El descubrimiento de que detrás de nuestros valores están nuestros apetitos e intereses ha conducido al nihilismo. El nihilismo, como negación de la existencia de unos valores absolutos de referencia, es menos una postura ideológica que una situación, la situación que surge cuando, en palabras de Nietzsche, “no hay centro, todo es periferia”. La falta de valores absolutos se traduce en una falta de metas o fines, algo que históricamente ha coincidido, sin embargo, con la existencia de poderosos medios técnicos. Gracias a ellos, el bienestar –sucedáneo contemporáneo del bien– ha ocupado el lugar que antaño se reservaba a los ideales. Los pueblos desarrollados dedican ingentes esfuerzos a la defensa de una prosperidad de la que depende todo lo demás y que se identifica con la proliferación de los bienes de consumo. El problema que han descubierto este tipo de sociedades es que el bienestar no basta. Bajo él, como un cáncer letal, acecha el aburrimiento, el gran enemigo de una humanidad que, en medio de una vida portentosamente rica, teme el vacío de una existencia sin deseo.
En las últimas décadas nadie ha prestado más atención a ese temor que David Foster Wallace. El rey pálido y La broma infinita, sus dos novelas señeras, se ocupan respectivamente del aburrimiento, fruto del encuentro de la persona singular con su propio vacío interior, y de la compulsiva necesidad de distracción que, en un tiempo como el nuestro, carente de valores absolutos, suele acompañarle. Abhorreo, la voz latina de la que provienen los términos aborrecer y aburrir, significaba precisamente ese apartarse horrorizado de uno mismo que acontece cuando, perdido el interés por las cosas, caemos en el hastío. La proliferación de aparatos dedicados a impedir el silencio (televisiones y radios en salas de espera, hilo musical, ordenadores y teléfonos de bolsillo) o de fármacos y drogas estimulantes, no parece un efecto accidental del progreso. Cuando Wallace describe en La broma infinita las adicciones de sus personajes no tiene en mente a unos hedonistas ansiosos de placer, sino a personas corrientes que tratan de huir desesperadamente de sí mismas. Igual ocurre en El rey pálido, con la diferencia de que aquí el protagonista, en vez de rendirse, toma conciencia del problema y se pregunta: ¿Cómo es que no se habla habitualmente del tedio si todo parece preparado para evitarlo? Pensar a fondo esta cuestión –algo que había llevado ya a Allan Bloom a afirmar que “lo americano es hacer confortable el nihilismo”– le conducirá a un hallazgo inaudito: que el verdadero talento para triunfar en nuestro mundo es la capacidad para asumir tareas carentes de sentido personal, para soportar el aburrimiento. Tales tareas no pertenecen sin embargo exclusivamente al orden del trabajo, ámbito clásico de la alienación, sino también al del ocio, orden en el que ahora impera el concepto de diversión, de alejamiento del propio ser.
El aburrimiento posee virtualmente un gran poder desestabilizador. Cuando aparece, la persona se siente angustiada y esa angustia se traslada a las cosas y a sí misma mermando su sentido. No es raro que antiguamente se considerara un pecado. Hoy, dada la abundancia de medios de distracción, el aburrimiento revela más bien la ineptitud del individuo para integrarse en sociedad. Esta ha instaurado, como afirma Zizek, el “deber de gozar”. La industrialización del ocio es uno de los rasgos característicos de una época en la que la tecnología da la impresión de haber realizado el sueño de restaurar la unidad de los seres humanos en un mundo nihilista. Gracias a ella sabemos que, pese a la proliferación de valores relativos, existe una globalidad. La globalización no es, sin embargo, un fenómeno espacial, sino temporal, de sincronización de comunidades e individuos. El requisito es dejar atrás los mundos simbólicos de la tradición. El aburrimiento, como fenómeno psicológico, constituye en este contexto un mal síntoma porque la persona que lo experimenta deja a la vista un espacio interior que cuestiona dicho ideal. Alguien incapaz de entregarse al proyecto común hasta el punto de no divertirle siquiera lo divertido, puede convertirse en una objeción a la totalidad. ¿No fue esto, por cierto, lo que les ocurrió a Adán y Eva en el paraíso?
Wallace no fue el primer americano en reflexionar sobre estos asuntos. Mark Twain avisó mucho antes que él del peligro que suponía trasladar al ámbito del ocio las prácticas utilitarias e industriales del trabajo. El entertainment, como lo concebían sus compatriotas (y aquí incluyó el turismo y la cama), se había transformado en una continuación del trabajo por otros medios. De no detener esta tendencia tarde o temprano se convertiría en fuente de frustraciones. Algo por el estilo, pero con el proceso ya muy avanzado, pensaba Edward Hopper, cuyo fino sentido de observación le permitió captar el espíritu de la época en los sentimientos y vivencias de la gente. Sus colegas de la vanguardia, críticos con lo que juzgaban una mitificación de las trivialidades de la existencia, parecían mucho más perspicaces denunciando los peligros de la guerra fría, la abominación nuclear, el imperialismo o las falsedades de la sociedad americana, esa idealización estilo Rockwell –la familia feliz sentada a la mesa el día de acción de gracias– que universalizó Hollywood, pero precisamente porque sus diagnósticos atinaban Hopper no comprendía que huyeran de la realidad practicando un arte abstracto, místico y ectoplasmático. Que este tipo de obras, tan críticas y profundas, perdieran significado a la velocidad que lo hicieron (algo que ha sido puesto en conexión con la evolución de la industria del papel pintado) mientras que las de Hopper, censurado por glorificar lo banal, se consolidaban como expresión de los tiempos, no es azar. Su conservadurismo estético no tenía nada de reaccionario y confundirlo, como se ha hecho, con los regionalistas, quienes opusieron los valores tradicionales a las novedades que llevaron a la Gran Depresión, es un disparate.
