Desde que empecé a leerlo con quince años nunca he dejado de admirar a Baroja. Otros escritores me han podido resultar más dotados y con obras mucho más complejas y ambiciosas, pero raramente en mi vida de lector me he topado con una voz literaria más personal que la suya, salvo la de Unamuno, quizá. Mi admiración, sin embargo, no se extiende a ninguna otra virtud que pueda tener como escritor; todo lo contrario, diría yo. Sus novelas me cansan o me parecen burdas, con narradores que se expresan siempre del mismo modo e intrigas proclives al folletín. Sus opiniones sobre pintura, sobre música o incluso sobre literatura las encuentro bastante cazurras. Tampoco me resulta Baroja un dechado de sabiduría en sus reflexiones existenciales, ni de generosidad o perspicacia cuando habla de sus colegas de profesión. No comparto en general su pesimismo; menos aun me atrae su biografía, que es, si bien se mira, la de un solterón atrabiliario y cascarrabias. ¿Cómo entonces digo que admiro a Baroja? ¿Por la voz solamente? Bueno, digamos que por la voz y por algunos aspectos de su escritura que me parecen interesantes.
Baroja es, para empezar, un genio del exabrupto, que diría Ortega, aunque no es menos genial (y divertido) cuando caricaturiza en dos trazos un personaje real o inventado. O cuando consigue atrapar en una sola frase una de esas emociones que sólo se sienten en la adolescencia. O cuando describe un paisaje o una escena con cuatro o cinco oraciones yuxtapuestas: “Salieron a la plaza de la Moncloa. En una esquina de la cárcel había un grupo grande de gente. Estaba amaneciendo. Una franja de oro se formaba en el horizonte. Por la calle de la Princesa subía un escuadrón de artillería; presentaba un aspecto extraño a la luz vaga del amanecer. Se detuvo el escuadrón frente a la cárcel” (Mala hierba).Tomo esta descripción al azar, pero hay cientos de ellas repartidas por sus novelas. La representación de la realidad que Baroja obtiene con tan parcos recursos es siempre maravillosa.
Muchos -ahora como entonces- dan en decir que Baroja escribía mal, aunque nunca dejó de tener admiradores entre sus propios colegas, muy conscientes de la originalidad de su estilo. Algunos de ellos, por cierto, no son poca cosa en el canon del siglo XX. Borges confesaba haber imitado a Baroja en sus años juveniles, cuando vivió en España, y Hemingway llegó a declarar a los periodistas, tras visitarlo en su lecho de muerte, que Baroja era su maestro. No creo que al decir eso mintiera, ni que exagerara, como no creo que sea exageración decir que muchos de los efectos estilísticos del americano -su famoso laconismo, su aparente descuido- parecen realmente inspirados en el escritor vasco. Claro que Hemingway, además, seguía el magisterio de otros escritores como Joyce o Gertrude Stein, que le habían inculcado el rigor artístico que falta con frecuencia en la obra de Baroja.
Pues Baroja, como repitió él mismo hasta la saciedad, siente una completa indiferencia por la forma, especialmente aplicada al género novelístico, que le parece un saco donde cabe casi todo, o todo, si se exceptúa la unidad estructural. La unidad de efecto, como él la llama, sólo es posible en las narraciones cortas o en los cuentos, ya que uno puede leerlos de una sentada. En cambio, la novela, como la vida, está hecha de retazos, de encuentros y desencuentros, de azar. Esto es muy cierto. Y ahí puede que radique el mayor encanto de la novelística barojiana, aunque hay que añadir que por desgracia en sus novelas, incluso en las mejores, la madeja de la narración se enreda en tramas convencionales y en efectos facilones, poco trabajados, de baratillo.
A este respecto, la comparación con Hemingway -odiosa o no- puede ser muy ilustrativa. Tomemos, por ejemplo, Las tragedias grotescas (1907), novela que se sitúa en París durante los últimos años del Segundo Imperio, y contrastémosla con The Sun Also Rises (1925), situada también en la capital francesa, si bien dos generaciones después, en los locos años veinte. En una y otra novela hay expatriados que han perdido el rumbo y que están imbuidos de un pesimismo existencial. ¿Qué las diferencia, pues? Pues yo diría que, dejando de lado las diferencias generacionales y de cultura, la diferencia mayor entre las dos novelas se encuentra en que mientras Hemingway va anotando rigurosamente, a través de la voz de su protagonista, el amorfo devenir de unos personajes faltos de un ideal, Baroja -a veces de manera muy divertida y otras no tanto- se acoge a fórmulas manidas, ya sea mediante la tradición del sainete español o aprovechándose, al final, del episodio nacional galdosiano. Es decir, la indiferencia barojiana por la forma degenera en fórmula o, peor aún, en chapuza.
Me permito terminar como empecé, con dos conclusiones contradictorias. La primera es que disfruto leyendo a Baroja por lo auténtico de su voz, pero si me pongo a leer sus novelas de principio a fin, me pasa que casi todas me resultan al final muy poco auténticas, hasta convencionales. Y la segunda conclusión es que bajar en zapatillas -o de zapatillas- no garantiza autenticidad en una obra de arte, sino seguramente todo lo contrario.