Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLa ópera no puede irse de rositas del mundo

La ópera no puede irse de rositas del mundo


No estoy seguro de si esta versión de Rigoletto se va a instalar de forma inconfundible e inolvidable en mi memoria gracias al afán transgresor (y me temo que didáctico) de Miguel del Arco como director de escena.

Con dirección musical de Nicola Luisotti, siempre pendiente de que la belleza de la partitura se entreverara impecablemente con las voces, y nunca las opacara; prodigiosa escenografía (a menudo hinchable, que me recordaba las formas magmáticas y eróticas de Eva Fábregas) de Seven Jonke (Numen/For Use) e Ivana Jonke; la atmosférica y dramática iluminación de Juan Gómez-Cornejo, y la coreografía de Luz Arcas (a menudo enriquecedora de la acción, pero otras de una zafia obviedad, que no sé si es culpa de Arcas o pertenece en su integridad a las directrices del director de escena), disfrutamos del indudable arte y ambición del montaje con el tercer reparto, encabezado por un extraordinariamente bien dotado tanto para el canto como para la acción teatral Quinn Kelsey como Rigoletto, que tras una noche muy inspirado y medido cosechó numerosas ovaciones durante sus bien escanciadas y vívidas escenas.

No se puede decir lo mismo de John Osborn como el duque de Mantua, mucho menos cualificado para la esgrima interpretativa y que no siempre entiende que para bien cantar hay que saber ver y mirar al que se tiene enfrente o al lado (a menudo, sus ojos parecían perdidos en el espacio), y su crucial donna e mobile se limitó a cumplir, acaso demasiado arropado o distraído por la eclosión y evidencia política que Del Arco quiso imprimir a su montaje para que no hubiera la menor duda sobre sus intuiciones. Algo se puede recordar en el mismo sentido de la Gilda encarnada por Ruth Iniesta, con más matices e inflexiones en la voz, pero sin verdadera capacidad a la hora de insertar su voz en su personaje, pese a que canta con tanto gusto como delicadeza. Pero la potencia no siempre le responde, y eso a pesar de la capacidad de arrastre de Kelsey como padre.

El arranque (la obertura, en el patio de butacas y a telón bajado) es brillante y provocador, con una manada de hombres trajeados, con máscaras blancas de conejos con altas orejas enhiestas y linternas (formas de alumbrar, pero también de profanar la noche), con las que persiguen a una muchacha y que disfrutan del placer y la excitación de cazar en grupo a una cierva indefensa. La violación se consuma sobre una lona roja que llena el escenario como un gigantesco balón de sangre y aire dilatándose y apoderándose del horizonte vital y escénico.

La aparición de Rigoletto disfrazado de condesa/travesti/diosa procaz le permite al director de escena mostrar las ambivalencias sobre las que bascula el personaje que pronto se despojará de su traje de bufón de la corte/burguesía/aristocracia contemporánea decadente para vestirse como un hombre demediado, con una chaqueta que solo le viste medio cuerpo mientras el otro (¿metáfora de joroba?) queda siempre visible: una camisa blanca que grita su distancia con el resto de los hombres de negro, intachables en su facha. Confirma así Rigoletto su condición de náufrago social, proletario desclasado, que busca reconocimiento sabiendo que jamás será uno de ellos, aunque trate de ganárselos proporcionándoles cebo para sus francachelas.

Frente a los enmascarados y uniformados de smoking, las mujeres visten de oro de pocos quilates, atrezzo que permite que sus formas salten a la vista del mejor postor, mujeres siempre disponibles, prostitutas para la bolsa de valores y para que en las fiestas de los poderosos (desde Berlusconi a Ciudad Juárez, desde Pamplona a cualquier antro contemporáneo en los dúplex y palacios de la amoralidad donde el uso y abuso de la mujer es la criptomoneda por antonomasia) se cumpla la ceremonia de los viejos, obscenos, tristes ritos.

El odio de clase se muestra sin embargo en un Rigoletto resentido contra su situación, juega la partida de su señor cuando le incita a burlarse de la mujer que anhela, pero al mismo tiempo quiere preservar a la única mujer que respeta, su propia hija, reina de la pureza. Cuando le reprocha a los empedernidos y desalmados mujeriegos, a los grandes camorristas de la nueva aristocracia del dinero, que hayan raptado a su propia hija admite que si él también tiene rasgos de malvado es por su culpa (como en Jeanette: “el mundo me ha hecho así”), en un arranque que intempestivamente me trae a la cabeza la interesada estrategia de los independentistas catalanes de ahora mismo: nos obligáis a ser como somos porque no nos dais lo que sin duda nos merecemos. Insaciables, jamás alcanzarán la felicidad porque la suya es una inmadurez emocional de raíz.

Sobre un paisaje de colinas negras, puras en su impureza manifiesta, de carbón o de ceniza, como escoria abandonada, se abre una burbuja de vegetación, de vida, de virginidad preservada a toda costa en medio del horror del mundo: como una cápsula espacial o la habitación burbuja de un hospital donde se practican trasplantes de células madre. Así pretende preservar Rigoletto a su hija de toda perturbación, de toda codicia del cuerpo y de la sangre, como una versión actualizada de Segismundo. Cuando Mantua/Osborn la seduce con una rapidez pasmosa (el teatro es un concentrado de tiempo) le falta verdad a su fingimiento. Ella le cree, pero nosotros no, y el montaje se resiente.

