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ArpaLa paliza

La paliza

1

 

Quienes aseguran que pudo haberse evitado, no conocen el corazón de los jóvenes. Tengo valiosa información de primera mano, pero dudo que esta historia encuentre un espacio en su programa. Las familias no hablan, y a la muchacha la sacaron del hospital ayer noche y se dice que está en una clínica privada, posiblemente en el extranjero; en Inglaterra, donde tiene una hermana. Asumo que su predecesor le puso al corriente de mis métodos y honorarios. Siempre utilizaremos este medio de contacto. Nuestra relación se basa en la confianza, avalada por los años que llevo colaborando con su cadena. De detectar cualquier anomalía en el flujo de nuestro intercambio, no volverá a saber de mí. Nunca cobro por el primer correo, y jamás le enviaré información falsa.

 

El primer testimonio (quizá no adecuado para pantalla, pero aún así valioso por lo que aporta de colorido y contexto), sería el del camarero del bar Bary. La pareja entró a las once y media de la noche, cuando ya no esperaba más clientes. El bar-cafetería Bary está muy cerca del domicilio de la chica. El camarero conoce poco a la familia, algo más al padre, quien no suele perderse los partidos del Atlético. La madre va alguna vez a tomar la merienda con las amigas, y a ella, a la joven, la ve a través de los cristales paseando al perro. La chica tiene dos hermanos, en su opinión son una familia más del barrio de la Estrella, sin ninguna característica destacable. El chico no le sonaba. Lo describe como tirando a bajito y delgado, “poca cosa”, moreno y de unos veinte años, con la nariz grande y curvada, como rasgo prominente. A ella se la veía en baja forma, ojerosa y enferma, con un pañuelo anudado en el cuello como si estuviese constipada. Ocuparon la mesa junto al cristal de la calle, entre la máquina tragaperras y el televisor. Él tomó una cerveza y ella un poleo-menta. Cuando el chico se acercó a la barra a por las consumiciones, el camarero advirtió un inquietante temblor en su rostro. Sentados uno frente al otro, el vapor desprendido por el poleo producía un efecto barrera entre la pareja. Siguió a trozos la conversación, interrumpida por el sonido de las noticias y la reiterativa música de la máquina tragaperras, pero sin duda –dice el camarero- la lideró el muchacho, quien sumaba a su exuberante nariz, una voz fuerte y grave, como la de un locutor de radio. Destacan para el caso palabras como: “egoísta”, “juntos”, “decisión”, o un “tú sola” que (siempre según el testigo) pareció un gañido. Entretanto, la chica se acercaba la taza con las dos manos y soplaba con los labios arrugados la superficie acuosa. Al camarero le pareció un gesto indolente, como si el creciente enfado de su acompañante no la alcanzase. Poco esperaba la discreta lágrima que la muchacha limpió en la parte baja de la mejilla con los dedos índice y corazón, con un movimiento avergonzado, como de aceptación o acorralamiento. Siguieron a la primera lágrima otras, que la joven no escondió con la misma elegancia, y el llanto embruteció definitivamente al joven, quien dejó unas monedas sobre la mesa y salió dando un portazo.    

 

Retomamos unos minutos más tarde, gracias al vecino insomne del tercero, que desde hace meses mira por la ventana a oscuras para distraerse. En este caso, el señor P., no está dispuesto a entrar en cámara, ni a que su testimonio sea utilizado, no se malinterprete su afición nocturna por el resto del barrio, ya que su intención no ha sido, dice: “en ningún momento, espiar a sus convecinos, sino hacer más liviana la vigilia y observar la variación de la luminosidad sideral sobre las farolas”. Que si se confesaba conmigo era “por respeto a la profesión y al conocimiento”. En todo caso, el insomne siguió a la pareja desde sus inicios y podría haber pronosticado el desastre. Durante meses el chico acompañó a la joven a la puerta de su casa, aguantando las heladeras del invierno con estoicismo. Se despedían tres o cuatro veces y se enviaban besos con la mano una vez separados. Después él salía corriendo, supongo que para no perder el autobús interurbano, porque según el informe policial, el joven vivía en una localidad de las afueras. El vecino opina que un comportamiento tan sin tacha, en un enamorado de hoy en día, con lo que él lleva visto en sus noches insomnes, sólo puede provenir de un exagerado o un loco, y ambos tipos (palabras del señor P.) “son seres peligrosos”. La pareja no se dejó ver durante los meses de verano y después, en el otoño siguiente, volvieron cansados, repitiendo las mismas rutinas, pero esta vez, con una cierta impostura, aferrándose a los gestos con escalofriante automatismo, como si solo por orgullo mantuvieran el romance, a pesar de que al muchacho le costara cada vez más el frío de la madrugada y a ella se le fueran los ojos detrás de otros, que siquiera por desconocidos, se le antojaban más atrayentes. La conclusión del señor P. sobre el carácter de la pareja va como sigue: “Dos jóvenes cabezotas y enamoradizos. Los dos, ¿eh? Ella también. Que se aferraron el uno al otro arrastrados por un sentimentalismo de telenovela y acabaron a tortas”. Aproximadamente un mes antes del suceso, prosigue el testigo, los chicos encontraron un nuevo filón para alimentar la hoguera cenicienta. Lo descubrió la noche de un sábado. Llegaron abrazados, y hacía tiempo que él no se mostraba tan cariñoso con la amada. Le había pasado el brazo por el hombro y la dedicaba un arrullo tras otro, a lo que ella contestaba ampliando su sonrisa. Hasta que en un momento dado, tras un beso en la mejilla, la chica se llevó la mano a la boca con un gesto rápido de dolor. Entonces el vecino observó con claridad cirujana que tenía el labio abierto e hinchado. La noche que le interesa, la pareja pasó de largo por la puerta de la casa. Él delante; unos pasos detrás, ella. De vez en cuando el chico se daba la vuelta, quizá para comprobar que todavía le seguía, o para soltar un mordisco al aire, como un perro furioso y asustado.

