como candidato al puesto de poeta imperial. La simpatía que despertó en el emperador, José II, un hombre que solía volverle la espalda a cualquiera que le importunase con cuestiones demasiado serias, cambiará su vida por completo.

A Mozart lo conoció poco después en el domicilio del barón von Plakenstern. Ambos simpatizaron al instante. Lorenzo se sorprendió de que el compositor no gozara de mayor reconocimiento. “Pese a estar dotado de talentos superiores a los de cualquier músico del pretérito, el presente o el futuro, Mozart no había podido ejercer su divino ingenio en Viena a causa de las intrigas de sus adversarios y permanecía ignorado y oscuro, igual que una gema preciosa enterrada en las entrañas de la tierra”. Ni que decir tiene que el veneciano se sintió impresionado con su talento. No obstante, y sin negar la franqueza de dichos elogios, escritos décadas después, hay que aclarar que Da Ponte se refiere en otros pasajes de su obra en términos similares a Salieri y a Martín y Soler, a quienes, dependiendo del albur, juzgaba unas veces superiores y otras inferiores al propio Mozart. 

Dos años después de aquel encuentro, en 1785, llegó a Viena Casanova. Tenía sesenta años y la bolsa completamente vacía. Para ganarse el sustento trabajó como secretario del embajador de la Serenísima. El sueldo era escaso y lo completaba jugando con el hijo del patrón a las cartas. Por supuesto, circularon rumores. Nadie comprendía cómo alguien que se había tenido que marchar de su país desempeñara aquel puesto. Como los tejemanejes del veneciano eran conocidos en las embajadas desde hacía tres décadas se apuntó incluso la posibilidad de que la agria disputa con los Grimani, y el posterior destierro fueran una farsa tramada por la Serenísima para facilitar sus tareas como espía. Las sospechas se desvanecieron de golpe, sin embargo, el día que el embajador pasó a mejor vida forzando a Giacomo a empeorar la suya y aceptar el que sería su último oficio: bibliotecario en el castillo del conde Waldstein en Dux. Fue allí donde emprendió a partir de 1791 el apasionante relato de su vida. 

            Da Ponte y Casanova se vieron a menudo en Viena, casi a diario. Así lo cuenta el segundo a Pietro Zaguri en una carta en la que reconoce el aprecio que siente por su joven compatriota. Lorenzo escribió también de ello en sus Memorias, pero con más contención, quizá porque había pasado mucho y la prudencia recomendaba no asociar su nombre al de un personaje conocido por su fama de disoluto. Ambos habían tenido en Venecia sus más y sus menos, aunque no sólo se habían reconciliado, sino que habían aprendido a estimar lo que de bueno había en el otro y disculpar lo malo, que no era poco. El influjo de Casanova parece haber sido positivo. Da Ponte escribió en este periodo sus mejores libretos, algunos inspirados en sugerencias del amigo. A ellos solía unirse también Antonio Salieri, a quien Lorenzo estimaba y con el que se sentía en deuda. Seguramente a los tres les gustaba pasear por el Graben para contarse sus planes y evocar sus recuerdos en la hermosa lengua de sus antepasados.

            Lorenzo se convirtió en el libretista de moda[vi]. Mozart, en cambio, vivía al día, tan precariamente que, pese a hallarse en plena madurez creativa, no le quedaba otro remedio, para cubrir gastos, que seguir impartiendo clases particulares. Las Bodas de Fígaro, su primera colaboración con el veneciano, fue acogida con frenesí por sus admiradores, pero fríamente por el resto del público. Afortunadamente, todo lo contrario sucedió en Praga, donde el éxito salvó a la compañía del teatro de la ruina. Su director, consciente de la simpatía del público de Praga por la música de Mozart, tan llena de novedades, no dudó en solicitarle un nuevo título sobre argumento de su elección. En el contrato suscrito en febrero de 1787, el compositor se comprometió a escribir y dirigir una ópera para principios de la temporada de otoño, y a desplazarse a Praga a fin de vigilar los ensayos que tendrían lugar durante el mes de septiembre. De lo que no se dice nada es del argumento. Nadie ha mencionado de momento la posibilidad de que fuera la leyenda de Don Juan.

