Estamos ante un libro (Ed. Enclave, Madrid, 2014) que, para discutir el porvenir actual de lo político, es capaz de entrar en el Nietzsche más incómodo. No se cita a Bataille, ni a Esposito, tampoco a un Agamben que está presente indirectamente. No obstante, a través de Tocqueville, de Spinoza y Nietzsche, de Benjamin y Derrida, laten en las reflexiones y las preguntas de Wendy Brown (un poco impúdicas, al entender de M. Garcés en el prólogo) sobre la democracia y la deriva tardomoderna de lo político, una inusual investigación sobre la actual encrucijada de Occidente. El método de Brown, efectivamente muy poco académico, es salir al encuentro de una crudeza para la que no disponemos previamente de fórmulas. De modo que parece prepararse así otra comprensión de nuestra escandalosa insuficiencia crítica, un nuevo pensamiento político que surja de esa travesía por lo traumático. A modo de índice, solo cuatro calas en este magma complejo de 250 páginas.
I
Apoyándose en E. Balibar, Wendy Brown nos recuerda que, para reafirmar la autonomía dentro de la política, la autodeterminación y liberación del pueblo, Marx tuvo que negar la autonomía de lo político. De ahí la lógica de la camera obscura para explicar la ideología y casi todas nuestras superestructuras. Si el poder es poder cuando no se comparte y por tanto, cuando no es transparente, nos hallamos ante dos posibilidades: «O bien Marx, como sugiere Foucault, nos ofrece un escena emancipadora más allá y fuera del poder, una imagen del todo ultraterrena, que participa de la misma lógica religiosa que Marx había intentado rechazar rompiendo con Hegel, o bien (…) hay una confesión implícita, a saber, que el poder no se puede compartir del todo, que la democracia es imposible, que el comunismo es un ideal inalcanzable precisamente porque el poder se presta mal a una distribución equitativa -se resiste a la igualdad misma. En ambos casos, Marx parece reconocer tácitamente que el poder compartido ya no es poder, que la única manera de tomar el poder de forma colectiva es arrebatándoselo a todo el mundo» (p. 105).
Marx intentaría establecer un vínculo analítico entre la economía y la psique, entre el modo de producción y el habitus. Lo económico produce al sujeto no solo como miembro de una clase sino también como subjetividad. Con «el debido respeto al señor Foucault», argumenta Brown (p. 113), Marx no imagina este tipo de poder como mercancía sino precisamente como una relación que viene a asumir forma de mercancía, la forma en que la naturaleza del poder es mitificada. «Para Marx el fetiche es la forma consumada del poder (…) lo que Marx llama vida material, con su carácter completamente objetivo, tangible y concreto, se encuentra ya fetichizado de antemano (…) Esta noción sugiere de nuevo cuán descarrilado anda Foucault en su crítica del marxismo como teoría reducible a una funcionalidad económica» (p. 114).
El resumen, el materialismo de Marx daría finalmente con un mecanismo fundamental del poder en el ámbito mismo que había tratado de desacreditar como pura mistificación. El Estado es fetichizado del mismo modo que las mercancías, y Marx concluye que «el Estado es el mediador al que transfiere toda su terrenalidad, toda su espontaneidad humana». En este caso el lenguaje de Marx, recuerda Brown («descargar» y «transferir»:verlegen, «desplazar») es bastante distinto del lenguaje de la explotación, de la extracción y de la expropiación. Atribuyendo y transfiriendo libertad y no-divinidad a instituciones y fantasmas, el hombre renuncia a su capacidad de independencia. Naturalmente, este repudio o desempoderamiento no son voluntarios, sino inducidos por instancias de poder que los solicitan y dependen de ellos.
Como todo fetiche, el Estado se hacer real y agente a través de las atribuciones, a través de una inversión psíquica y social. De este modo, la atribución es generativa (en el lenguaje de Foucault: productiva, no represiva) y no simplemente declinable. Algo que Marx admite en contadas ocasiones, «a pesar de su incapacidad para extraer las consecuencias que de ello se derivan» (p. 129). La mistificación emerge tácitamente en sus escritos juveniles no solo como una tapadera de poder, sino también como una fuente de poder, una hacedora de historia. La política fuera de lahistoria se pregunta: «¿Hubiese sobrevivido El Capital, como ciencia, a ese cambio?».
II
¿Y si la política democrática, la menos teórica de todas las formas políticas, requiriera paradójicamente de la teoría, para satisfacer su propia ambición de producir un orden libre e igualitario? ¿Y si la democracia necesitara, por salud, de un elemento no democrático, tanto porque la democracia no es un fin en sí mismo, como porque un elemento no democrático se revelara necesario si la democracia pretende evitar aquellos males execrables de los que la acusan Platón, Nietzsche y otros críticos filosóficos?
