Los libros son un artefacto sencillo, se toman, se abren, se miran y se leen. Todo un largo proceso se recorrió para llegar a esa simpleza aparente. Pero los libros al ser materiales, también envejecen como lo hacen sus dueños. La huella del tiempo en el carbono (blanco, crudo y hueso) del papel de las páginas ha realizado también su propia obra: el envejecimiento, que es proporcional a la pátina de un libro sabio. Un libro contiene prensado en su interior, no sólo los impulsos de un escritor y unos impresores, sino el de todas las manos por las que pasó, el diseñador, el tipógrafo, el portadista, el prologuista, el traductor, el corrector de galeradas… Tantas mentes concentradas en un mismo fin, para finalmente revelarse, justo donde el escritor ocupaba menos espacio.
Envejecen los libros por los costados, como si hubieran sido tocados por las llamas. Debe ser por efecto del sol o la misma luz diaria, que se cuela por entre las rendijas de las librerías y alcanza las páginas. Más de 50 años de vida en un libro significan mucha mudanza, mucho manoseo, muchas horas bajo las lámparas, para que un investigador pueda vampirizar el jugo de sus palabras, mientras acaricia sus cachas blancas. Con el paso del tiempo sus hojas parecen tornarse transparentes, y es que la tinta, incluso después de seca, sigue colándose en las fibras del papel originario. Misterios y veladuras encierra un libro que tiene casi la misma edad del lector que lo maneja.