Pensemos en uno de los más conocidos representantes de esta escuela, Grant Wood, autor del célebre American Gothic: ¿Imagina nadie la posibilidad de que Hopper pudiera hacer un elogio semejante de la virtud femenina y la solidez familiar? Nuestro pintor estaba tan lejos de querer evocar patrióticamente un mundo ideal, fundamento de una supuesta identidad hecha de sentimentalismo barato, como de lo contrario, construirlo a fuerza de trascender las apariencias, al estilo de los expresionistas abstractos. Cuando Clement Greenberg lo acusó de pintar literariamente, de ser sólo un narrador, no un artista puro, se encogió de hombros. A él le interesaba esa realidad voluble que tenía en Nueva York su principal exponente. La ciudad crecía y con ella un estilo de vida trepidante y multitudinario en el que la persona singular iba sintiéndose, sin embargo, cada vez más aislada. Hopper, que desde joven sintió predilección por representar a las personas solas (en sus primeras obras se trata fundamentalmente de mujeres concentradas en una tarea o a las que algo distrae de ella) dedicaría después multitud de cuadros a describir esta situación típica de la existencia urbana moderna. Desde luego, la conexión entre vida urbana, soledad y aburrimiento (ennui, spleen) no era nada desconocido, había sido analizada en Europa por Baudelaire o Wilde, pero si estos, herederos de una larga tradición, ligaban el hastío con el placer, la nostalgia del placer, el pintor americano detectó en Nueva York la aparición de algo diferente, un hastío por así decir de otra naturaleza, fruto de una vida volcada en el trabajo, vertiginosa e íntimamente vacía, o mejor, llena a medias de novedades y estímulos exteriores.
El aburrimiento evidencia un vacío y, al mismo tiempo, la contrariedad de advertirlo. Cuando surge se produce una perturbación del sentido que lo pone todo en cuestión.
Martin Heidegger, que estudió a fondo el fenómeno, distinguió tres tipos de aburrimiento: el causado por cosas o personas aburridas, el que se debe al tiempo perdido en la realización de tareas sin significado y el producido cuando percibimos el mundo como un vacío frente al cual nos sentimos solos y finitos. Aunque de estas tres modalidades encontramos ejemplos en la obra de Hopper, es la última de ellas la que predomina. El pintor se introduce en los rascacielos y nos muestra lo que sucede en ellos, o mejor, lo que no sucede, pues, en realidad, a la apabullante grandeza de las construcciones le corresponde una vida anodina y solitaria, en la que apenas pasa nada.
Este es el sino del hombre contemporáneo. A fin de representarlo idóneamente personajes y espacios son descritos esquemáticamente. Se trata sobre todo de que el espectador interprete por sí mismo la situación sin aclararle su naturaleza. Hopper sabe que no lo necesita y, por eso, se conforma, por así decir, con ponerle delante un espejo. El tópico según el cual la acción representada en sus obras ocurre siempre en otra parte, fuera del horizonte del espectador, se basa en la equivocada creencia de que el ensimismamiento o la expectación no son acciones. Ofuscados por aquello que Hopper critica, el espíritu de una época en la que el hombre apenas comparte nada consigo mismo, la visión de un individuo que ha perdido su interés inmediato por las cosas y busca en su interior el sentido que no encuentra en el mundo, nos incomoda profundamente. Desde luego no es extraño que su pintura, a diferencia de la de los artistas abstractos, supuestamente mucho más difícil, tuviera tan poco éxito. Aunque estos últimos se justificaban diciendo que la abstracción era lo mejor para mostrar el desarraigo y la violencia de la vida moderna (De Kooning, por ejemplo, hablaba de las ciudades americanas, frente a las ciudades renacentistas, como un no-entorno, o Pollock presentaba sus salpicaduras como una recreación del mundo tras la guerra nuclear), la impresión que se tiene medio siglo después es que el público encontró en ellas exactamente lo contrario, es decir, un pretexto para eludir sin mala conciencia la realidad. El abandono de la representación de figuras y objetos contra un fondo, la exploración de relaciones formales entre colores y texturas y el cultivo de místicas supersticiones que permitían acceder al núcleo esencial de una realidad falseada por el lenguaje encandiló a todos aquellos que, satisfechos con el orden establecido, buscaban simplemente alivio a las tensiones de la vida. La idea de que la abstracción destruía la ilusión y revelaba la verdad se convirtió así en dogma para esa creciente, adinerada y patriótica clase media que dominó América a mediados de siglo. Pollock, gran mito del momento, devino, como dice Guilbaut, “mercancía perfecta”. Sus cuadros representaban lo irrepresentable y dejaban en paz el resto, exactamente lo contrario de lo que ocurre con los de Hopper.
Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:
Monstruos perfectos. Max Ernst y la creación del mundo
El pintor asesino. Walter Richard Sickert y los detectives
Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda
Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis
El hombre en la encrucijada. Diego Rivera y el compromiso del artista
Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros
Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la pintora que alertó de la llegada de Hitler
La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos
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