La playa

Ir a la playa en Líbano es todo un triunfo, no por falta de playas públicas sino por ausencia de mierda en las mismas. Tiro es una honrosa excepción. Hay un chiringuito junto al cementerio desde el que se divisan las ruinas…No está mal, la concurrencia es nativa y poco pesada. Observan las sinuosas tetas latinas de mi amiga sin tapujos, a mí no saben muy bien donde ubicarme. La última vez que un amigo me describió me pareció que encajaba sin mayores problemas en el perfil de prostituta ucraniana, o rumana cuando me tiñen mal.

 

A la espera de que llegue la comida, nos comemos los 3 kilos de frutos secos que nos han puesto. A nuestro lado hay una familia de padre peludo, mostrenco embarazado, niño hinchapelotas y chacha etíope apartada a una prudente distancia de la mesa por si acaso la infecta. Rex, el pastor alemán de los propietarios del local, también retoza por allí. Dudo entre tirarle unos cuantos cacahuetes al chucho o colaborar con la desequilibrada pirámide nutricional de la chacha, pero temo que si me ladra agradecida todo el mundo se entere. Luego las explicaciones pertinentes a inmigración, sanción disciplinaria y expulsión inmediata si uno no conserva el ticket de compra de la fusta para azotar esclavos que venden en cualquier supermercado.

 

La suculenta comida, cuatro cachos de carne trinchados en un hierro, aterriza largo rato después. Como siempre, han entendido lo que les sale de la punta del nardo, pero por no mandarlos de nuevo a Israel a robar otro par de pollos nos damos por satisfechas. Mi amiga y yo no somos de ese tipo de gente que busca camorra en nombre de la paz, como esos del barco de chanquete de la solidaridad…Ya hay que ser bobo para pretender hacernos creer que fue Israel el que se cargó solo a 10 turcos si nunca dejan a nadie vivo…

 

El Mediterráneo nos mima con sus cálidas aguas, no así con el físico rechoncho  y entocinado del público masculino. Mayoritariamente hay cristianos, pareos de gasa horrendos, domingas operadas y bikinis demasiado escotados para un país árabe. No falta el pertinente chulo playero que no ha perdido el bronceado desde los 70 y que se ocupa de los paseos marítimos a turistas. Extendido a lo largo de su barca, con su pelo engominado, bigote canoso y cipote encogido por el agua, otea el panorama con altivez. Yo chapoteo alegremente sobre las viejas ruinas fenicias, Rex está en la orilla pegando brincos y refrescándose los huevos y el sol brilla abrasador sobre el agua. Solo los gañanes autóctonos estropean la magia del lugar con el ruido de sus motos acuáticas.

 

Una barca con un enorme toldo fondea cerca de la orilla. Son los últimos integrantes del circo de las 5 de la tarde: una familia musulmana vestida con unos llamativos trajes de baño dignos de ser material combustible en cualquier campo de fútbol talibán. Al niño pequeño lo han embutido dentro de un flotador que permanece atado con una cuerda a la proa del barco. La niña adolescente, con una especie de pijama floreado fosforito, exhibe, por su parte, un flotador en forma de chaleco lleno de bolsillos. Lo que nos faltaba. Los de la patrulla fronteriza ya están virando el rumbo y asegurándose de que la pubertosa y su chaleco con espacio para varios kilos de explosivo no monten una bien gorda.

 

Es una tarde normal de sábado. Las libanesas y sus coños pelados desaparecen pronto. Me cambio el bikini mojado envuelta en una gruesa toalla. Por mucho que algunos miren con escaso disimulo nadie logrará verme nada. No piensa lo mismo el dueño del restaurante y sus compadres que, temerosos de que Hizbolah les cierre el garito por escándalo público si se me ve el culo, me piden, azuzados por una puritana mujer, que vaya a la cabina a adecentarme. Nos invitan amablemente a que volvamos al día siguiente. Mañana estarán solos.

 

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