            En un resumen de su vida escrito en América años antes que sus Memorias, Lorenzo afirma que quien sugirió el tema fue el empresario de la compañía de Praga, un cantante retirado de nombre Domenico Guardasoni. Éste habría enviado en marzo a Mozart el libreto de Bertati Don Giovanni o sia il convitato di pietra recién estrenado, con música de Gazzaniga, en Venecia. El tema agradó a Mozart, aunque no la forma en que había sido tratado por el libretista, razón por la cual pidió a Lorenzo que lo reescribiera. Así dice él y no nos costaría admitirlo si no fuera porque en sus Memorias ofrece otra versión de los hechos según la cual Mozart le solicitó simplemente un libreto y le dejó las manos libres para escoger el argumento. ¿Cuál de las versiones es la verdadera? No lo sabemos. Ambas resultan verosímiles, aunque no a la vez. La intervención de Guardasoni entra dentro de lo plausible porque en la época los empresarios solían intercambiar libretos y está probado que él mantenía relaciones con los Grimani. Pero: ¿cómo explicar que Mozart recibiera la partitura de Gazzaniga, detalle del que Lorenzo no dice nada y sobre el que hoy nadie tiene ninguna duda tras descubrirse similitudes notables entre diversos pasajes de ambas obras? A diferencia de los libretos, las partituras, dado al alto coste de las copias, rara vez se imprimían. Por lo general, se guardaban en los archivos de los teatros y de allí pasaban con el tiempo a los archivos de los coleccionistas de antigüedades, si no a la basura. Los autores podían conservar obviamente copias de sus obras, mas no estaban autorizados a  venderlas. Las veinticinco óperas que se conservan de Vivaldi provienen de su colección personal. De no haber sido por esto prácticamente no quedaría nada. En una carta dirigida al marqués Guido Bentivoglio, Vivaldi lamentaba las dificultades que le estaba poniendo el dueño del teatro San Giovanni Crisostomo para copiar una partitura. La costumbre no varió sustancialmente durante el siglo XVIII. ¿Cómo justificar entonces que un empresario como Guardasoni, al borde de la ruina, costeara tal desembolso?

            La hipótesis de que fuera Lorenzo quien sugirió a Mozart el tema de la ópera tampoco está, sin embargo, libre de inconvenientes. El primero es la naturaleza del drama. La leyenda del seductor, tan atractiva para nosotros, y quizá para el lector de las Memorias de Da Ponte –escritas entre 1823 y 1827- no atraía al público refinado de finales del XVIII. Cierto que se habían hecho numerosas versiones desde que Tirso diera a luz siglo y medio antes El burlador de Sevilla, pero se trataba de un asunto pasado de moda. El espectador ilustrado no podía sentirse complacido con una trama protagonizada por un vividor que subvierte el orden establecido, en la que juega un papel decisivo un espectro y la justicia depende de una intervención sobrenatural. En los teatros populares, sobre todo en el orbe católico, el mito del disoluto que arde en los infiernos tras una vida de abusos complacía sobremanera al público. A las escenas de capa y espada y los líos eróticos, se añadía el placer de ver a un noble señor sufriendo las consecuencias de sus atropellos. Goethe fue testigo en 1787 del éxito en Roma de una de estas comedias – El convidado de piedra de Vincenzo Fabrizi- e igual ocurrió en Viena con Dom Juan oder der steierne Gast, obra que permaneció en cartel desde 1783 hasta 1821. Da Ponte y Mozart sabían, sin embargo, que el público burgués de Praga, a quien estaba destinada la nueva ópera, no era un público vulgar, al que se pudiera agradar con argumentos barrocos. Había que pensar, además, en la censura. La situación financiera de los organizadores era demasiado frágil para exponerse a complicaciones similares a las que estuvieron a punto de impedir el estreno de Las bodas. Da Ponte debió mostrar desde luego un fuerte interés personal por el proyecto para que Mozart, que se jugaba más que él, lo aceptara. Claro que tampoco podemos estar seguros de que fuera él quien llevó toda la iniciativa. Las contradicciones en que incurre cuando evoca los hechos ponen de manifiesto que olvidó lo que pasó o que lo que ocurrió fue en realidad otra cosa. 