La democracia es más contraria a la teoría que la mayoría de los regímenes, recuerda Brown, debido a su compromiso con el «sentido común» y su malestar frente al sabe elitista. Lo grave está en otro lado. SegúnBalibar, Spinoza describe la democracia como incapaz de «hallar un principio propio» a pesar de funcionar en otros regímenes como un elemento de estabilización (p. 176). Esta paradoja resulta de la tensión que Spinoza, en el centro de todos los regímenes, descubre entre el Estado y las masa, entre imperium y multitudo. Como la democracia carece de esta tensión, dado que Estado y masas forman uno, esta se niega a sí misma como régimen. La teorización de la democracia se vuelve, para Spinoza, literalmente imposible.
A través de Nietzsche, el capítulo 6 de La política fuerade la historia intenta arrojar luz sobre la validez de la crítica antidemocrática para la democracia, sobre el valor de la teoría para la política en términos que no sean pragmáticos. ¿Y si el pensamiento de Nietzsche no hubiera sido hecho para guiar sino para provocar, revelar y desafiar, reforzando de este modo la política democrática? Se trataría entonces de concebir a Nietzsche como un cuchillo necesario que impide la autorreflexión: «Nosotros, los que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos… Y por buenas razones, nunca nos hemos buscado» (p. 181). Ninguna sociedad puede ver las razones que le permiten ver. Más aún, quien está volcado en el mundo se conoce a través de los otros, de un rodeo salvaje sobre su propio ser. Su salvación está en su devenir, no en su identidad. ¿Del mismo modo que le ocurriría a la democracia?
De ser así, la tolerancia, una de las virtudes que con más orgullo exhibe la democracia, emerge como símbolo de su bajeza. Brown recurre otra vez Nietzsche: «Darse por satisfecho con los hombres, tener casa abierta en el propio corazón, eso es liberal, pero nada más que liberal. A los corazones que son capaces de una hospitalidad aristocrática se los reconoce en las muchas ventanas cubiertas con cortinas y en los muchos postigos cerrados: sus mejores habitaciones las tienen vacías. ¿Por qué? Porque aguardan huéspedes con los que uno no se da por satisfecho» (p. 187).
Una relación productiva entre teoría y política, en opinión de Brown, podría concebirse sobre el modelo nietzscheano de la amistad: «Es necesario honrar al enemigo en el amigo. ¿Puedes acercarte al amigo sin pasarte a su campo? En el amigo debe verse el mejor enemigo» (p. 190). De modo paralelo, solo a través del Estado el pueblo resulta constituido como tal; solo en la resistencia al Estado el pueblo es tal (p. 193). La democracia requiere de una crítica antidemocrática para seguir siendo democrática, del mismo modo el Estado democrático requiere de una crítica antidemocrática, en lugar de sumisión, para no convertirse en la muerte de la democracia. Quizás Nietzsche, recuerda esta sorprendente pensadora, sea ese pensador antidemocrático sin el que la democracia no puede vivir.
III
Sin decirlo abiertamente, las páginas finales de este libro se acercan a una vieja idea de corregir la impotencia con la imposibilidad. Primero a través del Derrida de Espectros de Marx. El materialismo marxista está habitado y deshecho por el espectro con el que el propio Marx da comienzo, el espectro que Marx ha conjurado pero que intenta también en vano exorcizar (p. 209). Wendy Brown recuerda la espectral disimetría del espectro: su presencia sentida pero no vista, nuestra incapacidad de ver a quien nos mira. En paralelo a esta experiencia subjetiva, la historia en cuanto fenómeno fantasmático tampoco avanza, es más, ni siquiera se mueve (p. 212). Brown sigue el hilo espectral de Derrida: A Marx no le gustaban los fantasmas (…) No quiere creer en ellos. Pero no piensa sino en eso (p. 217).
A mi entender, las páginas cruciales de La políticafuera de la historia se hacen en fidelidad al Benjamin de las Tesis de filosofía de la historia, muy lejos por tanto de nuestra mitología progresista y del canon marxista. Para rehacerse, la historia ha de pararse en una constelación saturada de tensiones, cristalizarse como mónada. Esta detención mesiánica del acaecer hace saltar toda una época concreta respecto al curso homogéneo de la historia. El fruto nutricio de lo históricamente concebido tiene el tiempo sin duda en su interior, y lo posee como semilla, valiosa pero carente ya de gusto (Tesis XVII: p. 218). Como si el ángel de Klee no pudiese cerrar sus alas, condenado a dejarse arrastrar por el viento de la historia, porque no puede asumir que ya carece de telos.
