—No es la voz de su conciencia, ni tampoco un angelito…
La voz del capitán me sacó de mi primer sueño en el vuelo AMX 022 que me llevaba a Ciudad de México, donde enlazaría con otro que me transportaría a Tuxla Gutiérrez. En la capital de Chiapas cogería un autobús que me acercase hasta San Cristóbal de las Casas para ya, desde allí, por fin alcanzar mi destino final: Tapachula.
Si me preguntasen por esta ciudad unos meses antes no sabría si me estaban tomando el pelo. Y si me aseguraban que no, que me estaban hablando de un lugar real, ni siquiera sabría por qué página abrir el atlas para situarla. Jamás había oído hablar de ella. Tapachula era un lugar completamente desconocido para mí, con un nombre que al oírlo pronunciar me evocaba más la trama de una estrambótica telenovela, que algo parecido a la realidad que después me encontré allí.
Mi llegada al sur de Chiapas fue a raíz de unos de esos encuentros improbables que solo se dan muy de vez en cuando en la vida de aquellas personas que viven con la sensación, con la alerta, de que hay algo que está por suceder. Algo que puede cambiar por completo nuestra forma de ver el mundo.
Me di cuenta en cuanto bajé del autobús, ya en la estación con el letrero de Tapachula pintado en blanco sobre la cubierta metálica de las dársenas, después de un golpe de humedad tropical del atardecer. Lo percibí al salir de la cochera y al dar mis primeros pasos por las calles que la circundaban. Esta ciudad del sur de México es una de esas ciudades por las que transita la Historia de una manera tan clara que da vértigo. Es uno de esos lugares cuyo nombre apenas aparece en los medios de comunicación, y que con el tiempo ni siquiera asomará en los libros de historia, pero que, sin embargo, será el arquetipo perfecto para ilustrar un período tan importantísimo de nuestra época. Será el ejemplo fehaciente, para generaciones posteriores, con el que explicar el flujo migratorio que está marcando el comienzo del siglo XXI.
En Tapachula está una de las estaciones migratorias más grandes de todo México y de toda Latinoamérica. Es un lugar de paso obligatorio para los cientos, miles, ¿millones? de personas que cada año quieren llegar hasta Estados Unidos, no solo de Centroamérica.
Las historias que relatan sobre las condiciones en el interior de esa prisión camuflada son estremecedoras, pero una vez fuera la vida no es mucho mejor.
Bajo ese panorama, las estampas que me encuentro en Tapachula me remiten a otras imágenes que atesoro en mi memoria gracias a películas, libros o fotografías: el bullicio de las calles de Shanghái o de Hong Kong en los años 30 y 40 del siglo pasado; los alrededores del puerto de Nueva York en los años fuertes de la migración americana a finales del XIX y comienzos del XX; las ciudades mineras durante la fiebre del oro en el Oeste americano… Miles de personas con el color de piel de diferentes tonalidades, acentos e idiomas diferentes, ropas diferentes, cortes de pelo diferentes… paseando solos o en grupos por las calles de acá para allá o sentados en el parque o a la puerta de un humilde puesto de comida con la mirada perdida, reflejando la concentración, la obsesión que coloniza su mente y por la que solo pasa un objetivo muy claro, una meta. La población local los mira con recelo e incluso miedo, mientras que nuevos comercios abren al albor de la nueva clientela, rompiendo con la monotonía acostumbrada.
Tapachula es un baúl escondido entre el polvo de un desván desvencijado que oculta decenas, cientos de vidas, silenciosas y discretas, que están escribiendo la historia de nuestro tiempo. Solo hay que tener un poco de curiosidad que anime a alzar la tapa para escucharlas con paciencia y así descifrar todo lo que tienen que decir.
Aunque temo que pronto ya no habrá libros ni películas de aventuras protagonizados por niños y niñas que suban al desván de sus abuelos para desempolvar un baúl o un armario lleno de reliquias y de historias antiguas que den inicio a una fascinante historia de crecimiento, yo no pude resistirme a hacerlo.