A menudo pesa en este brillantísimo e inteligente montaje una distorsión entre las ideas dramáticas (y políticas) del director de escena (muy bien apoyado por la plástica de escenógrafos e iluminador) y lo que  la incapacidad de los actores deja a medio gas. Al menos los del tercer reparto, salvo el Rigoletto de Kelsey, el Sparafucile de Gianluca Buratto, y la espléndida Maddalena de Martina Belli. Las instrucciones a las mujeres objeto, rameras, meretrices, putas de todas las Casas de Campo, colonias Marconi, antiguos Ravales y Herrerías y tristísimos (y lujosos) prostíbulos y clubs de alterne y carretera habidos y por haber tratan de reforzar esa distorsión cognitiva; nos entretienen, pero no nos convencen. Y a la compasión le cuesta comparecer, aunque asoma porque Verdi (como Shakespeare) se sobrepone a sus exégetas, admiradores y saqueadores mejor y peor intencionados.

Todo lo salva, lo cose, lo eleva, lo engasta y lo trasciende la música de Verdi, que es quien nos ha traído aquí (con las tramas entretejidas de Victor Hugo y su El rey se divierte, y el buen hacer de Francesco Maria Piave, al servicio de su señor Giuseppe). Porque toda la ideología, la intención, la oscura ópera, el drama se sublima y se queda enredado en la memoria musical y teatral gracias a la capacidad del compositor para proporcionar a los personajes su pista de despegue para ser, para encarnar vidas plausibles (o incluso inverosímiles), sus melodías, sus temas para lucirse y brillar en la noche de la razón, para gozar mientras sufren, para emocionarnos mientras se desgarran ante nuestros ojos asombrados. Pues esa es la capacidad de la ópera para fundir en un mismo lingote oro y plomo, acción y emoción, arte y pensamiento, canto e interpretación, belleza y espanto. Y todo se salva también gracias a la Orquesta del Teatro Real: cada función, cada temporada, más fina, mejor timbrada, más atenta a lo que estar al servicio de la ópera supone, lo que en más de una ocasión, por su humilde elocuencia brilla más que nadie desde el foso oscuro del alma, donde resuena para los ojos que no ven, para el oído que es imaginación sonora. Y así lo hizo en este Rigoletto bajo la batuta sabia, nada resabiada ni presumida de Nicola Luisotti.

La forma en que el telón es desgajado, suspendido, volado, convertido en fondo y forma, como un formidable teatro lírico de marionetas, convertido en bastidor, alfombra, veladura y flash, es un alarde, como si adquiriera la condición de personaje extra: no en vano Miguel del Arco es consciente de lo que el teatro permite, revelar y ocultar, sin dejar de recordarnos brechtianamente que quiere hacernos ver: que tomemos conciencia de la realidad. La ópera no puede irse de rositas del mundo. Y menos en las Navidades trágicas con Gaza, Ucrania y Jartum entre sangre y humaredas tras las colinas cenicientas del olvido. El que maneja y desgarra el telón rojo con sus manos de niño, al que le gusta meterse en el teatro desnudo como si fuera un mar de cuarzo, quiere que nos hagamos cargo de algunas realidades que están ahí y que a menudo no queremos ver. Y el público de la ópera especialmente, tan justa e injustamente denostado: pagan entradas caras para poder disfrutar de un arte sublime, gran espectáculo con unas gotas aromáticas de conciencia social y olvidar por un rato en qué mundo acre vivimos. Hasta que los directores de escena asaltan los teatros, templos de la ópera, y sacan a pasear la mala conciencia e insultan al público para que se retrate, patalee, o aplauda, su propia extinción como clase, si es que tal clase existe, que seguramente sí, aunque llena de retales y apariencias.

Al público de esta noche de viernes, tercer reparto, le entusiasmó la función, a juzgar por la calidez, espontaneidad y duración de los aplausos. Ningún gesto perceptible de irritación o malestar, aunque al final capturamos por lo bajo alguna incomodidad por la innecesaria exhibición de cuerpos desnudos (las que llevan en procesión, como nazarenas, el cuerpo de Gilda muerta, o casi muerta), o la escenificación de gestos o acciones de índole eminentemente sexual sin tapujos, en una recreación obscenamente pornográfica que no escandaliza a nadie y que de tan obvia resulta inútil, tanto poética como políticamente. Cuando Del Arco subraya sus intenciones echa a perder la gran concepción poética y política de esta ópera. Como si no estuviera seguro de que su postura sobre el Rigoletto de Verdi no pasara la barrera, no rompiera en pedazos la cuarta pared, se quedara en pura estética, en ópera para disfrutar y olvidar. Belleza estéril que en realidad no lo es.

 

 

Fotos: © Javier del Real | Teatro Real

Más del autor

-publicidad-spot_img