La ópera, la noche, el esplendor, la luz en medio de la oscuridad, la celebración sagrada. Nada puede comprarse a un buen montaje de ópera. Nada nos transporta de tal modo al misterio de la vida, a la plenitud posible de la existencia. Es lo que sucede en este montaje de “La pasajera”. Sí, tiene algo de milagro cuando los cantantes (y hay muchos papeles principales en esta ópera), la dirección musical, la orquesta, el coro, la dirección escénica, la escenografía, el vestuario y la iluminación, por no hablar de la música y del libreto, ¡la ópera en sí!, funcionan a la perfección.
¡Hay tantas cosas que pueden fallar en una ópera! El montaje puede ser perfecto o casi perfecto, pero el libreto nos parece una tontería o está lleno de tópicos pasados de moda. Todo está bien, pero la escenografía es un desastre, como esos montajes que suceden en un párking o en un cuarto de baño alicatado de blanco, el color maldito en el teatro (mucho más maldito que el amarillo, y que me perdone Molière). ¡Tantas cosas pueden ir mal! Un cantante puede ser excelente pero también un actor pésimo, o ser un gran actor pero estar obligado a hacer cosas absurdas que le ha ordenado el director de escena… ¿Cuántas arias hemos visto destruidas porque el director de escena ha puesto al cantante a arrastrarse por el suelo mientras canta, o a hacer el pino, o a trepar por una soga? ¿Y qué decir si, como sucede tantas veces, el director de escena, excelente por otro lado, no tiene absolutamente nada que decir o no considera que la ópera que tiene entre manos diga realmente nada? Esto sucede muchas veces: se considera que una ópera de Bellini o de Rossini, por ejemplo, no es nada más que un divertimento sin sustancia. Pero una obra así no debería ponerse. Me desespera ver montajes de ópera en los que el director de escena evidentemente considera que el material con el que trabaja es indigno de su talento. Porque no puede haber una noche de ópera verdaderamente feliz si solo la música funciona, si solo los cantantes funcionan. La ópera no es un arte, sino una conjunción de artes. Por eso es tan difícil. Por eso es tan importante.
“La pasajera” de Weinberg en el Teatro Real de Madrid se aproxima a esa perfección soñada. Asistimos a la función casi sin poder respirar por la urgencia y la intensidad de lo que sucede. Una intensidad delicada, misteriosa, de entreluces, nada que ver con la salvaje violencia del reciente de “Lear” de Reimann. El segundo acto es más espacioso que el primero, aunque también maravillosamente lírico. El final, sobrecogedor.
Un problema que tiene el crítico de ópera es que sobre todo con las dimensiones habituales de una recensión periodística su crítica tiende a convertirse en una lista: el tenor, bien; la contralto regular; los figurines… la iluminación… Hay que mencionar a mucha gente y escribir correctamente muchos nombres, incluyendo muchas veces caracteres extraños, como esas cosas raras que ponen los rumanos, los polacos o los suecos encima de las letras. No es fácil salir airoso.
“La pasajera” comienza en la cubierta de un trasatlántico, que vemos en el inmenso escenario del Teatro Real suspendido en medio del aire como un sueño perfecto de color blanco y marfil. Vemos varias cubiertas superpuestas y comunicadas por escaleras y luego la inmensa chimenea que pronto comezará a tener un significado doble. Nos preguntamos que hay en la parte inferior del escenario, hundida en las sombras. Yo pienso que se trata de la bodega del barco, y que en algún momento se iluminará, aunque sea tenuemente y los personajes bajarán allí. No, no tengo ni la menor idea de qué trata “La pasajera”. No he querido informarme, simplemente porque no conozco placer mayor en este mundo que el de asistir a un espectáculo del que no sé absolutamente nada y en el que todo será una maravillosa (o terriblemente decepcionante) sorpresa. Esto no es serio, me dirán. Hay que ir informado. Hay que enterarse, hombre. Hay que ir con los deberes hechos. Bueno, el señor Alpeck lo lamenta profundamente. Nunca ha pretendido ser “serio”. No se puede ir buscando la maravilla, la ambrosía, el éxtasis, el vuelo del ganso salvaje, con “seriedad” o yendo informado y “con los deberes hechos”.
En el trasatlántico viajan un diplomático alemán y su esposa rumbo a Brasil, donde él ocupará el cargo de embajador. Los dos contemplan la inmensidad del mar desde la cubierta. Una de las pasajeras pasa por su lado. La esposa la ve y, horrorizada, escapa de allí y se esconde en su camarote. Ha creído reconocer en esta pasajera enigmática a una mujer a la que conoció en Auschwitz. Pero ¿qué hacías tú en Auschwitz? le dice el marido, espantado. Así es como se entera de que su dulce y coqueta mujer fue guardiana del campo de exterminio y que esa pasajera misteriosa, que quizá se trate de una prisionera judía que sobrevivió al Holocausto, puede reconocerla. Si esto sucediera, la vida de ambos se hundiría y él tendría que renunciar a su carrera diplomática.