Últimamente hay una tendencia a denostar la memoria como si fuese una anciana que chochea y que no sabe lo que dice; que miente y que por eso fuese lo peor: el mal. El pasado se vende como algo aburrido, lento, mentiroso y poco estimulante en comparación con la excitación de un futuro frenético e intrigante donde todo lo que se vislumbra es la única verdad verdadera.
Es un cliché, pero creo que por ello no deja de ser cierto: si no conocemos la historia, estamos condenados a repetirla. Muchos se empeñan en no ver paralelismos entre nuestro presente y lo acontecido unos siglos o décadas más atrás; en creer que nuestra generación es única y exclusiva, salvaguardada de cualquier condena pasada, llena de polvo. Que nuestro presente tecnológico hace imposible volver atrás y cometer los errores en los que incurrieron personas en blanco y negro.
Muchos compran ese discurso.
Desde su fundación, la arquitectura de Tapachula estaba basada en casas con muros de adobe, que hoy se asocian a la pobreza. Por eso ahora, Tapachula se caracteriza por no tener un centro histórico, pues todos los edificios originales fueron demolidos para construir otros nuevos de ladrillo encima; como si quisieran derruir su pasado y solo mirar al futuro y al presente inmediato.
Hay decenas de obras en marcha en las que se echan abajo edificios clásicos para construir otros nuevos a toda prisa, con la necesidad de abrirlos cuanto antes para albergar a la nueva oleada de habitantes que llegan diariamente procedentes de todas las partes del mundo, o comercios con los que hacer negocio. Son edificios poco preparados para perdurar en el tiempo y la inestabilidad sísmica de la zona acaba deteriorándolos con facilidad.
En Tapachula también permanece un sistema clasista familiar y tradicional. Todo está dominado por un puñado de familias que apostaron en sus inicios por los negocios cafetaleros que empezaban a ser importantes en la economía de la zona del Soconusco. Esas familias, de ascendencia migrante, se enriquecieron mucho y colorearon los montes que abrazan los alrededores de Tapachula con el color verde uniforme de los cafetales.
Los apellidos alemanes, libios, chinos y japoneses están camuflados por castellanizaciones. Así los legaron a las generaciones posteriores. Las costumbres de esas familias, desde hace décadas asentadas e integradas en la ciudad, también permanecen latentes.
Ahí comienza la fascinación por Tapachula, en el momento en el que uno se da cuenta de que esta es una ciudad elevada por una primera oleada de migrantes que arribó en el siglo XIX; habitada por los hijos de esas primeras generaciones de migrantes ya integradas y expuesta a la llegada diaria de cientos de migrantes más, en una nueva ola de la que, probablemente, dentro de unos años, surja una Tapachula diferente.
Como muestra un ejemplo: según la Wikipedia, y para orgullo de sus habitantes, la comida típica de Tapachula, hoy, es la comida china.
Cuando Dickens escribió Historia de dos ciudades hablaba de Londres y París como ejemplos de paz y tranquilidad, la primera, y de caos e inseguridad, la segunda. En Tapachula también se refleja perfectamente la historia de dos ciudades: la que fue, y la que es ahora; la de la prosperidad que trajeron los primeros migrantes y la del miedo y el temor por esos nuevos que llegan ahora.
Con gusto me he manchado las manos de polvo al permitirme levantar ligeramente la tapa del baúl donde estaban ocultas decenas de esas increíbles historias de migración pasadas y también las duras y estremecedoras historias de migración presentes que se suceden en esta asombrosa ciudad, perla del Soconusco.
* * *
Yo llegué a Tapachula, al sur del estado de Chiapas, con la intención de relatar el viaje/odisea de miles de estas personas que atraviesan mares, montañas, selvas y ríos arriesgando sus vidas con la esperanza de cruzar la última frontera que les separa del país que promete cumplir todos sus sueños: Estados Unidos; sueños que la mayoría de las veces no son más que deseos de seguridad y prosperidad o de alejarse de la violencia y de la escasez.
