Susu me sirve un asqueroso Nescafé de polvos cancerígenos en un vaso ardiendo. Susu es la chacha etíope encargada de la limpieza del inmenso salón de belleza situado en el primer piso de un gran supermercado, un sitio idóneo que ya está llamando a gritos a todos los terroristas suicidas del mundo para dejar una catraca repleta de explosivos en el aparcamiento.
A veces, cuando me aburro atravesando Beirut en cualquier Mercedes ochentero, me pongo a pensar cuáles serían las localizaciones ideales para mandar a un veinteañero a inmolarse. Los cafés ubicados en las esquinas de las plazas, con la terraza abarrotada de memos que se creen la hostia porque ya tienen excusa para lucir gafas de sol debajo de un toldo, son uno de mis lugares preferidos, seguido, por supuesto, de los garajes de supermercados y grandes almacenes. Inexplicablemente a ninguno de esos meapilas salafistas que dirigen los consorcios terroristas worldwide se le ha ocurrido todavía enviar al ABC, nuestro centro comercial de cabecera, a una rubia con las tetas bien gordas y 3 kilos de explosivo debajo del sujetador. Al final, los terroristas, como los funcionarios, se apoltronan en su tienda preocupados solo por el acabado en oro para la bañera en forma de kalashnikov en la que chapotearán con 70 vírgenes. Unos vendidos.
A Susu la tratan con familiaridad el resto de compañeras libanesas, esa familiaridad que da el amenazar con moler a palos a alguien si no limpia eficientemente la mierda. Yo, que ya no conozco placer en la vida, he venido a hacerme la pedicura y a que me masajeen los pies, que para una señora de mediana edad es casi el equivalente a que le coman el coño.
Observo con atención a las dos mujeres que se sientan a mi lado. Una de ellas es una madre de familia que a pesar de haber intentado por todos los medios que no se note que es árabe ha fracasado vilmente. Ella y su cirujano. Dos adolescentes asqueadas esperan a que la esteticién termine de ponerle a su madre un rosa fosforito en las uñas que produce verdadero espanto. La mujer pregunta a las niñas como va a ir luego al ABC con esas pintas, en chanclas y chándal, que una, aunque ya haya pescado marido, tiene una reputación que mantener. La hija le dice que no se preocupe, que puede comprarse por 200-300 dólares unos pantalones en cualquier tienda cutre.
La otra señora permanece obsesionada con su móvil y un juego llamado Candy Crush. Podría marcar las teclas del teléfono con los pezones de tan altos que se los han colocado. Hablan entre las tres en esa mezcla de árabe, francés y un poco inglés tan típica del Líbano mientras yo me quedo al margen captando palabras como habibi, candy crush, good, nice, manicure, pedicure, mani-pedi, pedi-mani, Jennifer come ici, diet pepsi, mon chéri… Un caudal arrollador de expresiones metafísicas que me hace lamentar no poder entender árabe. ¿Sabrán estas tías quién es Kierkegaard? Solo de pronunciarlo seguro que se acojonan del susto…
En la televisión siguen con las imágenes de los 25 muertos del pasado martes en la embajada de Irán en Beirut. Samira, la madame cuarentona al mando, pintada como una puerta y con un pelucón rubio más falso que una moneda de cinco euros cambia de canal bostezando. Ella sí sabe lo que reclaman de verdad sus clientas: el Fashion Tv Arabia.
Me sumerjo en un leve sopor entre el olor a acetona y el ir y venir de Susu que no para de trajinar con trapos y cubos. En medio de tanta coneja procreadora sueño despierta con una orgía de hombres amordazados que laman el verde metálico con el que han decorado mis uñas. Afuera, ni siquiera un ejército de desarrapados sirios logra recordarnos nada. Este es nuestro Liban…Todo el mundo tiene alguna desgracia que enterrar.