Érase un niño con la boca abierta frente al milagro de las pompas de jabón, que en plena Plaza Mayor animaba un mago ambulante. El abuelo de pelo blanco aupaba a su nieto –de unos 3 años– para que tocara con su dedito aquella oronda pompa del tamaño de un cerdo, nacida del arito mojado que soplaba un funambulista del agua encantada. Con andares de ballena y gusano, la pompa gigantesca se desplazaba torpe y pesadamente por el aire, bajo los ramilletes de luces que colgaban del cielo de la plaza.
Frente a tan extraordinario y delicado espectáculo, contrastaba la euforia de la pareja anciano-infante, persiguiendo a la pompa con el niño en alto; quien a su vez alzaba su bracito, su mano y dedo índice, para poder pinchar la pompa gigante. Cuando lo lograron, estalló la figura flotante, dejando en el aire una aureola de puntos luminosos, que duraron menos de un segundo.