 

 

 

Continúa la historia con el recibo del billete de metro, que ella compró en la estación de la línea circular de Conde de Casal, a las cero horas y doce minutos de la madrugada. Solo queda constancia de un billete expedido por la máquina, por lo que es de suponer que él utilizó su abono transporte.  

 

La testigo clave, en mi opinión, viene ahora. No le importa hablar, ni salir en cámara, pero solo si la pagan, aunque a cambio está dispuesta a firmar exclusividad, y daría bastante juego. Se trata de una mujer de unos cincuenta años, bien conservada, resuelta e inteligente. (Note que este gasto sería siempre aparte de mis honorarios). La señora M. es una empleada del hotel Claridge, del ramo de la limpieza. Trabaja en el último turno de la tarde. La noche en cuestión esperaba en el andén, junto a otros dos viajantes no identificados. Primero se fijó en él, porque “con la mayor desfachatez del mundo” (palabras de la testigo) se había encendido un cigarrillo y “fumaba a sus anchas”. Al poco apareció la chica desencajada. Él no le dirigió ni una mirada, y al principio la testigo no supo si estaban juntos o se trataba de una loca. Como de costumbre, el tren venía a esas horas prácticamente vacío. Ella le agarró del brazo, posiblemente para evitar que subiera. “Hablemos, por favor”, le parece que dijo, pero él se zafó, entrando en el vagón. Según la señora M., la escena se desarrolló como sigue: “Ella fue detrás, tan encelada como el otro. Se sentaron juntos. Él miraba al frente tan tenso que daban ganas de decirle: relájate, muchacho, que te va a dar algo. Y ella, la pobre, daba penita mirarla. Entonces, vaya usted a saber lo que se dijeron, el caso es que la joven se puso de rodillas y empezó a suplicar. Él le ordenó en voz bien alta que se levantara, porque estaba haciendo el ridículo, y era verdad. Bien sabe Dios que estuve tentada a intervenir, pero qué quiere, no me atreví”. Sobre todo por el joven, añade la testigo, que traía una expresión difícil a pesar de su quietud, o precisamente por esta, como si aquella extraña inmovilidad multiplicase la furia. La señora M. se lo imaginó como un globo en perpetua hinchazón. La imagen le provocó una tos nerviosa que hizo reaccionar a la muchacha, y cuando el tren llegó a Manuel Becerra la joven abandonó el coche despacio, obligada y vencida. Lo que no esperaba la limpiadora fue la reacción del otro: su salida repentina del vagón en pos de la chica, justo antes de que las puertas se cerrasen. Evidentemente aquí, la señora M., les perdió la pista.

 