            Antes de aceptar que Da Ponte tomó simplemente un argumento que estaba ahí, repasemos lo que asegura la tradición. Conviene hacerlo porque, de acuerdo con ella, en la elaboración del libreto del Don Giovanni no participaron únicamente el poeta y el compositor, sino también Casanova. Obsérvese que he dicho tradición, y no leyenda, porque la existencia de cien historias falsas acerca de lo que sucedió no puede afectar a hechos seguros, por mal conocidos que sean. Desde luego, es absurdo creer que Lorenzo y Mozart, concluida la obra, recurrieron a Casanova como experto en la materia a fin de que la supervisara. Los artistas nunca necesitaron asesores y menos en temas sobre los que ellos mismos pueden presumir de sabios. En cambio, resulta verosímil que el poeta, apremiado por sus muchos compromisos (el libreto del Don Giovanni fue hecho a la vez que El árbol de Diana y Axur, rey de Ormuz), pudiera pedir ayuda a su amigo. Téngase en cuenta que Casanova había escrito varios dramas para música y que una historia suya sirvió como tema para El árbol de Diana[vii]. La colaboración no pudo ser tan estrecha, sin embargo, como sugiere una leyenda que asegura que el poeta, reclamado por el emperador, tuvo que dejar a toda prisa Praga en septiembre sin concluir el libreto y confiar a su amigo, providencialmente allí, la misión de rematarlo. Menos improbable es que en las reuniones que mantuvo Casanova con Mozart y Da Ponte, estos oyeran con agrado sus sugerencias. El hallazgo de un autógrafo suyo con un aria de Leporello confirma que la colaboración fue algo más que un simple intercambio de opiniones. Difícilmente puede alegarse este documento como prueba de nada y menos aún servirse de él para atribuir a Casanova el giro que Wolfgang y Lorenzo dieron a la historia del burlador, pero no cabe duda de que el espíritu del drama tuvo que satisfacerle. Si en la versión de Bertati y Gazzaniga, Don Juan es representado por un bajo bufo al que ponen en evidencia el resto de los personajes de la historia, en la versión de Mozart y Da Ponte su timbre se ennoblece y adquiere el brillo juvenil de un espíritu libre que soslaya los formalismos de la sociedad. Nada podía interesar más a Casanova para neutralizar la sátira que esta sublimación del personaje y, aunque sea imposible probarlo, el hecho de que Mozart y Da Ponte quisieran compartir con él los frutos de sus desvelos abre una posibilidad nunca considerada: que no fueran ellos quienes buscaron su asesoramiento para rematar la ópera, sino, al revés, Casanova quien les sugirió a ellos el argumento.  

            Da Ponte describió a éste como un tipo que tenía la cabeza tan llena de planes como vacía la bolsa. Su amistad se remontaba a la época en que su estrella se eclipsaba y tal vez ni siquiera admitía que hubiera habido un tiempo en que podía perder sin pestañear cincuenta mil francos en una mesa de juego. La falta de recursos en la que se hallaba desde hacía años debía ser un obstáculo terrible para alguien que durante su vida de trotamundos había vivido de la intriga. El uso clandestino de impostores era recurso habitual de las monarquías de la época. Cagliostro, Saint-Germain, el propio Casanova trabajaron para los reyes y sus ministros. Tras sus enredos se ocultaban maquinaciones diplomáticas y especulaciones financieras de todo tipo. Aunque Da Ponte sólo evoca en sus Memorias la estafa que Casanova hizo a Madame d´Urfè, una noble increíblemente rica aficionada al ocultismo, la destreza del veneciano como negociador e intermediario era indiscutible. Sus devaneos eróticos apenas son nada comparados con el resto de sus aventuras y si fue, no se puede negar, un charlatán, debemos recordar que, a diferencia de los muchos que pulularon por la Europa del XVIII, la mayoría de los cuales acabaron en la cárcel, gozó de un cómodo retiro gracias al cual pudo escribir su historia. Dotado para intrigar al más alto nivel, es ridículo pensar que Casanova no pudiera influir en las decisiones de su amigo. Además, ambos probablemente habían hablado del asunto antes de que fuera estrenada la nueva versión del libreto de Bertati. Obligados a abandonar Venecia por culpa de esa aristocracia inmovilista que encarnaban los Grimani, los dos tenían motivos para vengarse de ellos. En cuanto a su amistad, discutida todavía por los expertos a causa de la reticencia que Lorenzo muestra en sus Memorias, llegó a ser tan estrecha que el poeta solía enviarle sus manuscritos para que los repasara antes de darlos a la imprenta. Uno de esos manuscritos, El tributo del corazón, redactado a propósito de la ejecución de los reyes de Francia, se ha conservado gracias al ejemplar que guardaba Giacomo en su poder.

