Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLa persona del Sol

La persona del Sol


Bahía de Nápoles con el Vesubio al fondo

 

La forma del Sol sabemos que es redonda, cegadora, semoviente, y está colgada del firmamento nacarado. Pero la persona del Sol pulula bajo su luz sobre la ruidosa urbe. Viste un chaquetón de buen corte, de un tono azul asimilado a la irisación del ambiente, y cromáticamente cubre su cabeza enjuta, coronando un delgado cuerpo, con un gorrito de fina lana. No cruza las calles por los pasos de cebra, ya que sortea con elegancia la fragorosa dirección de autos y motos. Mira su rostro pálido en las vitrinas innumerables de la calle Toledo. Se sienta entre los jóvenes que pueblan animados poyetes y terrazas de la Plaza Bellini, consumiendo un café detrás de otro para anacrónicamente acabar degustando una jugosa ensalada griega dentro de la terraza acristalada del café literario “Dentro de las Murallas” en compañía de Parténope, “esa ninfa de pelo rizado”, en palabras de Homero, a la que confiesa, pinchando cada trocito de queso feta: “Mi otra patria es Italia”. Pasa entre niños que juegan haciendo estallar pequeños morteretes y oye el aviso de una linda mozuela que le dice, tranquilizándole, con graciosa petulancia: “Las bombitas que arrojo al suelo no conllevan peligro alguno”. Frente al Museo Arqueológico, pintada su fachada en ese pompeyano rojo tan típico, e inmerso en una vivaz expansión del color, de colores chillones (aunque no hay verdadero color bajo un sol radiante y sus reflejos en el mar),  esperando a Parténope toma asiento en un velador y escribe a lápiz en una pequeña libreta su impresión de las calles y el cielo donde él está representado. Suenan las ambulancias y observando la calzada estrepitosa medita en la lúbrica cita de Goethe por la que (y la transcribe de memoria) uno nunca podrá ser completamente desgraciado mientras se acuerde de esta urbe.

En recelosa espera del pronto atardecer, pues en esta ciudad anochece muy temprano en invierno, no deja de avistar el omnipresente volcán con su rabillo risueño. Aterido, recién encendidas farolas que sólo débilmente alumbran, se recluye en la grata habitación de su hotel ubicado en la Plaza Garibaldi. Fuma, lee, ve un poco de televisión, bebe un vasito de buen vino arrellanado en sus pantuflas. Y antes de que lo acunen los brazos de ese tal Morfeo, observa el tráfico incesante que corroe el asfalto de la plaza, al fondo la estación, aspirando fuertes tufos de pólvora que traspasan el vidrio, escuchando secuencias, tempo de los petardos durante todo el día. Pone la vista en una conductora que entre cientos de circundantes aporrea insistentemente el gastado claxon y hace a la vez patinar los frenos de la manera más estruendosa. La forma de la Luna sabemos que es redonda, achatada, translúcida, verdosa, y está pegada a un cielo sucio, y sube y baja con desorden, desgarrando el éter. Pero la persona de la Luna es una desgreñada y verrugosa mujer barbuda sofocada dentro del viejo Smart que cruza la plaza Garibaldi haciendo sonar la desgañitada bocina y metiendo una velocidad equivocada. Mucho el Sol la desprecia, bah, esta Luna inmunda e inauténtica, sin luz propia, que hiede a pólvora. Por un instante traga saliva amarga y recuerda su imagen con asco, detrás de la neblina fosfórica, antes de cerrar las contraventanas.

Más del autor

-publicidad-spot_img