Un día de mediados de noviembre de 2010, nada más haber hojeado de pasada las notas de prensa sobre la campaña electoral en curso, me detuve de pronto, profundamente chocado, a leer y releer una breve y escalofriante noticia de la sección de sucesos. La escueta enunciación de la nota, su drástica desnudez, subrayaba aún más si cabía la estremecedora profundidad del abismo que abría. Pero en ese abismo —la leí una y otra vez como por ver si con la lectura podía compensar lo sumario de la escritura— comprendí sin embargo dos cosas: una era que, en efecto, hay cosas en la vida —normalmente, es verdad, las cosas importantes de la vida— que por mucho que se comprendan nunca llegan en el fondo a entenderse, pero que vivir e intentar no obstante entender son para el hombre todo uno; y la segunda, más aledaña a mi lectura del periódico aquella mañana, era que ya nunca, en los días de mi vida, iba a dejar de asociar desde entonces una campaña electoral, su lenguaje y sus actitudes, a lo que decía cuanto acababa de leer, y que los actos electorales —ampliamente reseñados— y el hecho sumario del que daba escueta cuenta el periódico componían en realidad una amalgama cuya misteriosa aleación no quitaba nada para que fuera íntimamente indisoluble.
Comprendí por lo tanto que lo que decía aquella breve nota, fuera ello lo que fuera además de lo evidente, no iba a poder saberlo nunca ni del todo ni a ciencia mínimamente cierta, porque de lo que se trataba, de lo que en verdad se trataba en su fuero más íntimo, era de la muerte, de la muerte pero también del origen, de la muerte violenta que alguien se da —¿elige darse?— para zanjar así su total desamparo en el mundo y del origen, quién sabe si también violento, del lenguaje que nos damos tal vez para tratar de zanjar también del modo más humano posible —más libre y elegido posible— nuestro total desamparo de vivir.
Pero lo que por el contrario sí supe en seguida y con toda certidumbre era que, cada vez que me encontrara ante el comienzo de una de esas campañas en las que todos intentan persuadirnos a que les elijamos para que nos manden y cada vez que volviera a oír vibrar el lenguaje de la propaganda y el furor de la animadversión y el reproche al otro, me volvería a las mientes, puntual e inexorable como un anochecer, el recuerdo del trágico fin —¿elegido?— del electricista M. P. —tal vez Manuel Pérez— en plena campaña electoral y una de sus últimas frases.
Y así ha sido. En aquellos días de noviembre de 2010, el presidente del gobierno Rodríguez Zapatero tuvo su intervención estelar en el acto principal de la campaña socialista celebrado en la localidad barcelonesa de Viladecans, en pleno cinturón industrial, una comarca habitada en su mayor parte por ciudadanos de origen emigrante en la que vive un cuarto de la población de Cataluña. Según las crónicas, Rodríguez Zapatero, con el énfasis propio de esos actos electorales, expuso su visión de las cosas, se deshizo en elogios a las políticas gubernamentales de los socialistas y se desgañitó contra sus oponentes; pronunció, conforme recogen las crónicas, entre otras muchas esta frase: “la moral de cada uno se la impone cada uno”. Es habitual en todas las elecciones en Cataluña que los líderes del socialismo español acudan allí a pedir y recoger el voto de los ciudadanos “progresistas” y de los de origen emigrante que, incomprensiblemente —¡pero hay tantas cosas incomprensibles también en la política!—, han seguido concediéndoles su voto por más que aquéllos hayan ido devolviéndoles redomada y recalcitrantemente el favor con políticas no sólo educativas y lingüísticas —pero éstas en modo clamoroso— totalmente contrarias a sus intereses.
A poco más de media docena de kilómetros de esa vibrante reunión electoral, en Hospitalet, la localidad más populosa de la comarca, ya pegada o bien todavía más pegada a Barcelona, un anónimo electricista, de 45 años de edad y en paro —tal vez Manuel Pérez—, que había recibido una orden de desahucio por impago de la vivienda que ocupaba con su familia y había acudido repetidas veces a implorar en vano de todas las formas posibles a las oficinas del ayuntamiento socialista de la ciudad que, por lo que más quisieran, retrasaran la ejecución de esa orden, totalmente desesperado ante la imposibilidad de detenerla, se había ahorcado, tres días antes, en un parque. Entre otras frases, ya al final, M. P. dijo por lo visto en el ayuntamiento que “hace mucho frío, esperen un poco que hace mucho frío”.
