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Mientras tantoLa política es asunto de los políticos (1)

La política es asunto de los políticos (1)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Ya sabemos que el ciudadano medio identifica la política como una actividad cuando menos turbia y, cuando más, despreciable; y también que ese descrédito se traslada enseguida a los políticos, quienes ocupan los puestos más bajos en las encuestas que entre nosotros miden la estima social de las profesiones e instituciones. Todo ello salta, si no a la vista, sí al oído tal como se escucha en la plaza pública.

 

1. Casi nadie se priva de sentenciar que la política es asunto de los políticos y que sólo a ellos les toca dedicarse a esta ocupación. Así dejamos claro qué y cuánto cabe esperar de cualquiera de nosotros en el cuidado de la cosa de todos. Sólo a los políticos les corresponde arreglar cuanto haga falta de los asuntos comunes (sin que olviden, claro, velar por lo mío…).

       Pero lo más frecuente es que aquella expeditiva sentencia se acompañe de otro tópico según el cual la política es tarea de los políticos, porque para eso les pagamos. Vendría a ser algo así como decir que, la política, para quien la trabaja. A veces se deja ahí entrever que algo muy parecido a la envidia nos mueve a reprobar los sueldos o prebendas de los hombres públicos o a minar el prestigio adherido a su cargo. Suele olvidarse que, como la actividad política no fuera remunerada, sólo los muy pocos que contaran con rentas suficientes y pudieran “vivir para” la política se harían cargo de las tareas públicas. O, lo que es igual, que no hay más remedio que hacer posible para nuestros representantes el “vivir de” la política si queremos que ésta cuente con una base lo bastante
representativa.

       No entremos ahora ni a medir la cuantía de esos sueldos ni en cómo conjurar el peligro cierto de que la política mude su naturaleza en cuanto se convierte en profesión. Digamos  tan sólo que esa profesionalización nos viene de perlas para dispensarnos de nuestros quehaceres civiles. Eso sí, cuanto más se insista en que a nosotros nos dejen en paz, más abiertamente los asuntos públicos serán los asuntos privados de los partidos, el negocio particular de los políticos. Nuestra condición ciudadana se agota en cumplir mal que bien con Hacienda y, según nos dé, en votar a desgana cuando nos convocan; el resto es asunto de esos ciudadanos especiales que son los políticos. Así las cosas, ¿por qué quejarnos si luego pasa lo que pasa?

 

2. ¿Y quién no ha dicho u oído a estas alturas aquello de que todos los políticos son iguales, se sobreentiende: gente de poco fiar o individuos que van a lo suyo, sin más distinción? Sentado lo cual, ¿para qué molestarse en comprender sus diferencias ideológicas, comparar sus programas respectivos o vigilar sus conductas públicas, con el trabajo que ello exige? Añádase el riesgo de tener que pronunciarse sobre la justicia o injusticia de sus reclamaciones y quedar así expuesto a las réplicas del contrario. Resulta más confortable reducir a los políticos al común denominador de aprovechados, que ahí nos entendemos todos.

       Nadie ignora, ni que estuviéramos ciegos, cuánto indeseable descubre de pronto en su interior una irreprimible vocación de servir al pueblo. Pero no es menos cierto que a menudo su presunta inepcia o su real malicia nos sirven para certificar, por contraste, nuestra acrisolada competencia y un  altruismo sin tacha. Sólo cuando nos aprietan reconocemos que, sometidos a sus tentaciones y presiones cotidianas, a lo peor seríamos tan estúpidos o corrompibles como les suponemos a ellos.

 

3. En tono entre realista y descreído, no faltarán entonces quienes tercien con  que tenemos los políticos que nos merecemos. Y se presupone: mediocres. Es un modo oblicuo de confesar por fin que somos de una pasta parecida y que no vale la hipocresía de culparles en exclusiva de unos pecados que los demás seguramente también cometeríamos en su lugar. Eso sonaría muy bien, si no fuera porque al mismo tiempo tan humilde reconocimiento viene a sugerir que nadie exija nada de los hombres públicos ni de los ciudadanos de a pie, porque unos y otros somos lo que somos; así que no nos quejemos y a conformarse con lo que hay.

       El tópico justifica a la vez la baja calidad del político y la desidia del ciudadano. Pero el caso es que, cuando elegimos a esos políticos y los destacamos así sobre los ciudadanos corrientes, no es para que reproduzcan en el foro público nuestro conformismo y mediocridad, sino para que representen nuestras más dignas aspiraciones. En un régimen democrático debemos hacernos merecedores de más de lo que tenemos, y eso significa que hemos de escoger políticos que sean mejores que nosotros.

 

4. Tanto prejuicio acumulado contra la política se muestra en el runrún habitual de que una determinada situación o propuesta resulta deleznable, por lo menos sospechosa, porque se ha politizado y no hay que politizar las cosas o los problemas.

       Otra simpleza mayúscula. Dejando la esfera privada a buen recaudo (y no siempre), hay que politizar todo lo que nos afecta en tanto que miembros de una polis, y en todo lo posible y cuanto más mejor. Es decir, ha de procurarse que todo lo tocante  a nuestra libertad e igualdad públicas, que todo lo que pueda contribuir a depurar la vida colectiva…, pase por el examen del mayor número de ciudadanos, se debata entre ellos y se decida públicamente acerca de su conveniencia. Somos seres tanto más libres cuanto más
politizados. Y, como no ocurra así, no es que el asunto en cuestión esté despolitizado, sino que algún interés bastardo lo habrá excluido del juicio y decisión de todos para ser politizado por y en beneficio de algunos.

 

¿Que la tabarra de marras sólo quiere denunciar las intervenciones partidistas o sectarias, en una palabra, las que subordinan el interés general al particular de un grupo o de un líder? Pues entonces debería decirse, para no confundir ni confundirnos, que ese problema está mal politizado y hay que procurar politizarlo bien.

 

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