Por último, llega el héroe: El testigo más vistoso, pero también el más solicitado, el guardia de seguridad del metro. Se llama Javier, natural de Madrid, 24 años. Dejó el instituto sin acabar el COU pero es un chico articulado, que quiere opositar para policía. Si se le encumbrara un poco más, merecería la pena incluso llevarle a plató. Ya habló en Telemadrid, en el programa Alerta nocturna, al filo de la madrugada y, en horario menos favorecido, pero a nivel nacional, en Antena 3, en el noticiero de la mañana. Sin embargo, actuando con rapidez le encontraríamos sin agente y (en el hipotético caso de que esta historia fuese adecuada para su programa) dudo que solicite un estipendio. Cuenta, aunque esta parte seguramente ya la conoce, que no bajó antes porque estaba en el servicio. Cuando entró en la garita, fue cuestión de segundos, y solo con una fugaz ojeada al monitor sintió la urgencia. En ella, en la joven, no se fijó hasta que llegó abajo, porque en la pantalla de seguridad solo se distinguía la figura del muchacho golpeando a un sujeto indeterminado tendido en el suelo, muy cerca de la escalera automática. En el camino alzó la porra, sintiendo cómo la adrenalina marcial le aceleraba las pulsaciones. Una vez en la esquina, tuvo la lucidez de apagar el motor de la escalera “para evitar males mayores”. Gritó dos veces mientras bajaba: “¡Eh, tú!”. Desde arriba vio cómo el chico, sentado sobre el abdomen de lo que parecía una joven, dejó de propinarle puñetazos. De hecho, “el muy cobarde” en cuanto le vio salió, corriendo hacia las vías. “Era imposible adivinar sus intenciones”, dice el guardia y continúa: “mi deber era ayudar a la víctima. La chica tenía mucha sangre en la cara, sobre todo en la nariz y en la boca. Me asusté. Pensé que aquel desgraciado la había matado, pero entonces, ella me agarró del pantalón. Imagínese, qué alivio. Después fui yo quien procuré tranquilizarla, le pedí que no hablase, que ya venían los médicos y la policía, y me di cuenta de que, como un tonto, todavía no había avisado. Menos mal que llevaba la radio encima”. La ambulancia fue rápida, “el Gregorio Marañón está ahí mismo”, durante aquellos minutos de espera, entre cinco y diez, agarró la mano de la muchacha, que respiraba con dificultad. No pensó en la suerte del atacante, tan solo giraba la cabeza de vez en cuando para prevenir su vuelta. Cuando sintió el tren, ya llegaban los paramédicos con la camilla. Nadie imaginó que la alarma se disparase por causa del “maltratador”, como lo llamó Javier. “Creí que habría huido, que ya estaría bien lejos”. El joven guardia, que además de héroe puede que sea un romántico, se marchó con la chica en la ambulancia, y no dejó el hospital hasta que aparecieron sus padres. Sería raro que este chico no siguiese en contacto con la joven o algún miembro de su familia, y quizá diga algo más bajo el calor de las cámaras.

 

Espero que encuentre esta información de su agrado, aunque le repito mis reservas sobre la televisibilización del caso.

 

Reciba un saludo cordial,

Atentamente,

D.

 

 

 

2

 

Si usted cree que aquí hay una historia, no soy quien para llevarle la contraria. Veo cómo encajaría en el programa especial del que me habla. Sin duda, no nos costaría conseguir el testimonio de alguno de los médicos o los enfermeros que atendieron a la chica de urgencias. Aunque más fácil y efectista todavía, sería hablar con los del SAMUR, que aportan riqueza en las localizaciones, y están muy acostumbrados. La decisión es suya, yo contactaré con ambos. El conductor del último metro que arrasó al chico se nos complica. Sufre de estrés postraumático, y lleva de baja desde la noche del accidente. Intervenir, intervendría, incluso en directo, pero toma tantos ansiolíticos que su voz suena como la de un borracho y no controla bien la salivación en el habla, por lo que desaconsejo la utilización de su imagen. Para el efecto que busca podría entrevistar a alguno de los bomberos que retiraron el cuerpo. 

 

El video, sin embargo, ya no le pertenece a la EMT, lo confiscó la policía, y los abogados de las familias apelan al derecho a la intimidad. A nadie le interesa que se emita, tampoco a mí, que preferiría habérmelo ahorrado.

 

Le mando en fichero adjunto el número de cuenta para el ingreso.

 

Atentamente,

D.

 

 

3

 

Disculpe el silencio de estos días. El ingreso llegó finalmente esta mañana, muchas gracias.

 

La descripción le costará dinero y ya le adelanto que no es un material adecuado para la recreación con actores de la que me habla. El público no creerá jamás los detalles centrales de la pieza.

 

Adjunto le envío el listado de los testigos con sus números de contacto, incluyendo al médico de guardia del Marañón, la chica del SAMUR y el jefe de bomberos. Todos ellos esperan la llamada de su programa. Debajo de cada nombre especifico los acuerdos alcanzados en cuestión de derechos de imagen. El vecino, como ya le adelanté, no se pronuncia delante del público.

 

Saludos,

D.

