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Mientras tantoLa palabra y sus corsés

La palabra y sus corsés


Hace poco nos contaron y vimos cómo se desplegaba la cobardía colectiva en un autobús en Madrid; cómo nadie se alzaba con la palabra y la dignidad que exigen estas situaciones –frecuentes- para defender de un ataque xenófobo a una persona que se defendió muy bien a sí misma, con lo cual dejó claro que se negaba a ser víctima de un racista.  Silencio, sonrisas nerviosas, cabezas que se vuelven hacia la ventana. Espero que la vergüenza también fuera generalizada después, a solas.

Creo que hay una pauta  bastante común de actuar ante estas cosas, y no hablo, claro está, de cuando hay un peligro evidente  para la integridad física que aconseja ponerse a cubierto.

En los espacios públicos, la gente critica, despotrica, juzga, sin ningún pudor o consideración por los que van a su lado, lo mismo que con el móvil en la oreja discute a voz en grito de sus asuntos privados. De hecho, toman por privado el espacio público. Ellos no hablan contigo, aunque miran a su alrededor a cada exabrupto como buscando aprobación; oiga, no estoy hablando con usted, métase en sus asuntos, dirán, al menor gesto de disgusto por el volumen de las voces o por sus palabras.

Pero cuando el asunto es de todos,  cuando habría que reprochar algo a alguien, sin la menor idea de si va a haber un respaldo adecuado en el resto de pasajeros, de si uno mismo puede ser increpado o incluso insultado, ahí las palabras se quedan atascadas en la garganta. Toda la locuacidad se esfuma, salvo que alguien explote. Tampoco esa salida es la mejor, pero al menos es más honrosa.

Una vez iba yo en uno de esos autobuses,  y dos chicos se cebaban con una chica que estaba en su misma fila, separada  por el pasillo. Se metían con ella en voz alta, la ridiculizaban, describían su físico con procacidades. Puedo asegurar que entre nosotros, los pasajeros, la ansiedad iba en aumento, pero continuaba el silencio, y continuaba el abuso. De pronto, oí mi propia voz, que gritaba ¡¡Bastaa!! A mí misma me sorprendió, porque fue una explosión  orgánica, de un cuerpo que no podía seguir sin reaccionar de alguna forma. Entonces, el autobús entero, a gritos,  rompió  a increparles y a comentarlo con los demás.  “Es que van drogados”, decían algunos, buscando cómo no, al enemigo exterior. El caso es que se bajaron del bus, y ella en la siguiente parada, algo así como avergonzada.

En uno de los debates de las últimas elecciones, ví que los candidatos rehuían la confrontación de ideas con el representante de Vox. Sus asesores les dirían, seguro: son unos bárbaros, el mejor desprecio es no hacer aprecio. O bien: hay que hacer como que no están. Pero están, vaya si están, y votados por compatriotas nuestros que tendrán sus razones para hacerlo, no por monstruos extraterrestres. Nadie se atrevió a elevar el tono del discurso político yendo al corazón de las cosas que hay que decir, con palabras sin corsé y sin miedo, con razones. Era como si sufrieran un encantamiento.

Lenguaje político encorsetado, gastado y temeroso, versus invasión de  testosterona  y del «todo vale» de los Trump, Bolsonaro, Salvini…y ahora también de los de aquí.

Como de la abundancia del corazón habla la boca, a tal torpeza y parálisis cívica le corresponden perlas como ésta, oída en la radio tras las elecciones: “La campaña no me ha servido demasiado para mucho”. Tampoco está mal, en otro registro, esta otra que comentaba el descenso del consumo de aceite de oliva: “¿Han encontrado la explicación al por qué?”.

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