Para no caer en el fracaso ni siquiera me he preocupado de hacer una lista o de hablar de propósitos. ¿De enmienda, como cuando el perdón de los pecados? Mejor ir haciendo a medida que el calendario va desguazando la vida, el tiempo que se supone que un consignatario existencial nos ha asignado para que juguemos al libre albedrío, a que seamos como si la suerte y la voluntad fueran los ingredientes principales de este plato que vamos a comer durante los días que vamos a estar aquí. Por eso recurro a una de las estampas que más me conmueve cada vez que regreso a la casa de mis padres en Vigo. La piscina en ruinas puede servir como metáfora, sobre todo en los días de invierno. Como si hubiera una especie de sintonía moral y estética entre la luz, la lluvia y cierta inclinación mental a la melancolía. ¿Es la cultura la que nos induce a copiar ciertos estados de ánimo, o forma parte de una textura que, como la lengua, los conceptos, viene de fábrica, como piensan algunos lingüistas?
Joana Vasconcelos zarpó un viernes de mayo de 2013 en un cacilheiro llamado Trafaria camino de Venecia. Lo restauró para navegar hasta el pabellón de Portugal en la Bienal de Venecia. Dijo al Jornal de Letras, Artes e Ideias: «Me di cuenta de que tenía que hablar de esa cosa loca y portuguesa de buscar en el mar una salida a la esperanza. Por eso, el barco nos pareció lo más natural del mundo para quien soñaba hace tanto tiempo con una navegación intelectual hasta Venecia. Encontramos inspiración en ese coraje portugués de enfrentarse a otros mundos sin abandonar nunca lo que es nuestro».
Insisto en mi condición de portugués por una inclinación que no es fácil de explicar. Deseo de ser piel roja. Deseo de ser otro. Tal vez. Pero ya ni siquiera bromeo con aquel narcisismo universitario que en su repertorio de desdenes se burlaba de los pasaportes. Hay tanta soberbia en la ignorancia… Cuando ves a tantos que se juegan la vida para llegar a tus costas, por disfrutar de la protección que supone la lotería existencial de haber nacido aquí, de tener una nacionalidad que no sea sinónimo de desgracia. Lo cuenta muy bien Timothy Snyder en Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia. Los judíos que peor suerte corrieron fueron los que fueron despojados de su nacionalidad, los que no tenían un Estado al que recurrir, que les protegiera.