            Que un libretista tome como colaborador a un amigo no es algo excepcional. Auden, por ejemplo, recurrió a Chester Kallman para que escribiera algunas partes de The Rake´s Progress. A Stravinski, el compositor a quien iba dirigida la obra, dicha colaboración no sólo no le disgustó, sino que le pareció muy bien. La pregunta es más bien la opuesta: ¿qué interés tenía Casanova en que Lorenzo elaborara un libreto sobre la historia de Don Juan y, más exactamente, sobre la versión de Bertati? Evidentemente, Giacomo conocía la maquinaria teatral de la aristocracia veneciana y sabía que después de que los Grimani arruinaran su reputación convirtiéndolo en un apestado –impostor, persona non grata, espía, agente secreto-, tratarían de destruir su sombra con el mayor escándalo posible. Lo que menos podía convenir a un farsante como él es que se le denunciara públicamente. Por eso, nada más representarse el Don Giovanni de Bertati y Gazzaniga en Venecia a comienzos  de 1787, un corresponsal, su amigo Modesto Fenzo, le informó con todo lujo de detalles de que el estreno había sido un éxito y que los Grimani, satisfechos con el resultado, le habían encargado a él –Fenzo era impresor- veinte copias del libreto y otras tantas de la partitura para distribuirlas por los mejores teatros de Europa. Su propósito era una representación simultánea en el continente. Por supuesto, se trataba de un proyecto irrealizable, aunque el hecho de que los Grimani estuvieran dispuestos a intentarlo haciendo un desembolso tan grande prueba que no se conformaban con que no se recibiera a Casanova o que le fuera cerrado el paso a países o ciudades en los que antes era bien recibido, sino que deseaban arrastrar su nombre por el fango y hacerlo de modo que nunca volviera a hablarse de él con respeto. Una de esas copias fue la que le llegó a Guardasoni y luego, por su mediación, a Mozart.

            Giacomo poco podía hacer contra la campaña de la que era objeto, mas temiendo que el odio de los Grimani arruinara las escasas posibilidades que le quedaban de seguir llevando la vida de siempre, trató de mitigar el golpe con las armas de que disponía. La cosa no era sencilla, pero el aventurero era un hombre vigoroso, incapaz de admitir que el único papel que le quedaba en la vida fuera clasificar los polvorientos manuscritos de un príncipe. Aquellos que conozcan el medallón con el retrato que se hizo por estas fechas no pueden albergar duda acerca de la firmeza de su carácter. El desgastado seductor aparece de perfil, horadando el horizonte con su mirada aguileña mientras una sonrisa sarcástica le atraviesa la boca. Las marcadas arrugas y la altísima frente ponen de relieve una energía considerable. Vestido sobriamente, pero con elegancia, y peinado a la moda, se ve que no ha renunciado aún a las oportunidades que le ofrecía la vida, aunque con sesenta y tres años seguro que prefería eludir el espejo. La confianza en sí mismo que durante su juventud le franqueó todas las puertas había desaparecido, pero era consciente de ello y, por eso, no dudó en abandonar Dux para trasladarse a Praga al recibir la carta de Fenzo. La excusa fue la publicación de dos escritos en los que había depositado sus últimas esperanzas literarias: el relato de su fuga de los Plomos y el Icosameron, fantasía moralizante que resultó, como todas las obras que dio a la imprenta, un absoluto fracaso.

            En cuanto a Lorenzo, la sugerencia de usar el texto de Bertati para su libreto tuvo que llegarle como agua de mayo. El compromiso de Mozart con la empresa de Praga era categórico en cuanto a las fechas y Da Ponte no podía permitirse el capricho de dar largas a un compositor al que apreciaba como amigo y artista. Ocupado en otros dos libretos, uno para Martin y Soler y otro para Salieri, el desafío de asumir un tercero podía parecer una locura, pero no le quedaba otro remedio. Estaba, de cualquier forma, tan sospechosamente seguro de que conseguiría su propósito en los plazos fijados -¿contaba con algún género de ayuda?- que llegó a cruzar una apuesta con el emperador. Y la ganó, pues tras dos meses ininterrumpidos de trabajo los libretos estaban listos. Lorenzo oscurecería todo el asunto atribuyendo el mérito a una camarera complaciente que se ocupó de que nunca faltaran en su escritorio un tazón de café, una botella de tokay y una caja de tabaco sevillano. 

