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Mientras tantoLa ópera más triste de todas

La ópera más triste de todas

El señor Alpeck va a la ópera   el blog de Andrés Ibáñez

La ópera más triste, más terrible de todas, es sin duda Madama Butterfly de Puccini. Me gusta mucho la música de esta ópera, me gusta mucho Puccini, pero la historia, los personajes, el drama terrible que envuelve a la protagonista, su soledad radical en medio de un mundo hostil, junto con su obstinación “romántica” en no ver la realidad, hacen que incluso escuchar esta ópera me resulte una experiencia desagradable. No es posible separar, en una ópera, la música de la acción, a no ser que se ignore en absoluto de qué trata la ópera, qué está pasando en la escena y de qué están hablando los personajes.

Acabo de ver el montaje que se pone actualmente en el Teatro Real. ¿Recomendable? Desde el punto de vista musical, sin duda. Los cantantes son todos de primera fila (aunque no pude ver a Saioa Hernández) y la orquesta, una de las mejores de España. En el montaje al que asistí, la soprano rumana Lianna Haroutounian era una resplandeciente Cio-Cio San. Destacaba especialmente el Pinkerton del tenor norteamericano Michael Fabiano, que cantó con enorme musicalidad. Era un gusto escuchar su fraseo y el lirismo con que exponía las melodías inolvidables que Puccini regala a este personaje infame. También muy destacable el Sharpless del barítono madrileño Gerardo Bullón, y un buen Mikeldi Atxalandabaso en el desagradable papel de Goro, el “casamentero”, que en este montaje se revela como lo que realmente es: un proxeneta y un traficante de mujeres, de niñas y de niños.

En el terreno de los elogios, no podemos pasar por alto la dirección musical de Nicola Luisotti, que nos dio una lectura perfecta, apasionada, precisa, inmensamente lírica pero también brutal, como en los tremendos compases finales. Y la Orquesta Sinfónica, titular del teatro, siempre una fuente de asombro y maravilla.

Hemos dicho que en este montaje, una producción del Teatro Regio Torino, Goro revelaba lo que era realmente. Sin duda este montaje, o más bien “desmontaje”, lo que hace es revelar realmente lo que está sucediendo en la escena, pero de una forma tan descarnada y tan brutal que resulta, al cabo de un rato, casi insoportable.

No podría decir que el montaje no me gustara. Hay que verlo para creerlo. Es una combinación explosiva entre la escenografía de Paolo Fantin, el vestuario de Carla Teti (este, definitivamente, no me gustó) y la dirección de escena de Damiano Michieletto. Nada más abrirse el telón nos sorprende encontrarnos no en el Japón encantador de las pinturas ukiyo-e, sino en el peor rincón del peor barrio rojo de Asia, una especie de Kabukicho lleno de enormes carteles chillones donde se anuncian prostitutas muy jóvenes y parecidas a muñecas junto a anuncios publicitarios de hamburguesas y de Bailey’s que ocupan una pared entera, en medio de neones con caracteres chinos o imaginarios y la icónica imagen del Bada Bing de los Soprano de los bares de alterne.

En una jaula de cristal caminan varias prostitutas muy jóvenes vestidas con minifaldas, shorts ajustados, tacones, etc. ofreciéndose a los clientes. Una de ellas, suponemos, es, o fue, Cio-Cio San. Esta jaula de cristal horrible y degradante será más tarde la casa de Pinkerton y Cio-Cio San, su nido de amor, su “fiorito asil de letizia ed amor”.

Esta imagen inicial es deslumbrante y también descorazonadora. Nos hace ver de qué trata realmente la ópera. Cuando aparece Goro ya entendemos que es un cafiche y un explotador. Más tarde intentará incluso quedarse con el niño de Cio-Cio San, sin duda para prostituirlo. La propia Cio-Cio San admite que fue geisha, y más tarde se plantea incluso volver a serlo para salir de la miseria en la que le ha dejado el abandono de Pinkerton. En efecto, no hay nada en el montaje que la ópera no diga explícita o implícitamente. No se trata de uno de esos montajes en que el escenógrafo y el director de escena se han divertido trasladando La Traviata al Far West o Evegni Oneguin a una nave espacial. Y sin embargo…

Cuando vemos la complejidad de la construcción de los decorados del primer acto ya sabemos que no cambiarán en toda la ópera. Es comprensible desde el punto de vista técnico, pero creo que la presencia obsesiva de estas imágenes de fealdad deprimente terminan por arruinar el montaje y por convertirlo en una experiencia visual insoportable.

Cualquier posibilidad de intimidad y de misterio en el segundo acto desaparece. En la ceremonia de arreglar la casa con flores, Suzuki, Cio Cio San y su hijito se dedican a pintarrajear los cristales con manchas de colores. El resultado es extraño. Siempre nos preguntamos cuáles son los límites entre lo feo y el feísmo. “No es que toque mal”, decía un amigo músico de un cierto intérprete, “es que practica la estética del feísmo”.

Sin duda la opción del barrio rojo y de los anuncios de prostitutas era una opción original, chocante y, durante un cierto tiempo, brillante. Pero el mensaje está comprendido. Ha quedado claro. No necesitamos tanto.

Los personajes aparecen aislados, desconectados unos de otros en medio de este escenario agresivo y que nada tiene que ver con la situación que están viviendo. Han sido desposeídos de su intimidad hasta tal punto que no entendemos muy bien qué hacen ni de qué hablan.

Durante el aria de Pinkerton, una pantalla de vídeo presenta imágenes del ejército americano, esos soldados con pantalones muy bien planchados y rostro de robot haciendo malabarismos con sus rifles con bayoneta. Ciertamente, nunca ha parecido tan odiosa esa aria en la que “el yankee vagabundo” se enorgullece de ir por el mundo haciendo lo que le da la gana, despreciando los riesgos y obteniendo beneficios por doquier, no contento con la vida a no ser que pueda apoderarse de las “flores” que encuentra allí por donde pasa.

Pero ver a Cio-Cio San vestida con unos vaqueros y una camiseta de Hello Kitty durante los actos II y III parece un poco excesivo.

La ópera de Puccini ya es, pese a las limitaciones de su libreto, una denuncia de la explotación sexual y del colonialismo. ¿Era necesario insistir tanto?

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