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La oscuridad de la noche me dio ojos negros

 

Lago Lemán Suiza

 

En un tren caben los pámpanos, las sutilezas, el silencio que vamos atesorando a lo largo de los años, el recuerdo inesperado de la sobrina de Samuel Beckett (con la que bailé ante el gran espejo esmerilado y polvoriento de la casa de mi tío Nicolás, entre viejas novelas leídas y releídas, las casi obras completas del Marqués de Sade y mucho teatro), y sobre todo el asombro ante un lago como el Lemán, que se despliega ante la mirada sin que nada nos haya preparado, ni siquiera Max Frisch en sus feroces novelas sobre la condición suiza. En el tren caben los deseos de huir, de llegar, de encontrarse con lo insospechado: las cumbres nevadas de los Alpes, que cierran el circo de la hermosura, y las colinas sembradas primorosamente de vides ahora en la estación dorada, que bajan entre casas en las que durante el breve instante suspendido del viaje entre Ginebra y Friburgo nos da por pensar que nos gustaría pasar una temporada. ¿Para leer a Calvino o a Spinoza, a Whitman o a Faulkner, a Borges o a Sebald? A todos y a cada uno, mientras la muchacha china que viaja junto a la ventanilla que da al interior, no al lago Lemán, habla tan quedo por el móvil como ningún español sabría hacer jamás, y luego cuelga, y se enjuga lágrimas furtivas que han bajado entre la lente y la mejilla, tratando de que su dolor súbito pase inadvertido. Pero así de sutiles son los chinos emigrados a Suiza, acaso nacidos aquí. Porque no sé nada de esa muchacha, y no voy a incomodarla con mis indagaciones. Vuelvo a asomarme al paisaje que me impide leer a Francisco Rodríguez Adrados y su río de la literatura, porque ante la prístina, apabullante realidad, y el placer de este tren limpísimo, silencioso, rápido, pero no demasiado, eficiente como un reloj suizo bañado en chocolate, no hay nada mejor que hacer que dejarse mecer por el deseo de seguir camino y que el trayecto dure todo lo posible, al menos mientras haya luz. Pero no sé por qué me acuerdo de la sobrina de Samuel Beckett, de aquellos besos y aquellos abrazos cuando yo me desprendía de los últimos vestigios de la adolescencia y ella… Ella ya estaba en el último tramo de su vida, las ruinas de una belleza que me ofreció como una rara copa de vino agreste para el porvenir.

 

 

Entramos en el cementerio ginebrino de los Reyes sin más pretensión que acercarnos a la tumba de Jorge Luis Borges, pero sin darnos la menor prisa. Porque este camposanto urbano al que se asoman edificios elegantes sin asomo de compunción ni de amargura es transitable como un jardín botánico. Hay espacio de sobra para nuevos inquilinos. Los árboles se alzan frondosos con una larga historia de inviernos y veranos detrás, dan sombra capaz de urdir un endecasílabo, de conceder tardes integrales a la lectura de T. S. Eliot o de James Salter, y todavía nos quedará tiempo para evocar edades menos sutiles (que esta, que lo es tan poco), en las que buscábamos y acaso practicábamos verdades ostensibles, brochazos de realidad como las que ahora predominan en la prensa española, sin asomo de perplejidad, de duda. ¿Es acaso nuestro cometido dispensar ilusión a los lectores? ¿No es ese el papel de la prensa deportiva? Así nos acercamos a Borges, después de habernos dejado subyugar por la elegancia de la tumba del escritor Ludwig Hohl, un bloque de cemento semejante a los de los imigrantes sin papeles muertos al intentar entrar en Estados Unidos a través del desierto de Sonora y que ahora yacen tras un muro de altísimas adelfas en el cementerio de Holtville, en California, con la inscripción No olvidado. Aunque atesoren puritito olvido. 

 

 

Junto a la tumba de Borges, bien sombreada, sin rastro de la rosa roja que dejaron John Berger y su hija hace años. Se me olvidó traerle una flor de repuesto, aunque fuera un crisantemo blanco, de los que aman los rusos para sus funerales, y un verso de Anna Ajmátova. Junto a la tumba de Borges, a tres pasos, está la de Griselidis Real, «escritora, pintora, prostituta». Entre las dos caracolas se la escucha dormir. Alguien ha dejado un bolígrafo sobre la cama de tierra y piedrecitas, acaso por si a Borges se le ocurre pedirle que le copie un poema de madrugada, cuando el cementerio se queda a solas, ajeno a nosotros, los curiosos, que nos asombramos ante la sobriedad consecuente de la tumba de Calvino en este paradójico cementerio ginebrino de los Reyes, donde acaso los más ilustres monarcas sin más corona que algunas palabras sean el propio Borges, o Robert Musil.

 

 

Me alejo con cierta cálida turbación en el ánimo, dejándole un recado a Griselidis de parte de la sobrina de Samuel Beckett y unos versos de Gu Cheng (1956-1993), que nació en Pekín, se fue a vivir en una zona rural de Shangdong junto a su padre, para regresar más tarde a la capital china. Como si nunca dejara de buscarse y en ninguna parte hallara una calma duradera. En 1987 emigró a Nueva Zelanda donde se suicidó seis años después. Cuenta Guojian Chen, editor y traductor de la antología Poesía china (Siglo XI a. C.  Siglo XX), que acaba de publicar la editorial Cátedra, que Gu Gheng «fue uno de los poetas más importantes de la corriente ‘Poesía Nebulosa’ de los años ochenta y sus poemas están reunidos en Florecilla sin nombre, Ojos negros y otras colecciones». El poema que hemos elegido para este miércoles de vísperas de un invierno implacable, cuando Ginebra, y las tumbas de Hohl, Calvino, Borges y Real han quedado tan atrás como el lago Lemán, los Alpes nevados y las colinas de hojas doradas, se titula De una generación:

 

La oscuridad de la noche me dio ojos negros,

y yo los utilizo para buscar la luz.

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