            Pero Lorenzo tenía otro motivo para aceptar la proposición de Casanova, un motivo personal. Sus relaciones con Bertati, cordiales hasta la época en que comenzó a trabajar para Giorgio Pisani, se habían deteriorado ya gravemente en Venecia a causa de sus diferencias políticas y la posibilidad de competir con él tuvo que atraerle mucho. El círculo de ilustrados al que había pertenecido y al que debió en parte su supervivencia había sido borrado de escena por las autoridades y los únicos beneficiarios de ello habían sido los poetas al servicio de las casas dominantes. Casanova, que tenía todavía más motivos para aborrecerlos que él, probablemente no necesitó emplearse a fondo para convencerle de que esta era la mejor forma de ajustarles las cuentas. Contarían para ello con el inestimable respaldo de Mozart, que era masón y adversario confeso de la aristocracia. A Giacomo no se le escapaba que el compositor poseía el talento necesario para transmutar la sátira de Bertati en algo muy superior. Un trabajo similar al de Las bodas de Fígaro condenaría la partitura de Gazzaniga al olvido, consolidaría a sus creadores en el panorama operístico internacional y serviría, de paso, para demostrar la hegemonía musical de Viena sobre el resto de las cortes de Europa, algo que sin duda iba a gustar al emperador.

            Ninguna de estas predicciones se cumplió, sin embargo. La aristocrática Viena acogió con suspicacia la historia que deslumbró en cambio a la burguesa Praga y Mozart y Da Ponte empezaron a ser vistos con recelo incluso por sus propios mecenas. Luego, al fallecer José II, protector de Lorenzo, Bertati pasó al ataque y, sin que nadie adivinara cómo, logró arrebatarle el puesto y arruinar su carrera. Hoy, sabedores de que el nuevo monarca, Leopoldo II, mantuvo estrechas relaciones con Gian Carlo Grimani, en cuyo palacio veneciano se alojó en 1775 cuando era archiduque, el hecho extraña bastante menos.

            De los tres libretos que escribió Da Ponte simultáneamente aquel año de 1787, la historia ha consagrado el único que no estaba destinado a una ceremonia de la familia imperial. Parece que ello afectó de forma positiva al resultado. Lorenzo trabajaba mejor cuando no aspiraba a producir gran impresión. Igual le ocurrió a Casanova: los libros que escribió para maravillar a los entendidos no interesaron a nadie y, por el contrario, el relato de su vida que hizo convencido de que nadie lo leería, constituye una obra maestra. Claro que también es verdad que Lorenzo dio siempre lo mejor de sí mismo al amparo de Mozart. Sin su guía, tendía a hacer lo que sus contemporáneos. Era Mozart el que poseía un certero sentido del espectáculo y el único de los dos capaz de distinguir los elementos orgánicos de una obra de sus elementos decorativos. En todas sus óperas, sea quien sea el autor del libreto, la voluntad de penetrar en las situaciones psicológicas de los personajes se mantiene firme y constante. Da Ponte era un excelente poeta y tenía una increíble facilidad, pero no era hombre profundo y carecía desde luego del espíritu de Mozart. Tampoco podemos compararlo con Casanova, ni en ligereza ni en hondura. Pese a ello, firmó tres libretos extraordinarios para uno de los compositores más grandes de todos los tiempos y el mejor de los tres, quizá por la ayuda que tuvo, fue Il dissoluto punito ossia il Don Giovanni.

            Lorenzo no se limitó a refinar el lenguaje de Bertati y dar consistencia a la historia, sino que, profundizando en el sentido que interesaba a Casanova, imprimió un giro radical al drama. Su primera decisión fue dotar a Don Juan de sustancia. El seductor deja de ser un bufón para convertirse en un héroe. Semejante metamorfosis exige poner muy claro que el seductor no es ya un católico apático que transgrede los mandamientos divinos en los que, sin embargo, cree, sino un libertino ilustrado que menosprecia la religión. Su pervertida existencia no puede interpretarse como fruto de un hedonismo culpable –culpable porque Don Juan sea un pecador que confía a pesar de todo en el perdón postrero-, sino más bien como una experiencia trágica, la experiencia de quien no cree ni en Dios ni en el hombre, sólo en una naturaleza que lo arrastra inútilmente en pos del placer. A Don Juan solamente le mueve el deseo. No persigue nada que tenga que ver con el alma o el espíritu. El objetivo de sus acciones es conseguir su propia satisfacción corporal. Ahora bien, y como escribió Voltaire,  “el placer siempre no es placer”. Da Ponte, igual que Auden en The rake´s progress, comprendió el horror que se oculta debajo de una búsqueda indefinida y, por eso, en sus Memorias, recuerda que mientras escribía el libreto de su Don Juan repasaba cada noche el Infierno de Dante. Son las figuras allí atormentadas con el castigo de la perpetua insatisfacción las que le ayudan a la hora de caracterizar psicológicamente al personaje. Un apetito insaciable lleva a Don Giovanni de una mujer a otra, pero este apetito, que desde fuera quizá se considere reflejo de un espíritu corrompido y también, claro, de una vitalidad fuera de lo común, es en realidad un destino y un suplicio.