Comienza entonces a iluminarse la parte inferior del escenario. No, no se trata de la bodega del barco. Lo que hay debajo, lo que va emergiendo poco a poco de las tinieblas, es Auschwitz. Un Auschwitz de un realismo estremecedor y terrorífico. Y créanme que sé de lo que hablo, porque este verano estuve veraneando en Polonia y, dado que me encontraba en Cracovia, muy cerca de Auschwitz, fui un día a visitar el campo, que allí llaman púdicamente “Museo”. No hay lugar más horrible e infame sobre la tierra. Y este Auschwitz que Johan Engels (escenógrafo), Marie-Jean Lecca (vestuario), Fabrice Kebour (iluminación) y David Pountney (dirección de escena) han creado en el Teatro Real se parecía prodigiosamente al real.
Uno de los aspectos más estremecedores de “La pasajera” es la forma en que el libreto describe, al lado del horror y del sufrimiento de los presos, la absoluta inconsciencia e insensibilidad de sus verdugos. Nada relativo a Auschwitz puede realmente “entenderse” ni mucho menos aún aceptarse, pero esta insensibilidad es una de las cosas más incomprensibles de todo el asunto. La antigua guardiana del campo se asombra, una y otra vez, de lo mucho que les odiaban los judíos. Se lo dice a su marido varias veces, verdaderamente indignada: “no te imaginas cómo nos odiaban, ¡era insoportable!” Pero ¿cómo no iban a odiarles si estaban torturándoles, asesinando a sus hijos delante de sus ojos, enviando a sus padres, maridos, hermanas, a la cámara de gas? Esto ya no es solo maldad, no es solo estupidez, no es solo esa ciega y loca arrogancia de la que asegura una y otra vez que no siente que haya hecho nada mal y que se considera “una alemana honorable que cumplió con su deber”. Es sobre todo una absoluta falta de conciencia. Una total incapacidad para ponerse en el lugar de otro.
Uno llega a preguntarse si no será esta absoluta falta de conciencia una de las explicaciones posibles del inexplicable Holocausto. Ese abismo de crueldad fue posible porque muchos de los responsables no eran conscientes de su crueldad. ¿Tiene sentido esto que estoy escribiendo? ¿Es eso lo que dice el libreto de Alexander Medvedev, o la novela de Zofia Poszmyz en la que está basado?
Averiguan que la misteriosa pasajera es una señora británica, y entonces el matrimonio suspira aliviado y el marido besa y abraza a su mujer lleno de cariño, diciéndole que están salvados. Vemos entonces que descubrir que su mujer fuera nazi y participara en el exterminio le da exactamente igual, y que lo único que le importa es su carrera política.
Las escenas del campo son duras, son terribles, pero estas escenas de los dos esposos felices son también horrendas, nauseabundas.
“La pasajera” refleja sobre todo la vida de las mujeres en el campo, y la mayor parte de la ópera tiene lugar en los barracones de las prisioneras, con filas y filas de literas unas encima de otras. Es en estas escenas donde brilla una constelación de voces maravillosas (Anna Gorbachyova-Ogilvie, la impresionante Katya, prisionera rusa; Lydia Vinies-Curtis, Marta Fontanals-Simmons, etc) entre las que destaca, desde luego, la de la protagonista, Amanda Majeski, que canta con inmensa musicalidad unas arias inolvidables.
Y es que este es, desde luego, el centro de todo: la música de Weinberg.
Este compositor polaco-soviético, gran amigo de Shostakovich, había quedado completamente olvidado. El gigantesco diccionario Grove ni siquiera lo menciona. Su descubrimiento relativamente reciente es uno de los grandes asombros de la música de nuestro tiempo. ¿Dónde estaba este compositor que llegó a escribir veintidós sinfonías, diecisiete cuartetos de cuerda y una de las óperas más perfectas del siglo XX? La diminuta pero inmensa directora lituana Mirga Grazinyte-Tyla, una de las grandes especialistas de la obra de Weinberg, dirige con fabuloso poder y dominio esta música que fluctúa constantemente entre lo tonal y lo apenas tonal, y cuyo lenguaje expresivo es tan amplio que acoge con igual naturalidad la violencia y la disonancia junto con la ironía de la música de baile, cuya atractiva vulgaridad nos recuerda a Shostakovich, y deja un amplio espacio para la cantilena lírica, para la pura expresión de la belleza. Este es uno de los milagros de la música de Weinberg: que de pronto en su escritura brotan melodías que podemos cantar. En el programa de mano, en la oscuridad, yo iba apuntando algunas.
Sería difícill decir en qué idioma está “La Pasajera”. Está en alemán, en inglés, en ruso, en polaco, en francés… Algunos de los coros estaban en español. Sin duda un guiño al país donde se representa la ópera, una forma de decir: lo que aquí sucedió, nos sucedió a todos. Lo cierto es que en Auschwitz no hubo ni un solo prisionero español.