El día de ayer cruzó el bosque poniendo cepos en los perdederos y disparando a los pájaros: amigos del alma sufren por quien es el centro de sus vidas, desde Palestina me escribieron con el dolor y la indignación de un pueblo escupido en la faz ante el silencio del mundo, hablé con Verónica del futuro tapiado de los refugiados rohingya en Bangladesh, y por la noche una muchacha lloraba en la calle.
A veces, a menudo, los sentidos no saben saltar la verja del sentido, no basta con nadar para limpiarse la roña de las circunstancias, la mugre de la realidad en los cabellos. Entonces hay que zambullirse, bracear hacia el fondo, hasta las ingles de la vida, donde somos recordados y propuestos. Porque previo al pasado es el antes, y desde allí no erramos sino nos encaminamos.
María Zambrano en Claros del bosque, un libro que deberíamos votar como nueva Constitución, escribió en el capítulo, La preexistencia del amor, un pequeño texto llamado, El despertar,
El despertar privilegiado no ha de tener lugar necesariamente desde el sueño. Puesto que sueño y vigilia no son dos partes de la vida, que ella, la vida, no tiene partes, sino lugares y rostros. Y así, del sueño y de ciertos estados de vigilia se puede despertar de este privilegiado modo que es el despertar sin imagen.
Despertar sin imagen ante todo de sí mismo, sin imágenes algunas de la realidad, es el privilegio de este instante que puede pasar inasiblemente dejando, eso sí, la huella; una huella inextinguible, mas que no se puede descifrar, pues que no ha habido conocimiento. Y ni tan siquiera un simple registrar ese haber despertado a nuestro aquí, a este espacio-tiempo donde la imagen nos asalta. El haber respirado tan solo en una soledad privilegiada a orillas de la fuente de la vida. Un instante de experiencia preciosa de la preexistencia del amor: del amor que nos concierne y que nos mira, que mira hacia nosotros.
Un despertar sin imagen, así como debemos estar cuando todavía no hemos aprendido nuestro nombre, ni nombre alguno. Ya que el nombre está ligado a la normal condición humana, a la imagen o al concepto o a la idea. Y el nombre sin nada de ello no se nos ha dado. El de ‘Dios’ sabe a concepto, el de Amor fatalmente también; y el amor del que aquí se trata no es un concepto, sino (ya que imposible es al nombrarlo no dar un concepto) una concepción. Una concepción que nos atañe y que nos guarda, que nos vigila y que nos asiste desde antes, desde un principio. Y esto no se ve claro, se desliza este sentir sin llegar a ascender a saber, y se queda en lo hondo, casi subterráneo, viniendo de la fuente misma; de la fuente de la vida que sigue regando oculta, de la escondida, de la que no se quiere saber ‘do tiene su manida’, aunque la noche se haya retirado en este instante del privilegiado despertar.