Ésa es la frase que, cada vez que como ahora resuena de nuevo esa caricatura del lenguaje que es la mayor parte de las veces el lenguaje electoral, esa experiencia degradada y fanfarrona de la palabra que es hoy cada vez más el lenguaje con el que aspiran a persuadirnos de que les elijamos para que nos manden, zarandea y sacude al mero tener lugar del lenguaje y, en un revolcón del sentido, nos asoma al abismo de la verdad del mismo y de nuestra condición. Al lado de esa frase —a tres días, a seis kilómetros—, confrontada a esa frase, toda la megafonía lingüística electoral de entonces y de luego, toda la maraña lingüística que nos lleva a elegir, no es sino monserga, falacia, embuste, flatus vocis.
En el abismo del desamparo más total —y en pleno curso, al ladito mismo, a tres días, a seis kilómetros, de la megafonía de la promesa y el mejor de los mundos—, un hombre ha dicho de repente sencillamente que “hace mucho frío”, y esa frase, esa frase que ya no es casi nada y a la que sin embargo le cabe fundamentar en su no ser casi nada a casi todo, esa frase que ya no es la mera frase de un individuo, la enunciación de un sujeto, sino una emanación de la pura voz, de la relación esencial que se establece entre el lenguaje y la muerte ante el “miedo absoluto” que impone según Hegel la muerte, esa frase —frente al disparadero hacia el final del lenguaje que supone la práctica de los mangoneadores de lenguaje, de los ladrones de palabras y salteadores de razones, los malhechores de logos— es el origen de un nuevo inicio de sentido, de un —esta vez— valor absoluto, en todos los sentidos, es decir absuelto, tal vez mondo, limpio, de verdad.
La relación esencial que se establece entre el lenguaje y la muerte aparece, según Heidegger, en un relámpago y su lugar es la voz. La voz de la muerte en Hegel, la voz de la conciencia y del ser en Heidegger. La voz que no elige decir nada en realidad, que no quiere decir ninguna proposición especialmente significante y que sin embargo emplaza en la sencillez monda de su mutismo y su necesidad a la verdad como nada; la voz que es el puro decir ético y lógico, que dice un ethos, un logos, el puro comportamiento moral y el puro tener lugar del lenguaje. La voz que, si escuchamos a Agamben como venimos haciendo, tiene el poder de abrirle al hombre “la maravilla del ser y el terror de la nada”. Esa voz brota en el moribundo, es la del animal moral moribundo, la del animal de lenguaje moribundo, allí donde se dan cita nuestras dos facultades definitorias, poder hablar y saber que morimos, el lenguaje y la muerte, la experiencia del estar abocados a la muerte y del tener todavía lugar el lenguaje, el fundamento negativo tanto de la lógica cuanto de la ética: una especie de grado cero de lógica y ética.
La voz ética del hombre asomado a la muerte —“hace mucho frío, esperen un poco que hace mucho frío”— es también la voz del fonema y del relámpago, y sin embargo es allí donde, si todavía somos capaces, si estamos atentos, al quite, y tal vez mondos, limpios y sencillos, podemos aún y siempre de nuevo extraer un logos y un ethos que eviten que se lleve a término la orden de desahucio de la ética y el lenguaje —somos siempre inquilinos del lenguaje, arrendatarios, nunca propietarios— que una maquinaria insensata y despiadada está siempre en un tris de emitirnos para que nos ahorquemos con nuestras propias palabras y nuestra propia moral elegida; un logos y un ethos en los que quepa abrevar, frente al lenguaje y la moral yertos y baldíos, frente a la maleza moral y lingüística que obstruye los caminos, la confianza en una renovada posibilidad de reunir logos y physis, palabra y realidad, lengua y habla, destino privado y destino público, la sangre de las venas que fluye en cada uno y la de la conveniencia pública.