Acabo de leer un viejo librito de Marcos Giralt Torrente: Nada sucede solo (Ediciones del bronce, 2000). Se trata, en verdad, de un relato breve que fue premiado en el Premio Modest Furest i Roca de 1999. Viene con un prólogo de Juan B. Renart, Gran Señor de las Aguas (sic) y Presidente de la Cofradía Gastronómica del Agua y con un postfacio sin autoría, titulado “La más universal de las bebidas”. Por supuesto que se refiere al agua. Y ya imagina uno que en la normativa del concurso se exigía la presencia del agua, un río, una alberca o todos estos elementos juntos. Porque de todo hay en este relato de Giralt Torrente.
Sin embargo, por más que se constituya en punto simbólico del relato, el pozo, lo que me interesa es que es un texto que, con mucho, supera lo que puede uno esperar de este tipo de textos premiados en concursos con bases que imponen temas, espacios o motivos.
En él, una pareja que se ha ido a vivir a una casa con molino, en la montaña, recibe la visita de la hermana de la mujer del narrador, Charo, que se presenta con su nuevo novio y el hijo de éste (Manuel y Manuel junior). Se trata de un relato con la clásica estructura de anticipación, en el que ya desde el principio se nos anuncia la tragedia en tanto que “fatalidad o ingrato maleficio” (a la que, sin embargo, el narrador trata de resistirse). Es uno de esos textos circulares, que vuelven sobre sí mismos, dejando un cierto titubeo a la hora de categorizar la esencia de los hechos y, por supuesto, una renuncia a dar carpetazo al asunto (por parte del narrador, que sigue torturándose no tanto por lo sucedido, sino cuestionando su inevitabilidad).
Siendo que pueden fácilmente entender que hay un final luctuoso, me interesa la figura central del niño pequeño, de casi diez años. Un niño tímido, retraído y apocado, adentro del cual, sin embargo, el narrador es capaz de adivinar la desdicha y la triste abdicación al fatal destino. Desistimiento que comparte con el narrador (que no tiene hijos, pero que sufrió también un trato difícil por parte de sus padres en la infnacia) y que funge como sinuoso conector de sus vidas. El hecho es que el padre del niño y su nueva novia (la hermana de la mujer del narrador del relato) lo tratan con desdén e indiferencia, al niño, culpando a la madre de éste (quien tiene la custodia del niño) de loca, manipuladora y desequilibrada (entendiendo que la nula relación entre padre e hijo es culpa de la madre).
Pero es mentira.
Uno ve claramente que al padre le molesta el niño. Y no tanto por ser niño sino por ser el hijo de la anterior esposa. Y a la nueva novia del padre también le molesta el niño (por idénticas razones). Y aquí entramos en el meollo del asunto y centro del relato: el narrador del texto y el niño salen un día a dar un paseo y de chiripa se encuentran en la distancia con el padre y la nueva novia. Escondidos a unos metros prudenciales de éstos, escuchan (sin ser descubiertos) la conversación de ambos (un hecho muy flaubertiano, dicho sea de paso). En estas, la nueva novia del padre le dice a éste que no pueden seguir así, y le reclama una cierta autoridad sobre el niño, diciéndole “o lo llamas al orden y te impones o pasas de él. No puedes hacer otra cosa porque, si no, va a acabar por fastidiarlo todo”. El padre del niño contesta que “lo sé, tienes razón. Lo que pasa es que la única solución sería apartarlo de ella [de su madre], hacerme cargo de él por una temporada, y eso no es posible”. Ella argumenta a su vez, dándole la razón al padre, diciendo que el apartamento de él es demasiado pequeño. Y dice: “no cabríamos los tres”.
Lo interesante del caso es que, mientras sucede esta escena, el narrador está a unos metros, junto al niño, y le tiene pasado el brazo por los hombres. Unos momentos antes nos ha informado de cómo se estaba configurando su relación con el niño. Así, nos dice: “era como si yo fuese su padre y él mi hijo y al mismo tiempo fuéramos conscientes de la falacia en la que incurríamos y nos diera vergüenza que el otro supiera que habíamos llegado a desear que fuera así”. El niño claramente demanda protección, afecto, cariño y confianza. Y ni su padre se lo da, ni la nueva novia de éste (que aprovecha la menor oportunidad para ridiculizarle).
El narrador, por un instante (aunque muy breve), cumple esa función; más de cómplice y de tutor que de padre. Porque, habiendo un padre, esa figura nunca podrá ser sustituida. Por mucho que el padre se desentienda del hijo, lo trate con frialdad o maldiga su existencia. Porque ese vínculo primario es un vínculo prístino y, diría que casi irrompible.
La paradoja es que, al final del relato se nos informa de que la nueva novia del padre está embarazada. Y uno se pregunta, ¿cómo alguien que es incapaz de cuidar, querer y comprender a su hijo va a ser capaz de querer, cuidar y comprender al nuevo/a hijo/a que viene? Y lo mismo con su nueva novia, ¿cómo pretende quien trata de que desaparezca de su vida un niño que la estorba (por no ser suyo) querer, cuidar y amar a uno propio por venir?
La respuesta, me parece, es muy sencilla. Y este relato de Giralt Torrente, al mostrarnos los dos efectos de los dos tipos de paternidades, indirectamente, nos revela sus causas. Y estas no son más que la codicia y el altruismo. Así, hay dos tipos de padres: los padres que lo son por egoísmo y los padres que lo son por generosidad.
No hay más.