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Mientras tantoLa ópera más bella de todos los tiempos

La ópera más bella de todos los tiempos

El señor Alpeck va a la ópera   el blog de Andrés Ibáñez

Una de las grandes experiencias de mi vida adulta, quiero decir, de mi vida en general, la experiencia más asombrosa y sublime de lo que es la belleza, el arte, la vida y el significado de la vida tuvo lugar ayer, para mí, en el Teatro Real viendo Los maestros cantores. Llegué al teatro con mi hijo Mario, joven compositor que no había oído nunca la ópera (sin duda la había oído en casa alguna vez, aunque sin saberlo) y nos encontramos con mi viejo amigo Fernando Palacios, compositor, divulgador, conferenciante y, en general, mago de la música, que nos dijo: “Es la tercera vez que vengo, porque esto es… esto es… es…” Sus ojos brillaban de felicidad, de éxtasis, de maravilla. “Es la felicidad total”, dijo al fin. Entramos y nos sentamos en nuestros asientos. Asientos de primera, desde luego, fila 5 (las dos primeras no existen) del patio de butacas, en el lado derecho, lo cual quería decir que oíamos más la tuba que a las flautas, por ejemplo, pero eso son cosas de menor importancia. Comienza la obra con ese imperioso do sol sol sol, que parece decir: soy la tonalidad, y he venido para explicaros lo que puedo hacer, y yo pensé que no había sonado bien encajado del todo. Idioteces. Quién sabe por qué, un minuto más tarde estaba llorando. Es evidente que yo he llorado muchas veces escuchando música, y muchas veces en el Teatro Real y muchas veces escuchando a Wagner, pero nunca me había pasado estar cinco horas llorando sin parar. ¡Cinco horas! No, creo que jamás me había pasado una cosa así. Siempre he amado Los maestros cantores pero nunca había sido mi ópera favorita de Wagner. Mi favorita era Tristan desde que era niño, más tarde Parsifal, ambas oscilando en mi admiración absoluta con El anillo, especialmente Götterdammerung. A partir de esta noche, Los maestros cantores se ha convertido en mi ópera favorita y también, me atrevería a decir, en mi obra de arte favorita en general. Creo que no hay nada en la música occidental, nada, ni la Novena Sinfonía de Beethoven, ni la Pasión según San Mateo, ni el Don Giovanni de Mozart, ni La flauta mágica (y escribo todo esto con dolor, con sangre en los dedos), ni la Novena Sinfonía de Mahler, ni La Canción de la Tierra, ni la Octava de Bruckner, ni la Sinfonía Alpina de Strauss, ni el Quinteto de Schubert, ni el Requiem de Victoria, nada tan hermoso en toda la historia de la música, pero además nada tan feliz.


Todo esto quiere decir que la versión de Los maestros que estamos viendo estos días en el Teatro Real es algo absolutamente único y extraordinario. Sin duda, el mejor montaje que he visto en ese Teatro próvido de maravillas a cuál más maravillosa (por mencionar algunas recientes y no tan recientes, La pasajera, Arabella, Nixon en China, Capriccio, Götterdammerung, Alcestes, Rey Carol…) sino también, creo, el montaje que más me ha impresionado de todos los que he visto nunca, entre los que incluyo (ay, ¡sangre en los dedos!) un Caballero de la rosa en el Met de Nueva York, con Kleiber en el foso, Felicity Lott, Anne Sofie von Otter y Barbara Bonney en el trío principal y Pavarotti como “tenor italiano”…


¡Peregrinos del amor, dice Hafiz, venid a Chiraz! ¡Peregrinos del amor, venid al Teatro Real!


Los que tengan ocasión, que vayan al Teatro Real. Todavía quedan representaciones. Los menores de 30 años pueden obtener entradas al 10 % de su precio, y pagar 20 euros por las mejores entradas del teatro. No lo lamentarán.


