Home Mientras tanto La perla del Sinú

La perla del Sinú

 

 

Al bajar por la escalerilla del avión, en el aeropuerto Los Garzones, sentimos un calor sofocante. La luz, la excesiva luz sobre la pista de aterrizaje, los aviones achicharrados por un sol tropical. Aturdidos, caminamos siguiendo la fila de pasajeros, en dirección a las salas del aeropuerto. Los Garzones es el aeropuerto de Montería, capital del departamento de Córdoba, ubicada al noroccidente del país, en la Región Caribe Colombiana.

 

Tan solo hace veinte minutos, estábamos en el aeropuerto José Maria, en Rionegro, que presta sus servicios a la ciudad de Medellín, un aeropuerto bañado en lluvia, con vientos fríos y la atmósfera oscura. En Rionegro nos abrigábamos con chaquetas y tomábamos café mientras esperábamos. Ahora en Montería, con el intenso sol en la cabeza lo primero que hacemos es quitarnos fastidiados la chaqueta y ponernos gafa negra. Enseguida, empezamos a sudar.

 

Esta es una geografía sin pliegues que a los habitantes del interior de un país montañoso nos parece extraña. A los antioqueños nos encantan las subidas serpenteantes por las lomas, las bajadas en picada por las calles. Estamos poseídos por un embrujo de la Madremonte que nos magnetiza a los balcones para mirar los valles desde los picos de las cordilleras. Los antioqueños nos sentimos incómodos y fatigados si no vemos una montaña cerca. Nos sentimos asfixiados en la llanura. Desamparados y huérfanos, sin la esperanza de subir alguna loma y respirar desde allí y mirar el paisaje extendido.

 

En Los Garzones el aire es denso y sin brisa. Una materialización pegajosa y opresiva. Entonces sentimos el olor del trópico. La espontaneidad de la floración y el fermento. Es el olor de la obstinada y espesa naturaleza que nunca se detiene: germina, brota, florece y al mismo tiempo padece enfermedades, se desintegra, se carcome y se pudre. Es el olor del sudor y del pescado secándose, de aguas estancadas, de flores frescas y mangos amarillos, de iguanas tomando el sol y jugos de piña y papaya. La atmósfera es de amores y de odios, todo a la vez. Atractivo y desagradable. Ambas sensaciones al tiempo: seduciendo y produciendo asco. Un olor que sale desde el Rio Sinú, de los campos de arroz, de algodón, del ganado, sale de la tierra incandescente, se eleva por encima de las alcantarillas apestosas. No nos abandonará ese olor, es parte del trópico. Es parte de esta tierra plana y monótona.

 

Montería es una ciudad plana y sin alcantarillado. Cuando llueve, sus calles quedan inundadas. En invierno, la ciudad se paraliza. Una lluvia en la mañana tiene la soberanía para aplazar reuniones y compromisos. Los estudiantes de los colegios tienen una excusa para llegar tarde y nadie chista si alguno dice: “llegué tarde, porque estaba lloviendo”.

 

Los sistemas de bombeos del acueducto son regulares, cuando no malos. El agua llega lenta, en un caudal parsimonioso. Lavar los platos en la cocina luego de la comida, con un chorrito mínimo, requiere un tenaz esfuerzo de paciencia.

 

Los que tienen dinero, construyen una torre de concreto en el patio de la casa, donde encaraman un tanque de agua. Un tanque plástico azul, con capacidad de 500 litros. Desde el primer piso y con una bomba, llenan el tanque empotrado a dos pisos de altura, y desde allí, aprovechando la energía potencial, el agua se distribuye por la casa. Pero en la mayoría de barrios no hay plata para la torre, ni para el tanque, ni para la bomba, así que el acueducto fluye a la lenta velocidad del bombeo municipal. En estos barrios, esperar a que se llene el tanque del baño para vaciarlo es desesperante. Ya en la cocina, el agua no es potable, y hay que filtrarla, hervirla, echarle gotas de cloro, o comprarla en la tienda en bolsas.
 

Son los barrios al sur. Barrios de ladrillo pelado, y tejas de zinc. Casas estrechas, con el piso en tierra y un ventilador destartalado aliviando el sofoco. Al medio día, el calor en la casa es insoportable. Por eso la vida se hace afuera, en las mecedoras, en los antejardines, en las tiendas y el comercio. Afuera, entre las aceras y la calle, corren las aguas negras del barrio. Cada casa tiene un pozo séptico, pero el resto de las aguas van a dar a la calle. El olor, a toda hora es denso y viciado.

 

Puede que no tengan plata para ponerle baldosas al piso, pero siempre hay para un buen equipo de sonido y una botella de ron. Los vallenatos, la bachata y los ritmos caribeños, cómo no, son sus preferidos. El rock es una excentricidad en estas tierras. No sé cómo hizo el escritor Efraím Medina para aguantarse el calor de Cartagena escuchando Nirvana y los Sex Pistols. No importa. Como haya sido, Medina tuvo el valor de ser costeño y rockero, una mezcla que no casa, pero él casó. Y vaya sí lo hizo. Medina es de los escritores que hay que leer, sin importar lo vanidoso del tipo, eso tampoco importa, sabiendo que su prosa es sincera y emocional, como debe ser todo arte. El norte es la zona más alta de la ciudad. Allí vive la gente adinerada de Montería. Desde la calle se ven casas con patios amplios y columnas romanas en sus frentes, jardines florecidos y rejas, muchas rejas. Esta es la zona que no se inunda con las lluvias. Y en las aceras no hay hilos de aguas negras, ni huele mal.

Montería es considerada la capital ganadera de Colombia, anualmente celebra la Feria de la Ganadería durante el mes de junio. Se encuentra a orillas del río Sinú, por lo que es conocida como la «Perla del Sinú».

 

Mientras esperamos la salida del Planchón que cruzar el rio, vamos tomando cerveza fría y miramos la gente a orillas, en la Avenida Primera. Arborizada y con iguanas enormes, la avenida parece robada del medio de la selva. Luego del calor implacable y el olor del trópico, descubrimos lo más importante: la gente. Gentes de aquí, de Montería. Es asombroso ver el ánimo que tienen. Morenos encajando en este paisaje, en este calor, en este olor. El hombre y la naturaleza se convierten en una comunidad indivisible, armónica y complementaria. Se funden en un solo cuerpo. Cada una de las razas está arraigada en su paisaje, en su clima. Nosotros moldeamos nuestro paisaje y él moldea los rasgos de nuestros rostros. En medio de esas palmeras y frutales, de toda esa exuberancia, el hombre blanco aparece como un cuerpo extraño, estrafalario e incongruente. Pálido, débil, con la camisa empapada en sudor y el pelo apelmazado, no cesan de atormentarlo la sed, el tedio y la sensación de impotencia. Los del lugar todo lo contrario: con su fuerza, gracia y aguante, se mueven con desenvoltura y naturalidad, a un ritmo que el clima y la tradición se han encargado de marcar, un ritmo tal vez poco apresurado, más bien lento. Así pasa la vida por estos lugares. Lenta. Lenta.

 

Algún día, nos vendremos a vivir acá, para sentir con mayor intensidad la floración y el fermento.

 

 

Lea también:

 

La estética del culo

El corazón es un animal extraño

Salir de la versión móvil