            La fe del Don Giovanni de Bertati era una fe superficial, parecida a la de tantos venecianos del siglo XVIII, incluido Casanova, quien al final de su existencia sintió reavivarse el rescoldo escatológico. Da Ponte, en cambio, aparta totalmente al personaje del contexto religioso y lo hace vivir de espaldas a cualquier juicio, presente o futuro, sobre su conducta. Nunca nadie fue más coherente con el “carpe diem” horaciano –carpe diem quam minimum credula postero. Frívolo, arrogante, pendenciero, siempre deseoso de aventura, como si lo único que temiera en realidad fuera encontrarse consigo mismo, Don Giovanni no es, sin embargo, un fatuo. Le amedrentan la soledad y, sobre todo, el tedio, pero no vive como lo hace por temor a ellos; la prueba es que llega hasta el final sin arrepentirse de la existencia que ha llevado. “No me arrepiento”, repite una y otra vez mientras el comendador tira de él. Quizá visto de cierta manera, se trata de un esclavo de los instintos, un títere en manos de la naturaleza, mas al asumir ese destino con todas sus consecuencias, como quien acepta que la muerte es la justa compensación por una vida de delicias, Don Giovanni se convierte en un héroe de la libertad.

            Ni Da Ponte ni Mozart ven a Don Giovanni como a un individuo al que haya que salvar, sino más bien todo lo contrario: alguien que se obstina en buscar su perdición y que en rigor la merece. La posibilidad de que aparezca una mujer que lo enamore y lo saque de la senda que le conduce al infierno no se les pasa por la cabeza. Estamos en una época en la que el pecado todavía lleva al castigo. Una mentalidad romántica quizá se interese por eso; a ellos lo que les importa es que los apetitos de la carne pueden resultar más fuertes que los principios de la razón, y que el corazón, intermediario entre ambos, tiende a traicionarla. Uno de los tópicos de la época, sobre el que escribió a menudo Mozart, es que no hay virtud capaz de resistir la tentación. Esta puede aparecer de formas diferentes: en forma de dinero, de honores, de engaño, incluso de violencia. El contacto indeseado fue considerado en los depravados ambientes libertinos como un medio de sexualizar a la mujer sometida a los prejuicios religiosos. No es casual que, a la vez que se rompía el nudo que había unido largo tiempo verdad, belleza y bien; la voluptuosidad depravada, el pecado, lo perverso, empezaran a convertirse en esta época en motivo artístico. El seductor puede resultar moralmente repugnante, pero sus actos irradian un esplendor que cautiva, una insolencia que despierta al mismo tiempo censura y admiración. La lucha entre el bien y el mal no está decidida de antemano. Don Giovanni es de hecho una fuerza subterránea y ha de venir una fuerza del más allá para devolverlo al lugar que le corresponde.  

            Don Giovanni y Casanova tienen muchas cosas en común. Ambos consideran que rendir homenaje a la belleza es un acto de justicia y no un pecado; que el deseo no surge de un alma viciosa, sino de las leyes de la naturaleza; que son las convenciones de la sociedad las que vuelven malignas las pasiones, etc. Giacomo, sin embargo, y a diferencia de Don Giovanni, busca la dicha de sus amantes persuadido de que sólo así puede él mismo encontrarla. Su única perversidad, también seguramente su mayor encanto, es saber que, a pesar de las apariencias, reino femenino por excelencia, las mujeres ocultan un alma fogosa, un corazón ligero y un deseo irresistible de distribuir con libertad sus favores. “No tengo de extraordinario otra cosa –dice en sus Memorias– que encontrar fácil lo que realmente lo es.” Más inmoral que su comportamiento es el de una sociedad que, en nombre de las conveniencias, hace imposible la comunicación entre los sexos. El amor es la llave que da acceso a las profundidades del alma, una especie de contraseña de la intimidad, donde se hallan los sentimientos auténticos de las personas; subordinarlo a los intereses familiares o patrimoniales es privar a las personas del único consuelo posible frente a la soledad. Doña Elvira, pese al odio que siente por Don Giovanni, no puede dejar de evocar, por eso, su encuentro con él. ¿Acaso no fue el depravado seductor el único que le ha descubierto su propio ser?