La Aktualität benjaminiana (p. 219) obliga a disparar contra los relojes, las torres de nuestra cronología, y reiniciar el calendario. La Revolución romper el curso de la historia, su continuum. Realiza una posibilidad y hace presente una materialización; pero lo que se realiza es algo inventado e inventivo a la vez. Por eso Benjamin no se da por satisfecho con lo que Marx llamaba «acontecimientos histórico-universales». El tiempo-ahora (Jetztzeit) hace explosionar el proceso histórico, traza una nueva ruta de la historia al dividirla y hacerla recomenzar de nuevo, actualizando algún elemento del pasado enterrado como nueva fulguración del presente. La revolución es un «salto del tigre» hacia atrás que hace explosionar las esperanzas reprimidas por un pasado nivelado por el progreso. El nuevo calendario hace salgar el continuum de la historia en el instante de la acción, de paso que redime el pasado.
Según Benjamin el pasado no es en absoluto una versión inferior del presente, sino un depósito de escenas, tan traumáticas como utópicas, que hay que aprovechar. El salto del tigre hacia lo pretérito supone despertar un cierto tipo de olvido que no solo hace volar por los aires la historia, sino que se «separa alegremente de ella» (p. 221). No hay que concluir la historia, como indicaría una teleología de la espontaneidad histórica, sino reelaborarla, hacerla pedazos.
De ahí las citas a Scholem: mal’akh, ángel o angelos es también mensajero. ¿Como si cada época tuviera también un ángel de la guarda? La historia es incognoscible para sí y en tensión consigo misma; se ve empujada a un futuro al que da la espalda («escondido a las espaldas»: a fuerza de mirar, la historia no ve el futuro). Para el vértigo del ángel de Klee, tal como lo rescata Benjamin, la historia es una única catástrofe, las ruinas de una libertad no realizada (p. 223). ¿Estaría Benjamin, en esta relectura osada que realiza Brown, intentando una alianza de judaísmo y cristianismo, pues en esta ocasión el ángel es algo que se pone en relación con la historia?
IV
El tiempo «vacío y homogéneo» es lo opuesto al tiempo histórico. El tiempo siempre se ve cargado con el tiempo-ahora. Siempre tiene un contenido singular que restituye significado a todo el tiempo, y no al contrario. Articular el pasado no significa reconocerlo «tal y como propiamente ha sido» (Ranke). Según las Tesis de Benjamin, significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en un momento de peligro (p. 228).
Tal articulación de pasado y presente convoca esas «astillas del tiempo mesiánico» que redimen la historia, quizás no toda de golpe, sino más bien de modo fragmentario y a trozos. El materialismo dialéctico que Benjamin reformula, tal como lo escucha Brown, abandona el proyecto totalizador de la dialéctica del siglo XIX, aunque rechaza abandonar junto con esto su finalidad de redención (p. 230). Nada ha podido corromper tanto a los obreros alemanes «como la opinión según la cual iban a nadar contra corriente», dice Benjamin en las Tesis (p. 230). Estas no buscan expresar el proceso por el cual se mueve la historia, sino capturar el encuentro peculiar de pasado y presente que tiene lugar en la imagen del pasado que estalla: «donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación». Estamos ante unadialéctica en reposo, que hace saltar la continuidad de la historia (p. 231).
Frente a Horkheimer, Benjamin argumenta que lo que la ciencia histórica ha establecido puede modificarlo larememoración, que puede hacer de lo inconcluso (la dicha) algo concluso y de lo concluso (el dolor) algo inconcluso. Esto está ciertamente muy entreverado con cierta teología, pero es que en la rememoración hallamos una experiencia que nos impide comprender la historia de un modo fundamentalmente ateológico. Aquí Wendy Brown (p. 232) cita El libro de lospasajes, pero también podía citar la Segunda Intempestiva nietzscheana y su revolucionario halo delo ahistórico.
Las imágenes dialécticas evocan en todo caso fragmentos del pasado que gravitan sobre el presente, que relampaguean y potencialmente destrozan el concepto y la relación convencional de presente y pasado. Es esta una dimensión imaginaria de la investigación histórica, como si cada ocasión histórica crucial fuera generada ex–nihilo. La historia no recurre tan solo a la memoria, sino que la produce, lo cual siempre significa destrucción.
En esta lucha por el pasado oprimido, instruidos por la historia y cultivando sus posibilidades, entonces podemos «abrir la pequeña puerta por la que el mesías podría entrar» (p. 234). Pero el mesías es solo lo histórico profano visto de otro modo, asumido y abrazado desde el tiempo-ahora. Por eso es normal que incluso cuando llega el mesías nos cuete reconocerlo y sigamos preguntando dónde está.
El resultado final de este libro, y de la conciencia de la memoria que defiende, es un bendito ultraje al presente(p. 238). El sufrimiento que todavía no ha acabado no es solo sufrimiento que hay que soportar aún, sino que es sufrimiento que todavía puede redimirse. «El sufrimiento pasado como algo inacabado», abierto a supre y post historia. Por eso Derrida y Benjamin, para liberar esta situación histórica encadenada, quieren entender y animar el proyecto marxista con imágenes que Marx no podría admitir, a pesar de generarlas.