 

 

4 y final

 

Usted es un obstinado, este gasto no le reportará nada más que desasosiego. La definición de la imagen no es muy clara. La cámara enmarca, en blanco y negro tres de las esquinas del vestíbulo de las escaleras. En la izquierda se ve parte del andén, incluso la vía, en el frente la pared y seguidamente las escaleras automáticas de bajada, después las manuales y en el fondo derecho las de subida. El reloj digital está activado y marca las doce y veintinueve minutos de la madrugada cuando llega el tren. La cámara no capta la puerta del vagón de la pareja. Ella aparece en la pantalla antes de que el coche arranque. Viste con botas, vaqueros y una trenca. El pelo recogido en lo alto de la cabeza con una pinza. Camina muy despacio, como mareada. Se apoya en la pared derecha y mira a su alrededor como si no supiese dónde se encuentra. Se da impulso con la mano y se acerca a la escalera del fondo esforzándose por controlar la cabeza que parece infinitamente pesada. No avanza mucho, porque con la rapidez del relámpago el chico la agarra por la capucha del abrigo con tanta furia que se queda con la tela en la mano, e incluso se aprecia el vuelo de los botones arrancados. La joven da unos pasos atrás en un esfuerzo inútil por mantener el equilibrio hasta que al final cae. Frena con las nalgas y del impulso le suben las piernas. No da la sensación de que se golpee duramente el cráneo contra el suelo. Él se acerca y le propina un pisotón en el estómago. Entonces ella se curva sobre sí misma, contraída de dolor, pero con la suficiente claridad como para agarrase a la pierna enemiga y la maniobra termina con el agresor en el suelo. Aprovechando la caída, la chica escapa hacia las escaleras centrales. Pero él, sin perder un momento, se incorpora y alcanza su tobillo izquierdo a la altura del quinto escalón, arrastrándola de nuevo al vestíbulo. Ella se da la vuelta y observamos sangre en la boca, quizá provocada por el golpe contra algún escalón difícil de apreciar. Todavía en la escalera, la muchacha propina una fuerte patada en la cara a su oponente con la pierna que tiene libre, rompiéndole las gafas. El chico retrocede, ahora también sangra profusamente por la nariz. Entonces ella, inexplicable y suicida, toma impulso desde las escaleras, como si fuera una atleta o un demonio, y se lanza hacia el cuerpo tambaleante de quien la asalta para hundir su dentadura en el cuello. Él se estremece y abre la boca como si gritara. No hay sonido. Dan vueltas incontroladas sobre el eje del muchacho, que encuentra la pared y golpea la espalda de la chica contra la misma. Parece entonces que el muchacho la agarra de una oreja y consigue liberarse del mordisco. Ella está cubierta en sangre, pero en este punto, no se distingue de quien o de donde. Ella escupe, tampoco se aprecia el qué, podría ser un diente. Él se tapa la hemorragia del cuello con la mano izquierda. Se miran, se paran, recuperan la respiración. Sangrantes y doloridos, ya no saben cómo estimular sus químicos para experimentar otra subida como la del enamoramiento, que les devuelvan al centro de la creación. En el momento en el que sus su miradas se cruzan, podrían admitir la tragedia química que controla su estado y decirse que ya no se aman. Quizá ella lo contempla por un instante, quizá se asoma a la opción del vacío y la vulgaridad hormonal de sus pasiones, quizá por la conciencia indiscutible de su pequeñez en el universo dibuja una sonrisa y la convierte, después, en la más siniestra de las carcajadas. Comprende que solo el humor va a salvarla, no de los puñetazos sino de la menudencia, y quizá por esta lucidez aterradora sube otra vez los brazos y las manos invitándole. Él queda de espaldas a la cámara. Posiblemente es zurdo, porque deja de taponarse la herida con la siniestra para coger impulso y lanzarle un gancho. Aquí es cuando la chica cae sobre su espalda cerca de la escalera automática en donde la encontró el guarda. El resto, ya lo conoce. Él se sube en horcajadas sobre el abdomen de la muchacha y continúa pegándola. Ella se tapa la cara como puede con las manos. No sabemos, si sigue riendo. A la una menos veinticinco, el chico mira hacia arriba alertado por el grito del guarda. Las escaleras se paran. El chico se levanta inmediatamente, y se dirige hacia la parte izquierda de la pantalla. Se le ve saltar con destreza a la vía, apoyándose grácil con una sola mano. Después camina en dirección al túnel. Ella ha quedado tendida y se cubre  el rostro.

 

Se despide hasta la próxima,

D.

 

 

Mar Gómez Glez (Madrid, 1977) es autora de la novela Cambio de sentido (2010), la obra Fuga mundi (2008), el libro infantil Acebedario (2006) y algunos cuentos publicados en distintos medios. En 2008 recibió el primer premio de relato del Certamen Arte Joven Latina y en 2007 el premio Beckett de Teatro. Acaba de recibir el premio Calderón de la Barca, tambén de teatro, por su obra Cifras. Fue escritora residente en la Residencia de Estudiantes (Madrid, 2005-06) y en 2009, en la Residencia Internacional del Royal Court Theatre de Londres. Ha participado en distintos festivales como Teatro Vivo (NYC, 2008) o Teatro Stage Fest (2010), y recientemente en la exposición Eléctrica (NYC, 2011). Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés.

 

 


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