            Recordemos para concluir el autógrafo con el aria de Leporello descubierto entre las pertenencias de Casanova, quizá un borrador o unos versos desechados. Los estudiosos restan importancia al documento alegando que, de haber participado en la composición del libreto, lo lógico hubiera sido que Giacomo aportara su experiencia personal en la caracterización del amo, no del sirviente. Ignorando el interés concreto que tenía en el asunto es natural sostener esto. Pero Casanova pretendía, como sabemos, neutralizar la sátira de Bertati y la clave para hacerlo estaba precisamente en alterar el punto de vista del lacayo. Mientras que Pasquariello, el sirviente de Gazzaniga, odia a su amo, lo juzga un advenedizo pervertido[viii], Leporello lo admira, desearía ser como él. El problema es que, por más que lo intenta, no lo consigue. La escena en que seductor y sirviente intercambian las ropas, inexistente en la versión de Bertati, es decisiva para entenderlo. A Leporello no le hace ninguna gracia la metamorfosis, la acepta un poco por obligación y otro poco porque empieza a gozar con el juego, mas en cuanto surgen las primeras dificultades se desmorona. Le falta el vigor, el encanto, la inconsciencia irresistible del amo. A diferencia de él, tiene muy presente que el final previsible de una existencia disipada es la muerte, y este es un precio demasiado alto para su bolsillo. Hay que ser Don Giovanni para arriesgar la vida en cada aventura, apostando el alma a la carta del frenesí del instante. 

            Leporello no puede estar a la altura de su amo, pero esto era previsible porque Don Giovanni, y aquí llegamos a la idea crucial de la historia, no es un hombre de carne y hueso, sino un mito, un poder elemental, una fuerza de la naturaleza. La sociedad vive amenazada por la aparición inesperada de estas fuerzas irresistibles, demoniacas, capaces de desatar las mayores pasiones. Don Juan encarna el enigma inescrutable del deseo, un poder que socava los cimientos y contra el que sólo se alza el muro de la muerte. Bertati, al caricaturizarlo, lo representó de forma que el espectador se viera forzado a juzgarlo y condenarlo. Su objetivo no era crear una obra de arte, sino una sátira. Da Ponte y Mozart, con otra pretensión muy distinta, dejaron claro, en cambio, que un ser demoniaco en una época que ya no cree en la eterna ley divina escapa por definición a nuestra facultad de juzgar. Sus propias víctimas, en cuanto representan el sentido común sobre el que descansa cualquier juicio, se limitan de hecho a exorcizarlo como una fuerza oscura que los ha atropellado y que volverá a hacerlo cuando quiera porque la existencia de leyes humanas demuestra que siempre es posible que haya algo capaz de destruirlas.

La ópera se estrenó el 29 de octubre de 1787. Da Ponte no pudo acudir porque se encontraba en Viena. Wolfgang dirigió la orquesta. La dirección escénica corrió a cargo de Guardasoni. Los cantantes brillaron a gran altura. Casanova debió quedar satisfecho, mas no del todo, pues poco después inició la redacción de sus Memorias. Son estas el ajuste de cuentas que necesitaba. “La única razón que puede tener una persona para emprender una autobiografía –le había dicho en 1769 el marqués Boyer d´Argens, autor anónimo de Teresa Filósofa– es salir al paso de la calumnia”. Casanova aseguró entonces que nunca cometería tal necedad, pero las cosas cambiaron tanto luego que se vio forzado a contradecirse para justificar sus acciones. La imagen que de sí mismo ofreció no deja lugar a dudas: él no fue un burlador de mujeres, sino un galantuomo que buscó su complicidad para gozar sin tapujos de los placeres de la vida. Su inconstancia, no procedía, como creyó Bertati, de la falta de escrúpulos, sino de la certeza de que las cosas interesantes del mundo son efímeras. El hombre galante, sabedor de que prejuicio es cualquier pretendido deber cuya razón no viene de la naturaleza, permanece en sus actos fiel a la estrella del gusto, ese don para juzgar las cosas que no renuncia al placer, como hacen la religión, la filosofía o la ciencia, pero que, lejos de lo que suponen sus detractores, es más que placer, pues descansa en la convicción de que no hay otra verdad que la que se revela en el cambiante océano de las apariencias.