No fue difícil encontrar historias como la de Sofía; migrantes que huyen de la violencia de las pandillas que acosan a los barrios de ciudades de Panamá, de Honduras, de El Salvador, de Nicaragua o de Guatemala. Encontré ese mismo tipo de historias en contextos mucho más lejanos con otros tipos de perseguidores y perseguidos: Cuba, Haití, India, Sri Lanka, Israel, Congo, Angola, Marruecos y casi todos los demás países africanos. Y no se trataba de uno o dos representantes por cada nacionalidad, sino que se contaban a decenas, incluso a cientos, dependiendo de los países de origen.
Para mi sorpresa, Tapachula era una ciudad transformada en una pequeña Babel, un arca de Noé de las civilizaciones en la que el tiempo era el centro de todas las cosas. El tiempo que indicaba a cada migrante los días que habían transcurrido desde su llegada y los días que aún les quedaban para continuar la marcha hacia su destino final.
Para los cientos de personas que se iban acumulando allí, el tiempo era el centro de todas las cosas y los papeles en regla eran el bien más escaso y también el más preciado; por encima, incluso, del dinero mismo.
Tapachula se había convertido en la primera piedra administrativa del muro que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, había empezado a elevar para contener la migración que llega del sur mucho antes de toparse con la frontera del río Bravo. Los acuerdos firmados con el presidente mexicano, Manuel López Obrador, eran una muestra fehaciente de ello.
Por ese motivo, Tapachula también era, y es todavía, el mar Mediterráneo de los migrantes que transitan entre las Américas. El lugar donde se ahogan las vidas, las esperanzas y el tiempo de los que buscan una vida mejor en un país que, en muchas ocasiones, les ha arrebatado todo de antemano.
* * *
Francisco me dice que puede que Gilberto sea el único tapachulteco que se roza con los migrantes y entiendo que pueda ser verdad. Los vecinos apenas hablan del tema y ni siquiera a Gilberto le gusta sacar el tema con cualquiera. Todavía recuerda un día, cuando algunos, temerosos de sus nuevas amistades, le dijeron a su hijo que hablase con él porque temían que un buen día apareciese hecho cachitos. Desde entonces, las excusas sobre dónde iba a parar el dinero que le entregaba se le fueron terminando y tuvo que confesar lo que estaba haciendo.
—Pero ese dinero te lo doy para ti, y tú…
—Si les escuchas, hijo, el corazón duele.
—Pero no sabes quiénes son, quizá vienen huyendo de allá porque hicieron alguna cosa mala.
—Eso solo el de arriba lo sabe, pero el corazón duele cuando ellos me cuentan sus historias.
Gilberto tiene una casita en Mazatán, un pequeño municipio que colinda con Tapachula. Hace meses que la alquila para los migrantes que llegan. Migrantes centroamericanos, porque los africanos, hindúes y demás que no hablan el castellano no se rozan con él. Los idiomas nunca fueron una prioridad para Gilberto, aunque ahora, según la situación, echa de menos no haber puesto más interés por aprenderlos.
Hace cuatro meses que acogió a un grupo de hondureños, salvadoreños y a un cubano. Después de que recibiesen el pequeño subsidio que les otorga ACNUR (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados), salieron huyendo y no le pagaron. Tiempo antes, acogía a los migrantes sin renta, pero también le robaban lo poco que tenía en la casa.
—Es por eso por lo que ahora rechazan a los migrantes; pero es que pagan justos por pecadores. Cada quien debería recoger lo que siembra.
Hoy arrenda su casa a cuatro chamacos de honduras de entre 20 y 25 años. No les pide dinero por adelantado, pero algunos tampoco le pagan. Ahora le han dado 700 pesos –28 euros– entre los cuatro, cantidad que ha reinvertido en comida para alimentarles.
—¿Cómo se hace para dominar el corazón? Mi madre nos obligaba a dejar el plato limpio y ahora yo soy así. Aquí llega mucha gente y yo no les voy a preguntar si tienen hambre o no. ¿Qué me quitan si ya está la comida hecha? Aunque mi hijo me regañe, no puedo cambiar. Las secuelas de mi mamá.
Este texto pertenece a La perla se convirtió en muro. Crónica sobre la migración en la frontera sur de México, que ha publicado Libros.com.