No tengo ánimos ni tampoco ganas de componer el rosario de calificativos que suele ser una crítica de ópera al uso. Todo era excepcional. No había un elemento débil ni dejado al azar. Incluso la extraña arpa desafinada que crea el sonido del laúd de Beckmesser fue traída específicamente de Bayreuth para lograr exactamente el sonido que Wagner tenía en la cabeza. Vayamos solo a lo más grande, a lo principal. Primero, Pablo Heras-Casado, un director wagneriano relativamente reciente que en unos pocos años ha alcanzado la cima de la dirección wagneriana, y nos ofreció una lectura incandescente pero también transparente de texturas, con espacio para que todo cantara, alcanzando en el tercer acto esa perfección dionisíaca, la combinación perfecta de precisión y éxtasis (de Toscanini y de Furtwängler, digamos), y que lograba verdaderos milagros, como el dificilísimo conjunto totalmente caótico pero totalmente delineado en decenas de líneas vocales superpuestas que corona el segundo acto, algo que al verlo en la partitura uno se pregunta cómo es posible que los cantantes, por profesionales y expertos que sean, son capaces de cantar.


Segundo, la orquesta, la maravillosa Orquesta Sinfónica, uno de los grandes orgullos de Madrid. Tercero, la puesta en escena de Laurent Pelly, con una dirección de actores que ya habría sido asombrosa con actores-actores si tenemos en cuenta que no todos los cantantes son buenos actores, comenzando con el asombroso Beckmesser de Leigh Melrose, que parecía sacado de una película del expresionismo alemán. He visto otros montajes de Pelly, pero ninguno me ha gustado tanto como este. A su lado, la escenografía de, Caroline Ginet, de inmensa imaginación, levantando y destruyendo una ciudad entera, con algo de la pobreza espectral de Kantor, esos maestros cantores convertidos en daguerrotipo al mismo tiempo solemne y ridículo, creando escenas de una belleza inolvidable, como las de la fiesta del tercer acto, jugando siempre con el material más pobre que existe, el cartón, ya que esta ópera habla precisamente de las personas de cartón, de la “burguesía”, la gente normal de las ciudades, del arte creado por personas sencillas que tienen un oficio y que además de músicos y poetas pueden practicar, como Hans Sachs, una profesión tan humilde como la de zapatero. Y es que cuando un escenógrafo y un director de escena entienden una ópera, y la aman, y quieren decir algo a través de ella (pero algo que es lo que la ópera dice para ellos y no lo que ellos quieren decir utilizando la ópera para hacerlo), entonces es raro que el montaje no sea inolvidable. Y cuarto, los cantantes, un reparto interminable en el que yo destacaría a Jongmin Park, el resonante bajo coreano, que creaba un impresionante Pogner; Nicole Chevalier una Eva perfecta y emocionante, con momentos de una frescura y de una humanidad que uno raramente encuentra en la ópera; Tomislav Muzek, que hacía realidad ese sueño tan raramente realizado, un perfecto tenor wagneriano (¡aunque Muzek no ha cantado todavía los otros grandes roles wagnerianos!) y, sobre todo, el monumental, magistral, inolvidable Hans Sachs de Gerald Finley, cantado con una belleza, una nobleza y una inteligencia que lo convierten, para mí, en el Sachs ideal y el que me gustaría seguir escuchando siempre a lo largo de mi vida. Quinto, el formidable Coro Titular del Teatro Real, dirigido por José Luis Basso, en esta ópera utilizado en todas sus combinaciones posibles y con pasajes de extremada complejidad como los que mencionábamos del segundo acto.


Lo que vimos anoche en el Teatro Real fue, simplemente, un milagro. Algo único, que no creo que volvamos a ver nunca en nuestra vida. Ojalá me equivoque, ojalá en el Real haya muchos más montajes como el de ayer. ¡Ojalá! Quizá las representaciones a las que asistiremos después de muertos (si es que el más allá de los felices es, como yo supongo, un teatro de ópera), serán como esta.


Solo quedaría hablar de la ópera en sí, de esa maravilla que es Los maestros cantores. En el primer intermedio, mi hijo y yo nos encontramos de nuevo con Fernando Palacios, que nos mira sonriente como diciendo. “¿qué os había dicho?” Yo le digo que he estado llorando desde el primer minuto de la obertura y mi hijo dice que él también. Le digo a Fernando: “yo siempre había pensado que en Los maestros cantores faltaba algo, que falta esa dimensión mítica, mística, sobrenatural, sobrehumana, que hay en las otras óperas de Wagner. Pero me doy cuenta de que estaba equivocado, que en realidad esta es la ópera más importante y más profunda de Wagner”. “Claro”, me dice él, “porque trata del arte. Porque trata del aprendizaje artístico. Porque trata de nosotros en el conservatorio. Porque trata de nosotros.” Querido amigo, cuánta razón tienes.


No puedo hablar más. La reflexión sobre Los maestros cantores, próximamente.

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