[i] Gian Carlo Grimani era hijo de Michiel Grimani y Pisana Giustinian Lolin, aunque Casanova asegura que fue fruto del adulterio de ésta con Sebastiano Giustinian. Era él, Giacomo Casanova, el único verdadero descendiente de Michiel Grimani, amante de su madre, la bella actriz Zuanna Farussi.

[ii] Goldoni por ejemplo, escribió su Don Juan o el disoluto para escarnecer a Elisabetta Passalacqua, una actriz de la que se había prendado y que, después de seducirlo, le engañó repetidamente. Goldoni se las arregló para que Elisabetta, atrapada por un contrato que ponía en peligro el porvenir de la compañía, tuviera que representar en la obra el papel de una pastora infiel que, en el curso de la historia, reproducía la misma anécdota que le había servido a ella para burlarse de él en la realidad. El público, informado de cómo la actriz amenazó melodramáticamente con clavarse un puñal en el pecho el día en que Goldoni la sorprendió in fraganti con su amante, corría al teatro para deleitarse con la venganza del dramaturgo.

[iii] Tras conocer a Marcantonio Zorzi, a quien Chiari acusaba de haber arruinado su última comedia con unos versos satíricos que hicieron reír a toda la ciudad, Casanova decidió apoyarlo escribiendo algunos poemas en los que se mofaba de las comedias del abate. Con ello se ganó algunos enemigos en el bando de Chiari, en particular Antonio Condulmer, propietario del teatro donde solía representar sus comedias, el cual se las hizo pagar todas juntas cuando fue nombrado Inquisidor del Estado.

[iv]La lista de Pasquariello incluye toda clase de mujeres, salvo aristócratas; la de Leporello, el criado en la versión de Mozart, también a éstas. Bertati introduce la lista para mostrar al seductor como un delincuente sexual, pero tiene mucho cuidado de no incluir a las nobles patricias. Da Ponte no eliminará en su versión  la lista, mas al incluir en ella todo tipo de mujeres: feas, guapas, jóvenes, viejas, delgadas, gordas,  nobles o plebeyas, convierte a Don Juan en una fuerza de la naturaleza.

[v] Los poemas de Baffo se publicaron en 1771 y fueron un escándalo. Gracias al informe de un agente de la Inquisición del Estado, el mismo que metió a Casanova en los Plomos tras denunciarlo por leer obras prohibidas, sabemos que Baffo frecuentaba el café de los Grillos, situado en el campo Santo Stefano, cerca de su palacio, y que allí recitaba ante un escogido grupo de íntimos sus poemas. Las autoridades no investigaban, sin embargo, al poeta, sino el dogo Marco Foscarini, quien solía acudir de incógnito al café para escuchar los versos del amigo. Al Príncipe Serenísimo le gustaban tanto que en cierta ocasión llegó a loarlos abiertamente. Esto ocurrió con el Elogio de la Mona (elogio del coño), soneto que aún hace las delicias de los aficionados a la poesía erótica. 

[vi] Colabora con Salieri en 1784 con el libreto de la ópera cómica Rico por un día. En 1785, le toca el turno a Martín y Soler, para quien escribe El huraño de buen corazón. En 1786 entrega a Gazzaniga El ciego fingido y ese mismo año inicia su relación con Mozart con la adaptación de Las bodas de Fígaro, primero de los tres textos que elaboró para él.

[vii] Martin y Soler le preguntó un día cómo llevaba el libreto prometido. Lorenzo no había hecho nada e improvisó El árbol de Diana. La idea se la había dado Casanova al relatarle sus líos con la marquesa d´Urfé. El árbol de Diana es una planta que, según tradiciones esotéricas, debía nacer de la amalgama de diversos metales y producir frutos de oro. En el libreto esta idea se desarrolla en sentido moral. La diosa Diana tiene en su jardín un manzano con manzanas de oro que se vuelven negras en presencia de las ninfas que han pecado contra la castidad. Cierto crítico escribió que la obra parecía “una orgía infame concebida por el músico y el poeta en la alcoba de un burdel”.

[viii] Bertati se cuida mucho de mostrar que Don Juan no es un aristócrata, sino alguien que se hace pasar por caballero. Así, en la escena en que comienza a seducir a Maturina, la novia campesina, ella se defiende diciendo que los señores son siempre falsos, y él responde “yo no soy de ellos, el cielo me guarde”.

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